Villa por Villa, Valladolid en Castilla, dice un viejo y expresivo aforismo que mis paisanos, con cierto e iluminado candor, gustan de repetir. Pero, seguramente este pueblo no sólo se enorgullece de su pasado, sino de su ascendencia literaria, por más que no sea cosa de repasar ahora la lista de los que aquí han vivido, como Miguel de Cervantes, o que aquí han nacido, como Jorge Guillén.
No me considero un hombre de letras en el más riguroso sentido del término. He dicho en otras ocasiones, y lo repito ahora en este universal Congreso de la Lengua, que algunos escritores no somos lo que se dice hombres de letras. Quienes nos dedicamos a la narración, a construir historias de hombres, paisajes y pasiones de acuerdo con la fórmula que reiteradamente hemos puesto de manifiesto, respondemos mejor al título de hombres de palabras que al más convencional de hombres de letras.
Las emociones y los sentimientos se crean y se trasmiten con palabras, siquiera sean necesarias las letras, adosadas unas a otras, como los ladrillos de un edificio, para la más modesta construcción literaria. Pero es indudable que hubo narradores antes de que existiera la escritura, y también que todavía sobreviven generalmente en los pueblos los famosos abuelos, esos viejos fabuladores orales que raramente han puesto en su vida una letra detrás de otra, como no fuera para estampar su firma allí donde eran requeridos.
Mi preocupación por las letras se ha reducido, pues, a su utilidad. Utilidad que se deriva de su necesidad para reproducir las palabras y expresiones que se emplean en el lenguaje común, en el modo de hablar de la gente de mi entorno.
Hace más de medio siglo, cuando pergeñaba mi novela El camino, hice un gran descubrimiento: se podía hacer literatura escribiendo sencillamente, de la misma manera que se hablaba. No eran precisas las frases o construcciones complicadas. No se trataba de hacer literatura en el sentido que los jóvenes de mi tiempo entendíamos en el lenguaje rebuscado y grandilocuente, sino de escribir de forma que el texto sonara en los oídos del lector como si lo estuviéramos contando de viva voz.
Debo confesar una limitación: siempre he escrito de oído, con la regla y el estilo de aquéllos a quienes previamente he escuchado para luego cederles la palabra. Si los comentaristas literarios han dicho que soy antes que nada creador de personajes, son estos personajes los que ponen voz a mi literatura. No en vano, he pasado más de seis décadas siguiendo el rastro de las palabras y expresiones ajenas, para intentar encontrar las mías propias. Y a estas alturas puedo decir que, en buena medida, una manera de ser es una manera de hablar.
No es mucho, pues, lo que he aportado al idioma castellano, aunque tampoco se me pedía más. Por eso quiero manifestar ante este congreso que la voz y la palabra de mis personajes no son otros que la voz y la palabra de la gente de mi tierra, es decir, de Valladolid y de Castilla.
Hace unos años di a uno de mis libros el título de Castilla habla y, en rigor, toda mi obra podría cobijarse bajo este título, incluso la voz del roto chileno que el protagonista de Diario de un emigrante va insensiblemente, día a día, a lo largo de su aventura americana.
Como hombre antes de palabras que de letras, de intuición antes que de erudición, es decir, con la distancia que media entre el artista y el sabio, me uno a los afanes de este congreso y espero aprender a asombrarme, como alguno de mis personajes, con los intríngulis y las maravillas de la gramática y de la sintaxis.
Leyendo a narradores de otras tierras me vienen ahora a la mente relevantes nombres de Hispanoamérica. Se advierte que por sus bocas hablan también gentes del pueblo, de los más diversos pueblos. Desde México a la Tierra de Fuego y, pensándolo bien, ellos son los protagonistas de este congreso. Los que hacen el español y van ensanchando, paso a paso, esta hermosa lengua de Castilla.