Quisiera desarrollar algunos conceptos referidos a la relación entre el cine y la literatura y que en otro plano podría definirse como la relación entre el gesto y la palabra.
Mi visión, desde luego, va ser parcial y particular. No soy ni un teórico. Ni un semiólogo, ni un escritor. Soy un director de cine, y como se sabe los directores de cine solemos, y en esto me incluyo, dudar de la existencia de todo aquello no se ve a través de la cámara.
La relación del cine con la literatura ha sido y sigue siendo conflictiva. Es un aspecto sin resolver. Es como si la literatura fuese siempre sospechosa, como una intrusa dentro del universo del cine.
Comenzando por la adaptación de grandes novelas, o best sellers, que en general no han producido grandes películas.
Lo que sucede es que el cine mueve mucha gente y mucho dinero es apostado a lo que en la cabeza tiene el director. Recuerdo en este momento esa maravillosa película 8 y 1/2 y el personaje interpretado por Mastroiani, perseguido por todo el mundo que quiere algún dato, alguna pista de lo que el director piensa realizar. Y a veces en la cabeza de un director no hay gran cosa hasta que comienza a desarrollarse el rodaje. Ni aun un guión detallado puede aproximarse a lo que finalmente va a ser un filme. Esto despierta mucha ansiedad en las compañías productoras que prefieren en muchos casos adaptar novelas con éxito editorial que ya han sido de eficacia probada. Con lo que la literatura pasa a ser algo así como la pista de prueba de la industria cinematográfica.
Pero es sabido que esa relación no es necesariamente simétrica: un éxito editorial no produce forzosamente un éxito cinematográfico.
En general la relación suele ser inversa y difícilmente se pueda encontrar un espectador que diga «es mucho mejor la película que el libro».
El ejemplo más contundente, en la lengua castellana, es, sin duda, el de García Márquez. ¿Qué escritor hay que sea más cinematográfico que García Márquez?
Y sin embargo, si bien no he visto todas, no recuerdo una buena película basada en un libro suyo. En general, las que he visto, son películas que se cobijan bajo el prestigio del autor pero que ni remotamente, llega al grado de magnificencia de sus escritos.
Uno piensa cómo García Márquez, tan profuso en imágenes en descripciones visuales apabullantes, no funcione en el cine.
Yo creo que es precisamente por eso, por su exuberancia visual. La palabra evoca mucho más que la imagen y ese es su fuerte. La palabra deja al lector enormes zonas para completar en su mente. La imagen es mucho más concreta, más pobre, en otros términos.
Una imagen de un pueblo de pescadores cartageneros, aun fotografiado maravillosamente, estará lejos de la eficacia de la descripción que el maestro colombiano hace de Macondo.
Hagamos un poco de historia.
Si miramos hacia atrás, hacia los comienzos de cine, descubriremos que el cine mudo, lejos de ser primitivo fue uno de los momentos de esplendor del nuevo arte.
Hacia fines de 1920, antes de advenimiento del sonido, el cine había llegado, a pesar de las enormes limitaciones técnica que tenía, a un desarrollo expresivo notable. Algunas cumbres del arte cinematográfico datan de esos años y aun hoy en día causan admiración.
Sorprende, además, que se haya desarrollado, como lenguaje en el término de no mayor al de dos décadas y media. Había alcanzado el cine un enorme poder evocativo de la imagen, en lo que hace a la elaboración del encuadre, la luz, el uso de los lentes, de la composición, los movimientos de cámara ya incipientes. Había alcanzado también un desarrollo extraordinario en el montaje, dinámico, audaz y conceptual que convertía al cine en un real lenguaje, que articulaba imágenes como el idioma articula las palabras. La archiconocida escena de la escalinata del Acorazado Potemkin, aun hoy en día es un material imprescindible para el análisis del montaje en cualquier escuela de cine. Es un montaje conceptual y libre al mismo tiempo de una creatividad notable.
Yo pienso que ese desarrollo del lenguaje cinematográfico estuvo en estrecha relación con una limitación: el no poder contar con palabras para narrar. La ausencia de la palabra, restringida a la aparición en algunos esporádicos carteles, fue el estimulante para que el arte cinematográfico se desarrollara en el terreno que le es propio: el montaje de imágenes.
Pero llegó el sonido, o sea, llegó la palabra y esa época dorada del cine abruptamente cesó. Los filmes se verbalizaron, se inundaron de palabras y la imagen se volvió simple y discursiva y el montaje estático.
Todo se explicaba, todo se decía.
Hubo de pasar bastantes años, décadas, para que el cine volviese a encontrar el camino perdido. Para que volviese a encontrar el valor del silencio, de las pausas, de las miradas. Yo diría, salvo algunas excepciones, hubo que esperar hasta las décadas de 1950 y 1960, en la que los grandes maestros convirtieron el cine en un lenguaje adulto.
En el proceso de construcción de una obra cinematográfica nos encontramos con el guión, que es, de alguna forma un estadio literario.
Literario en el sentido que está escrito y no porque piense que constituye un género literario. Es un estadio inevitable, porque no es posible ir de las ideas directamente a las imágenes y porque nos es solo posible tener las ideas en forma de palabras.
De cualquier manera, si bien el guión, es como un cromosoma y en él está contenido todo la información de lo que después puede llegar a ser el film, no cubre, ni remotamente todos los aspectos del film.
Yo tengo la sensación que siempre hay algo, algo esencial, que no termina de estar plasmado en la estructura del guión. Y que esa esencialidad no es reductibles a palabras.
Personalmente me gusta adosar al guión, cuando lo estoy haciendo, algunas fotos y algunas melodías, que después tengo presentes durante el rodaje. Como si esas imágenes y esa música me diesen en el proceso creativo algunos datos, de otra naturaleza, de una naturaleza no verbal. Siempre hago esto con la esperanza que una de esas fotos me trasmita o un clima de luz, o una cierta melancolía o un estado de espíritu que quiero que tenga una escena y que no puedo trasmitirlo a través de las palabras porque yo no soy escritor ni el guión, como decíamos antes, es un género literario.
En el mismo sentido le adjudico música a cada secuencia cuando las estoy pensando. Es probable que la mayoría de ellas no tengan música finalmente y si la tiene sea otra distinta. Pero adjudicarle una música es como poder materializar el sentimiento, el espíritu de una escena. Algo, insisto, irreductible a las palabras.
El guión cinematográfico es un material perecedero y no sobrevive al film, salvo, en algunas ediciones para especialistas o coleccionistas, que yo nunca entendí.
Una de las tradicionales controversias respecto al guión es si el director debe seguir paso a paso y meticulosamente las indicaciones del guionista o no. En otras palabras si debe trabajar con un guión de hierro o tener una relación más laxa con el mismo.
Por supuesto depende del proyecto. En los proyectos industriales no cabe otra que seguir paso a paso lo escrito en el guión. El rodaje suele limitarse a un mero trámite administrativo.
En otro tipo de proyecto, más relacionado con el cine de autor, hay directores que prefieren trabajar exhaustivamente el guión y luego seguir fielmente sus indicaciones y hay otros para los cuales el guión es simplemente un ayuda memoria, una guía y hacer un rodaje más libre y creativo.
Yo personalmente me incluyo en estos últimos.
Pero entiendo que, paradójicamente, cuanto más libre quiero que sea el rodaje, más elaborado debe estar el guión.
Se puede improvisar todo, menos la estructura narrativa.
Yo normalmente guardo el guión cuando comienzo la jornada de rodaje y suelo no darle a los actores —que en mi caso no son actores— letra alguna. Improviso todo, y lo reescribo ahí mismo, editando en una pequeña laptop el material que está siendo producido.
Pero eso es posible si tengo una estructura narrativa sólida. Soy conciente que lo único que no puedo improvisar es el sentido, la direccionalidad dramática que tiene la escena, con el todo. Para mí esa estructura es lo realmente importante del guión.
Yo hago una prueba, que creo que es una buena prueba, cuando me traen un guión para leer: leo primeramente la columna derecha, la de los diálogos y si entiendo todo lo que pasa entonces el guión no me interesa. Seguramente va a dar lugar a una película de las que estamos acostumbrados, de esas que se podría escuchar por radio y no se pierde nada.
Por supuesto no pienso que una película es mejor en la medida que prescinda de las palabras y se apoye en la imagen. Las palabras, las frases, el idioma forma parte de la realidad que es la materia prima del cine.
Sí estoy seguro de que prefiero un cine donde la palabra oculte más que revele, donde sugiera más que explique.
Siempre pienso que una escena se vuelve más intensa cuando no se habla de lo que importa, donde la palabra esté en función de la psicología y necesidades de los personajes y no del guionista.
Supongamos una situación tan transitada por el cine como lo es una de una separación. Ella ha decidido decirle a él que la relación no va más.
Puede la escena estar atiborrada de palabras, de reproches, de justificaciones, como el el cine suele ocurrir.
Pero es mucho más dramática e intensa si está llena de silencio, si se habla de otra cosa, de banalidades que ocultan y revelan al mismo tiempo la esencia del conflicto, el drama de cada personaje.
Lo importante, el drama que conlleva una separación es revelado por su ausencia. Entonces el espectador comienza a buscar algún indicio, a buscar las miradas. Y es ahí donde empieza a funcionar el verdadero lenguaje del cine, el esencial: el de los gestos.
Parafraseando aquel proverbio chino, podríamos decir que un gesto, una mirada, vale más que mil palabras.
A pesar del ser un arte narrativo a veces pienso que la gran deuda del cine es con la pintura, pero no por lo visual ni por su estética, sino por su retratística. El cine recoge, o debiera recoger, la gran herencia de los retratos de la pintura universal. Es el gesto la vía más importante en la comunicación del cine.
Se pueden leer varias biografías, las hay muchas, sobre la vida de Felipe IV y la decadencia de los Habsburgos. Pero todo eso es irreductible a la experiencia de ver en El Prado los seis retratos del rey hechos por Velázquez. A través de sus ojos, desde el porte y orgullo real de los primeros retratos hasta la resignada tristeza de su mirada nos damos cuenta, o es más, «vivimos» el drama profundo de ese rey y la decadencia de un imperio.