Los seres humanos estamos condenados a la soledad. Éste es uno de los descubrimientos más abrumadores que puede realizar un individuo: por más que nos esforcemos, por más que luchemos, siempre permaneceremos enclaustrados en el interior de nuestras pieles —o, llevando esta imagen a su extremo, de nuestras neuronas—, aislados para siempre de nuestros semejantes, condenados a desaparecer al cabo de un tiempo no muy largo. Ante la imposibilidad de penetrar en otro —de ser otro—, no tenemos más remedio que valernos de las herramientas que nuestra especie ha desarrollado a lo largo de los últimos milenios para paliar o disimular estas desgracias: el sexo, el lenguaje y la imaginación. La cópula nos permite integramos en el cuerpo de otro y prolongar la existencia de nuestros genes; el lenguaje hace posible intercambiar información con los demás y extender la vida de nuestros pensamientos; y, por último, la imaginación nos hace creer que somos capaces de comprender los grandes misterios del universo y de introducirnos en las mentes ajenas.
Este Congreso no es el sitio más adecuado para glosar las infinitas virtudes de la reproducción sexual, pero sí podemos concentrarnos en esos otros dos elementos que nos vuelven tan humanos. Dejando de lado las discusiones sobre si el lenguaje surgió a consecuencia del tamaño de nuestros cerebros o si por el contrario se halla inscrito en nuestro ADN, sin duda es constituye una de los mayores avances de la Naturaleza, y ha impulsado nuestra evolución a límites jamás alcanzados por otros seres vivos. Gracias al lenguaje, tenemos el poder de transmitir enormes cantidades de conocimiento sin depender exclusivamente del intercambio genético.
El Homo sapiens es la única especie que ha logrado convertir su cultura en su principal arma evolutiva. No es casual que, como escribió el gran zoólogo británico Richard Dawkins en El gen egoísta (1976), las ideas —a las cuales él ha bautizado como memes—, tengan un comportamiento tan similar al de los genes. Al igual que éstos, también buscan permanecer y reproducirse a toda costa, conquistando el mayor número posible de mentes, de acuerdo con las leyes de la selección natural; de modo que, mientras algunas logran adaptarse, otras terminan por extinguirse sin remedio.
Para que los memes pasen de un individuo a otro, se requiere que éstos posean un sistema de signos compartido —un código común, para emplear la expresión habitual—, es decir, una serie de representaciones convencionales. La lengua es, pues, una especie de sustancia primordial o caldo de cultivo donde flotan las ideas o, más bien, del único espacio donde éstas pueden nacer y prosperar. Sólo cuando un meme ha sido formulado a través de un signo —un sonido, un trazo, una palabra o una frase— puede introducirse en otra mente; una vez allí, se incuba y se desarrolla hasta el momento en que su huésped decide imitarla o modificada: en otras palabras, reproducirla. Sin embargo, lo más sorprendente es que el propio código es capaz de evolucionar y adaptarse —de autoorganizarse— independientemente de los deseos de sus creadores, como si se tratase de un organismo vivo.
Considerado desde este punto de vista, el español es un sistema complejo adaptativo como muchos otros, dotado de una amplia variedad de características formales —de normas ortográficas, fonéticas, gramaticales y sintácticas—, cuyo objetivo es permitir que las ideas expresadas por sus hablantes sean comprendidas por con el mayor grado de eficiencia posible. Desde su aparición hace más de mil años, el español ha demostrado su enorme capacidad de sobrevivir, adaptándose a gran variedad de lugares y medios, hasta convertirse en uno de los vehículos de transmisión del pensamiento más poderosos que hay sobre la Tierra.
Para lograr este éxito, el español se ha enfrentado frontalmente con otras lenguas —pensemos en el árabe y en numerosas lenguas indígenas de América, pero también en otras lenguas europeas modernas—, y asimismo ha aprendido de éstas, apropiándose de elementos que en principio podían resultar impropios o amenazantes. Si en nuestros días el español es hablado por más de cuatrocientos millones de personas, se debe a que sus hablantes han sabido combinar la defensa de sus principios básicos, por medio de reglas más o menos rígidas, con una gran flexibilidad a la hora de asimilar elementos extraños.
Y lo mismo ocurre con su literatura: a largos periodos de guerra sin cuartel contra influencias foráneas le han sucedido fecundas épocas de copia y adaptación —o mutación— de modelos extranjeros. A mi modo de ver, en este delicado equilibrio entre aislamiento y diálogo —entre soledad y comunión, para usar las palabras de Octavio Paz— se halla la medida de su éxito y, sobre todo, la clave de sus infinitas posibilidades futuras.
Si aceptamos que las distintas lenguas y literaturas suelen comportarse como organismos, debemos asumir que también se hallan sometidas a las reglas de la evolución y, por tanto, al principio de supervivencia del más apto. A lo largo de la historia de la humanidad han existido miles de lenguas y literaturas diversas, pero la mayor parte de ellas se ha extinguido o se encuentra hoy en proceso de extinción. Durante siglos, las diversas lenguas se han mantenido luchando unas contra otras, siguiendo el patrón impuesto por sus tribus, clanes o naciones, con el objetivo de conquistar el mayor número posible de hablantes.
De manera inevitable, cada lengua —y cada literatura— se haya en permanente disputa con todas las demás. Al ser limitado el número de lenguas que puede hablar cotidianamente una persona —o una sociedad—, esta batalla parece no tiene fin. Para tener posibilidades de triunfar sobre sus competidoras, las diversas lenguas y literaturas han tenido que aplicar a lo largo del tiempo dos estrategias contradictorias, de cuyo adecuado balance ha dependido su permanencia o su desaparición. Para usar la terminología del matemático John von Neumann, llamaremos cooperación y traición a cada una de estas tácticas.
Desde el principio de los tiempos, las diversas lenguas —y sus literaturas— han tenido oportunidad de pelear o dialogar entre sí. Igual que los seres vivos, éstas pueden aislarse de sus rivales, en busca de un imposible anhelo de pureza, o pueden intercambiar elementos y principios. A lo largo de la historia, las diversas lenguas y literaturas han empleado ambas estratagemas, bien imponiendo rígidos controles para evitar la «perniciosa influencia» del enemigo, bien sucumbiendo sin resistencia ante una fuerza superior. En el caso del español y su literatura, ambos sistemas se han mezclado una y otra vez; en ocasiones, nuestra lengua se ha considerado amenazada ante la preeminencia de otros idiomas —como sucede ahora con el inglés— y ha buscado multiplicar sus controles internos; otras veces, en cambio, se ha abierto de lleno a la influencia extranjera, como ocurrió con la literatura francesa en los siglos xviii y xix.
La explicación anterior es, por supuesto, incompleta. Como hemos dicho, la lengua y la literatura no se regulan desde un centro, pues se trata de sistemas complejos adaptativos capaces de organizarse a sí mismos poco a poco, por encima de quienes pretenden dirigir su destino. Por más disposiciones centrales que se busque imponerles, en la práctica los hablantes —y en especial los escritores— dependen de estímulos y condiciones tan variados que las normas siempre terminan estancadas detrás de los hechos. O, para decirlo de otro modo, el diálogo y la reclusión no son puestas en práctica por las lenguas y literaturas en cuanto tales, sino por individuos de carne y hueso que día con día hablan, escriben y se ponen de acuerdo entre sí. Vale la pena destacar, sin embargo, que el español ofrece un notable ejemplo de coherencia: pese a las desavenencias nacionales y las diferencias cada vez mayores entre quienes lo emplean, en el fondo nunca se ha roto un acuerdo mínimo entre sus hablantes: es por ello que nos encontramos hoy aquí, en Rosario, Argentina, discutiendo sobre estos temas sin que importe demasiado el país del que provengamos.
Una de las ideas más perniciosas y virulentas jamás inventadas por el hombre es el nacionalismo. Si bien el sentimiento de pertenencia a una comunidad surgió con el advenimiento mismo de nuestra especie —y se convirtió en una espléndida garantía de supervivencia—, la necesidad de diferenciarnos unos de otros no ha hecho sino limitar los intercambios entre los distintos individuos, grupos y naciones que conforman esa anhelada entelequia llamada humanidad.
Aunque ya desde la Edad Media se inició el proceso que dio lugar a los estados-nación modernos y, por tanto, a la adopción de las lenguas vernáculas como vínculo de unión entre sus habitantes —hasta bien avanzado el siglo xviii el latín continuó funcionado como lingua franca—, el nacionalismo tal como lo conocemos es un producto típico del siglo xix. Fue entonces cuando, como reacción a la vocación universal derivada de la Revolución francesa, el romanticismo buscó recuperar los valores autóctonos, insertándolos en un supuesto medioevo idealizado, y los utilizó como fundamento de la lucha por la supremacía entre las distintas potencias que prevaleció a lo largo de todo el siglo xx. En este violento escenario, tanto la lengua como la literatura, convertidas a partir de entonces en lenguas y literaturas nacionales, fueron utilizadas como feroces armas de combate.
De pronto, el aislamiento —la sobreprotección de los rasgos particulares— prevaleció por encima de las preferencias cosmopolitas, y de la noche a la mañana la lengua y la literatura de los países vecinos ya no fueron vistas con admiración o menosprecio, sino con auténtico temor. El ejemplo supremo de esta perversión se halla representado, desde luego, por el nazismo, el cual buscó transformar la cultura alemana —y en particular su lengua y su literatura— en una prueba de superioridad racial. Por desgracia, este caso no es único, sino que representa una tendencia que sigue vigente en nuestros días: la idea de que la lengua y la literatura de un país encarnan su «alma» o su «conciencia», y por lo tanto es necesario protegerlas contra cualquier amenaza extranjera, como si se tratase de valiosas especies en peligro.
Por razones históricas evidentes —reconozcámoslo: por la arrolladora victoria del español sobre las lenguas indígenas—, en Hispanoamérica la relación de la lengua con la identidad nacional ha resultado menos problemática que en Europa: en contra de la opinión de algunos críticos, en nuestros días muy pocos ponen en duda que el español es la lengua natural de la gran mayoría de los habitantes de la región, por más que numerosos grupos indígenas continúen expresándose en sus lenguas y dialectos. A diferencia de lo que ocurre en España, la cuestión sobre la identidad nacional en Hispanoamérica no ha tenido tanto que ver con la lengua como con la literatura.
Debemos recordar que la consolidación de las nuevas naciones hispanoamericanas coincide con la efervescencia del nacionalismo europeo. En cuanto cada una de ellas logró desprenderse de la metrópoli, sus políticos e intelectuales se consagraron a la tarea de descubrir —o, más bien, de inventar— una identidad nacional propia, lo más alejada posible de la española. En la mayor parte de los casos, las élites reafirmaron sus peculiaridades criollas, si bien en casos excepcionales, como el mexicano, prevaleció la recuperación del esplendor precolombino.
En todos los casos, el vehículo de expresión del nacionalismo triunfante fue la literatura. Tal como ocurría en Europa, los escritores y artistas locales se vieron obligados a fungir como constructores de sus respectivas patrias, sobre todo cuando éstas, contrariando el ideal bolivariano, se declaraban la guerra entre sí. En todos los países, el siglo xix fue sinónimo de batallas, enfrentamientos y rencores que perduran hasta nuestros días. Y en materia literaria sucedió lo mismo: a la tradicional pugna entre liberales y conservadores, se sumó un conflicto no menos cruento entre los intelectuales que defendían lo «local» y aquellos que aspiraban a lo «universal».
Si bien hubo polémicas similares en casi todas las naciones hispanoamericanas, usaré el caso mexicano como paradigma. Haciendo una grosera simplificación, puede decirse que uno de los mayores problemas de la cultura en México ha sido la constante disyuntiva entre dos rumbos aparentemente contrarios: mexicanidad y universalidad. Ya desde los años de la Colonia se había vuelto necesario encontrar un discurso capaz de forjar una esencia propia, opuesta tanto a las raíces prehispánicas como a la dominación peninsular. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo xix, mientras los intelectuales criollos se apropiaban de las ideas de la Ilustración, cuando la necesidad de forjar una identidad nacional requirió de manera urgente de la invención de una literatura propia, capaz de mostrar las diferencias específicas de lo mexicano.
A partir de la Independencia, pues, hubo en México dos bandos intelectuales contrapuestos: uno formado por quienes apostaban por un nacionalismo a ultranza, decidido a rescatar los valores auténticamente mexicanos, y otro integrado por quienes pensaban que la literatura mexicana sólo podría prosperar si se integraba a las grandes corrientes de la literatura universal. Tras el triunfo de la Revolución mexicana, la lucha entre los dos bandos se volvió todavía más violenta, al grado de exceder en numerosas ocasiones el mero terreno intelectual.
A partir de los años veinte, ambos grupos no hicieron sino exacerbar sus diferencias: por un lado estaban los nacionalistas, quienes se llamaban a sí mismos «viriles», y, por el otro, los cosmopolitas, a quienes los primeros tildaban de «afeminados», lo que da una idea bastante clara del sustrato de la disputa. Un poco después, los nacionalistas añadieron a su bagaje discursivo un nuevo componente: el marxismo. Con una peculiaridad: en vez de alentar el espíritu internacionalista enarbolado por los frentes populares de la época, tanto por el Partido Comunista Mexicano como el gobierno prefirieron decantarse por una apasionada defensa de «lo mexicano». Formando una insólita alianza, los intelectuales cercanos al PCM se aliaron con quienes se mantenían ligados al Estado revolucionario a fin de oponerse a los traidores «europeizantes», encabezados por el grupo de la revista Contemporáneos (y por sus antecesores directos, los miembros del Ateneo de la Juventud). Aislados, éstos no resistieron durante mucho tiempo la asonada de sus enemigos y terminaron por abandonar el país o por concentrarse en su propia obra.
Por fortuna, uno de sus miembros más brillantes, Jorge Cuesta, pudo revelar desde encones la falacia subyacente a la idea de cultura mexicana planteada por los «viriles»: el nacionalismo, al que tanto se aferraban sus contrincantes, era también, a fin de cuentas, una invención europea. Por desgracia, esta genial vuelta de tuerca no aplacó a sus enemigos, que no descansaron hasta verlo destruido, apoyados por los sectores más reaccionarios y conservadores del país.
Pese a los esfuerzos de Cuesta y sus amigos —y sobre todo, en años posteriores, al coraje de Octavio Paz—, la lucha entre estas dos tendencias no ha cesado hasta nuestros días. Aún hoy existen críticos en España y en todos los países latinoamericanos que deploran cualquier atisbo de «universalidad» en un escritor de la región que no se ocupa de profundizar en sus problemas locales. Una y otra vez se olvida que, si bien hay unos cuantos escritores de valía en el campo nacionalista, la mejor y más rica tradición literaria latinoamericana pertenece a quienes han defendido su universalidad, y para ello basta mencionar los nombres de Borges y Cortázar, de Reyes y Paz, de Rulfo y Onetti, de Vargas Llosa, Fuentes y García Márquez.
Y quizás valga la pena detenerse un momento en el caso de los escritores del Boom. En contra de los chatos nacionalismos que imperaban en cada uno de sus países, todos ellos se arriesgaron a reflexionar sobre los problemas o la historia de la región a partir de un diálogo constante e ininterrumpido con la literatura universal. Por ello, sus grandes obras, de Cien años de soledad a Terra nostra y de La casa verde a Rayuela, no sólo son certeras meditaciones sobre el carácter de América Latina, sino piezas de una rica y apabullante universalidad, tanto por sus procedimientos técnicos como por sus mayores influencias. Por desgracia, aunque su meta era derribar las murallas nacionalistas existentes en sus respectivos países, numerosos críticos y lectores se empeñaron en convertirlos en paradigmas únicos de «lo latinoamericano», pervirtiendo su vocación universal.
Como decía al principio de estas páginas, por encima de todo la literatura es un vehículo de conocimiento que nos permite romper la soledad que padecemos. Paradójicamente, el nacionalismo, a fuerza de querer unirnos sólo con quienes comparten nuestros mismos valores, termina por apartarnos forzosamente de los otros.
Para concluir, en nuestros días sigue habiendo escritores que se comportan como los constructores de la Muralla China: a todas horas se sienten amenazados por los bárbaros, edifican ladrillos con sus rasgos locales —como si éstos fueran siempre positivos— y esperan morir sepultados los mausoleos que ellos mismos han construido. Pero, por fortuna, también siguen existiendo escritores en lengua española que se parecen más a Marco Polo, y están dispuestos a arriesgar sus vidas con tal de superar todas las fronteras, de demostrar que para un escritor las fronteras no existen, y se lanzan a la aventura sin temor, decididos a llevar parte de sí mismos a los otros y de traer algo de los otros a sus hogares. Si la esencia de la literatura es el viaje, estos escritores son como navegantes: seres que se lanzan a explorar lo desconocido a fin de revelarnos la diversidad y la riqueza de lo humano.
Jorge Cuesta tenía razón: la obligación de mezclar literatura e identidad nacional sólo ha pervertido la literatura. Sin duda, existen grandes obras literarias que son consideradas por sus respectivos pueblos como fundadoras de su identidad lingüística -basta pensar en la Divina Comedia y el italiano, Shakespeare y el inglés, el Quijote y el español o Camões y el portugués—, pero ello no los convierte, ni los ha convertido nunca, en manifestaciones exclusivas de sus pueblos. A nosotros, hablantes de español, nos pertenecen tanto Lope de Vega como Keats, tanto Quevedo como Balzac, tanto Rulfo como Dostoievski, tanto García Márquez como Mann.
Cada escritor mantiene, sin duda, una relación privilegiada con su idioma; el principal trabajo del escritor se lleva a cabo allí, en esa pelea y esa pasión por el lenguaje. Ninguna traducción será capaz, nunca, de reflejar la enorme variedad de sutilezas y registros que existen en esta relación entre el escritor y su idioma. Pero, si en verdad queremos salir de nuestro encierro —si en verdad queremos salir de nosotros mismos y romper fronteras y murallas—, debemos aceptar que la mayor parte de las grandes obras literarias son traducibles, y que esas traducciones, por limitadas o defectuosas que sean, también forman parte de nosotros mismos, de nuestra identidad, de nuestra tradición y, a fin de cuentas, de nuestra lengua.
Dado que pocos de nosotros hemos sido premiados con el don de lenguas bíblico, la traducción constituye nuestra única posibilidad de adentrarnos en las mentes de quienes no hablan nuestro idioma. Si la literatura es ya la traducción de los pensamientos de un ser humano, la traducción es la prolongación natural de este ejercicio. Gracias a ellas, Petrarca, Goethe y Joyce también son escritores en lengua española. Por ello resulta tan absurdo que en los programas de Literatura Hispánica de las universidades no se estudie a estos autores: sólo podremos comprender verdaderamente a Cervantes si lo leemos al lado de Shakespeare o Rabelais, y sólo podremos aspirar a entendernos a nosotros mismos —o al menos a intentarlo legítimamente— si nos preocupamos por entender a los demás.
No quiero terminar este apartado, pues, sin realizar un encendido elogio de quienes se dedican a esta tarea: aunque no olvidemos de ellos, los traductores cumplen la función de los comerciantes antiguos: ellos nos permiten conocer y explorar otros mundos, otras culturas y otros individuos o, mejor aún, logran que otros individuos, mundos y culturas se vuelvan parte de esencial nosotros mismos.
Como una de las creaciones esenciales de nuestra especie, la literatura es una sola, sin importar la lengua en que es escrita. Cada lengua, como cada país, posee una tradición propia que es necesario cuidar y preservar —ese es, justamente, nuestro patrimonio como especie—, pero ello no quiere decir que podamos separar las distintas tradiciones en compartimientos estancos o que una de ellas se empeñe en prevalecer sobre las otras.
No demos olvidarlo: una lengua —cualquiera— es un medio. Sólo eso. Un medio que debemos apreciar, cultivar y desarrollar, no un símbolo de nuestra identidad ni una fortaleza que defender ni un valor supremo por el cual dar la vida. Ninguna lengua es mejor que otra: todas son partes esenciales de sus respectivas culturas —el centro de sus respectivas culturas—, pero no por ello debemos considerarlas intocables o sagradas. Y con la literatura pasa igual: toda la literatura es una creación humana y, en esa medida, pertenece a todos los seres humanos, sin importar la lengua en que haya sido escrita (o la raza o el sexo o la religión de su autor).
No cabe duda que la literatura en español es una de las más ricas y variadas del planeta, pero ello se debe, más que a sus normas intocables o a una organización central, a un acuerdo esencial entre sus hablantes —a su voluntad de seguirse comunicando sin demasiados problemas— y a su enorme capacidad de recibir influencias externas y de asimilarlas y variarlas en su propio beneficio. Entre más promiscua es una literatura —es decir, entre más contactos posee con otras literaturas— mayor es su capacidad de sobrevivir, sin que ello implique nada parecido a una pérdida de su identidad. Porque la identidad de la literatura española no existe: se forma y renueva día con día, en el permanente diálogo que mantiene con sus distintas variedades y, desde luego, con la literatura escrita en otras lenguas.
Para concluir estas reflexiones, vuelvo al tema inicial: los seres humanos estamos condenados a la soledad, y de ella sólo nos libran, por algunos instantes, el sexo, el lenguaje y la ficción. Acaso la relación que debemos tener con las demás lenguas y literaturas deba ser la misma que tenemos con nuestros semejantes: por más que amemos y nos preocupemos por nuestro propio cuerpo, es evidente que jamás lograremos sobrevivir ni perpetuarnos si no estamos dispuestos a unirnos, de manera esporádica o permanente, con otros cuerpos.