Emilia de Zuleta

Comunicación textual en el mundo hispánico: transversalidad y contrasteEmilia de Zuleta
Academia Argentina de Letras (Argentina)

Más de un siglo ha transcurrido desde la fecha en que Luciano Abeille, en su libro El idioma de los argentinos (1900), profetizara que el castellano sufriría un proceso de fragmentación semejante al que se había cumplido con el latín y sus lenguas romances.

Felizmente aquella profecía no se cumplió y durante las décadas de los veinte y los treinta se perfilaron nuevas perspectivas. Quedaron atrás, como cimientos, las discusiones entre españoles como Ricardo Monner Sans, Américo Castro y Amado Alonso, y argentinos como Arturo Costa Alvarez y Jorge Luis Borges. Este último redefinió, en su ensayo El idioma de los argentinos (1928), de manera enérgica su propuesta: ese idioma de los argentinos ya había nacido del «uso coloquial de los criollos, tan alejado de casticismos como de aplebeyamientos degradadores y falsos. Del ahondamiento en el espíritu criollo, sin entorpecer la circulación total del idioma surgirá la expresión idiomática». Este ideal de la lengua propia está también presente en otros escritores coetáneos de Borges como José Bianco, el mítico secretario de Sur, quien se mostraba partidario de una prosa «lo más tersa posible y, a la vez, familiar, conversada».

Estas posiciones que priorizaban el habla como fuente del lenguaje literario convergen con la posición que ponía como modelo el lenguaje literario.

En ese poder del lenguaje literario sobre el habla confiaron los sabios que, en nuestro país, intervinieron activamente en la renovación de la enseñanza del castellano. Me refiero, naturalmente, a Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña.

«El agente unificador es la lengua literaria, no la oral de una ciudad ni de una región», escribía Alonso en un artículo publicado en La Nación en 1940 y recogido luego en su libro La Argentina y la nivelación del idioma (1943).

Y como la lengua literaria se transmite a través de libros y de publicaciones, Alonso profetizaba la existencia de una nueva koiné idiomática, encabezada por Buenos Aires que era, por entonces, el primer centro editorial de la lengua española. Pensaba que ese centro podría articularse con México y, en el futuro, con la misma España. Era ya el tiempo del boom de la nueva industria editorial, crecida durante la etapa de la guerra civil española, y que apuntaba a un público potencial de unos cien millones de hispanohablantes. Cuando escribe Alonso, escritores y traductores buscaban «moneda lingüística de circulación general». Y añadía «la lengua de los libros es la única de circulación total por los territorios hispánicos».

Primero fueron los editores argentinos como Glusberg, Gleizer y Samet, o españoles como Roldán, García, Menéndez y Urgoiti, delegado de Espasa-Calpe en Buenos Aires. Luego, con la llegada de los españoles a su exilio de 1936, algunas editoriales y librerías españolas se transformaron en casas argentinas y, a la vez se fundaron nuevas editoriales como Losada, Emecé, Sudamericana, Nova… De allí salieron los libros originales y, sobre todo, traducciones que llegaron a lugares de América tan remotos como Barranquilla según recuerda Gabriel García Márquez.

Sin embargo, la comunicación de los países hispanoamericanos entre sí era dificultosa y, uno de los proyectos de los exiliados españoles, era servir a la interrelación entre los diversos grupos y países. Así lo proclamaba, por ejemplo, desde su primer número la revista Correo Literario, en diciembre de 1943. Y ya lo venía haciendo Sur desde su fundación en 1931.

Paralelamente, en México, ya desde l933, Daniel Cosío Villegas había iniciado gestiones para que el representante de Espasa-Calpe propusiera una colección de economía. Luego Cossío viajó a España e insistió en su gestión, pero esta no prosperó debido a intervención de Ortega y Gasset. Según la versión de Fernando de los Ríos, el filósofo español habría dicho: «El día en que los americanos tengan que ver en nuestra vida editorial y universitaria, ellas se convertirán en una merienda de negros».1

Fue, en cierto modo, un fracaso feliz porque el 3 de setiembre de 1934 inició sus actividades en México el Fondo de Cultura Económica. Poco después, con la llegada de los exiliados, la creación de la Casa de España en México y el Colegio de México, las ediciones tomaron gran impulso y las colecciones se multiplicaron.

Pero pronto, hacia 1945-1949, los españoles se recuperaron y llegaron a publicar anualmente cuatro veces más que los mexicanos y más del doble que los argentinos, gracias al apoyo estatal que se manifestó en créditos y ventajas financieras para la producción y exportación.

Simultáneamente, la industria editorial argentina entra en un ciclo, más bien una serie de ciclos de dificultades económicas y financieras que culminan en los recientes procesos de fusión e internacionalización  de las empresas. Del futuro no puede haber conocimiento cierto, de modo que cualquier conclusión en este aspecto material de la producción de los libros, sería endeble.

Cabe, eso sí, hacer algunas otras calas en este aspecto de la comunicación textual.

Primero ¿cómo llega el lector común al conocimiento de la existencia de un determinado libro? Si de la Península se trata, la difusión está asegurada. Aunque el cambio monetario y los fletes encarecen de modo notablemente su precio. Si se trata de un libro publicado en Hispanoamérica, fuera del circuito de las grandes editoriales, la dificultad para obtenerlo suele ser casi tan grande como hace sesenta años.

Segundo, la aceleración del tiempo histórico, de la cual hablara alguna vez Guillermo de Torre, se ha intensificado de tal modo, que el promedio de permanencia de un libro determinado en las mesas y anaqueles de las librerías, no excede los tres meses.

Tercero, la escueta mención en Internet no suple la crítica en diarios y revistas que sirviera en el pasado para la orientación del lector. Este es, también, un grave problema para el crítico: ¿cuál es el  volumen elegido entre los cientos que llegan a los suplementos literarios o revistas? ¿Por qué éste y no aquél, entre los trece mil títulos que se publicaron el año pasado en la Argentina, más los libros extranjeros que aguardan en la mesa del crítico?

Estos son algunos de los problemas que conciernen a la difusión del libro. Más complejo aún es lo que se refiere a los cánones que pujan dentro de los diferentes niveles de la educación donde se forman desde lectores ilustrados a maestros y profesores de lectura. Paradójicamente, pese a la amplitud de la oferta y al poder de las políticas editoriales, el cono de luz se ha acotado y enfoca a pocos libros, generalmente a los que están de moda. La visión de conjunto que tuvieron los grandes críticos, desde Arturo Torres Rioseco, Luis Alberto Sánchez o Enrique Anderson Imbert, se ha estrechado debido al especialismo exigido por las teorías literarias que se suceden vertiginosamente.

La comunicación textual requiere competencia lectora del que recibe el libro y calidad y accesibilidad del producto, lo cual compromete a críticos, profesores, editores y libreros.

Pero contra los diagnósticos agoreros hoy se lee más que nunca. Los poderosos grupos editoriales se ensanchan e incorporan técnicas acordes con la expansión de un público potencial de más de cuatrocientos millones de hablantes. Y también perviven miles de pequeñas editoriales, algunas en nichos específicos, que luchan con los problemas de distribución, pero que, finalmente. llegan al lector. 

En la comunicación textual confiaron Sarmiento con su proyecto de bibliotecas populares de fines del siglo xix. O José Vasconcelos con su difusión de textos clásicos en la segunda década del siglo xx. Confiemos, además, en que ese componente cultural inspiró empresas que, al mismo tiempo fueron lucrativas, como la Colección Universal de Espasa-Calpe desde España, y las colecciones Austral, también de esa editorial, y la Contemporánea de Losada, desde Buenos Aires, a finales de la década de los treinta. Allí estaban Pedro Henríquez Ureña, Guillermo de Torre, Amado Alonso, Francisco Ayala, entre otros.

Estos Congresos de la Lengua, el de Zacatecas, foco del primer mestizaje; el de Valladolid, en el corazón idiomático de Castilla; éste de Rosario, zona del segundo mestizaje con los inmigrantes, constituyen sobresalientes espacios simbólicos, propicios para que desde ellos irradie y se robustezca esta comunicación textual entre nuestras patrias de la lengua, la de Cervantes y la de Borges, donde habitamos más de cuatrocientos millones de hablantes y, potencialmente, muchos millones de lectores.

Notas

  • 1. Enrique Krauze, Daniel Cosío Villegas; una biografía intelectual, México, Tusquets, 2001, p. 95.Volver