¿Fueron si no devaneos? / ¿Qué fueron sino verdura / de las eras?
En nada se asemejan los trabajos y los días del congreso que ahora concluye a las galas e intervenciones que los infantes de Aragón trajeron a las fiestas cortesanas de Valladolid de 1428 y que rememoran con estoica tristeza los famosos versos de Jorge Manrique, pero sí hay cierto parecido entre la situación histórica de Castilla de entonces y de nuestra situación actual y un paralelo innegable entre la España del otoño medieval y la comunidad hispánica hoy. Como en nuestro tiempo, los españoles del siglo xv encaraban los desafíos de una revolución tecnológica, de una mundialización de la política y de una incipiente civilización global de la que los primeros humanistas italianos excluían a la para ellos bárbara península de Occidente. Los diplomáticos castellanos de entonces buscaban como nuestros países hoy, el reconocimiento universal de su cultura y de su lengua y, para ello, se esforzaban en usar un latín que no cediera al de sus detractores, los Valla y los Bruni, que se tenían por los únicos herederos legítimos de la antigüedad clásica.
Los españoles del siglo xv supieron responder a los grandes retos de su época. A finales de la centuria, la lengua de Castilla era ya una lengua parca, lengua de relación y encuentro, de los reinos de España. Una lengua que ya había dado el primero de sus frutos literarios universales, la Celestina. Una lengua que en el quinientos sería cultivada por escritores castellanos, navarros, aragoneses, catalanes y valencianos, portugueses, moriscos e hijos de princesas indias. Una lengua que se había incorporado con juvenil vigor al mundo de la letra impresa y que había emprendido brillantemente con Nebrija la tecnologización de la palabra.
Ésa fue la lengua que los españoles llevaron a América, junto con las nuevas tecnologías de la comunicación escrita, y quiero recordar que fue un vizcaíno vascohablante, como yo, el obispo Zumárraga, quien introdujo la imprenta en el orbe indiano. Más allá de todos los desmanes e injusticias de la conquista y el orden colonial, la lengua española sentó los cimientos de una civilización en la que los desarraigos y oprimidos lucharían por el reconocimiento de su dignidad humana contra el rígido sistema de castas, valiéndose de la vieja lengua de Castilla, lengua que remozaron con los acentos y vocablos de las lenguas amerindias; lengua que bruñeron, limpiándola del óxido castizo de sus orígenes cántabros y vascones; lengua que arrancaron de su placenta peninsular para convertirla en lengua de una comunidad que se extiende hoy por cuatro continentes. Lengua de argentinos, lengua de uruguayos, de paraguayos, de bolivianos, de chilenos, de peruanos, de colombianos, de venezolanos, de panameños, de salvadoreños, de costarricenses, de guatemaltecos, de hondureños, de mexicanos, de dominicanos, de filipinos y de españoles, y discúlpese lo exhaustivo de la enumeración, pero hay que pronunciar todas estas palabras para decir el nombre de nuestro pueblo: de los que debemos afrontar juntos los riesgos y las esperanzas de los tiempos nuevos, porque como pueblo no tendremos otro destino que el de nuestra lengua común.
Por eso, al agradecer a Valladolid en persona de su alcalde, y a la Comunidad de Castilla y León, en la de su presidente, la generosa y paternal hospitalidad con que la cuna del idioma ha realzado este gran encuentro panhispánico que marca, para el español, un prometedor ingreso en el tercer milenio, quiero expresar, en nombre del Instituto Cervantes, la convicción de que los trabajos y los días del II Congreso Internacional de la Lengua española no han sido ni serán —como pronto comprobaremos— fugaces verduras de las eras.
Muchas gracias y hasta Buenos Aires.