El barbarismo más difundido por mis lares caribeños, tiene nombre y apellido: «Llamar para atrás». Y mire que la lidia diaria con el inglés acarrea muchas desvirtuaciones del vernáculo —como se llama la lengua nativa—, muchas interferencias en la sintaxis —como se conoce la coordinación de las palabras en la oración—, y muchos desarreglos en la semántica —como se nombra el estudio del significado de las palabras—.
Un ejemplo de desvirtuación vernacular procede; al otro día de las elecciones generales, un tipejo de los que el pueblo castiga con el muy feo y muy vulgar mote de «muñeco de los siete culos», pues con cualquiera de los numerosos culos se arrellana en la silla de mando, expresó en un programa radial: «El pueblo se encuentra optimístico». Para este particular muñeco de los siete susodichos, lo mejor está por venir, en cuanto se filetee el presupuesto general se lo avanzará su antológico disparate. Y ¿cómo? Nombrándolo «asesorístico de alguna pendejadística como el bonito salario de tres mil manangas mensualítica». Optimístico circula poco en el habla portorriqueña, digamos que circula menos que postear (de post), fronte (de front), tofe (de taf), privada (de diprive), gufero (de Guf), troquero (de truck), paniquearse, y otros barbarismos similares enhebrantes del collar que, según los puristas en extremo, amenaza con estrangular el idioma español.
El estrangulamiento no pasa de ser la amenaza de un perro que ladra y que no muerde; un idioma acaudalado e histórico como el español se recrea en la flexibilidad y esta flexibilidad lo faculta para ampliar el vocabulario mediante la digestión de los extranjerismos. El descarte de las voces responde a las necesidades de la expresión contemporánea y la pronta acogida a las voces pasajeras refrescan la coloquialidad.
Unos ejemplos portorriqueños de estas proceden de inmediato: durante los años cincuenta, la apalabra chuchín se usó para cualificar lo que fuera agradable y simpático: «Está chuchín (bonito, guapo)», «¡Qué chuchín (guapo) te ves». Durante los 60 chuchín fue sepultada por plante que significaba ‘pretendiente’ o ‘pestillo’: «Se ha buscado un plante precioso». Las ideas que chuchín y plante transmitían resucitaron las palabras chévere y jevo, después, a finales de los años 70. La palabra nítido y la palabra chévere se hermanaron: «Te ves nítido». A principios de los años 80, cuando se produjo el histórico colapso de la virginidad, detonaron las palabras chillo y chilla.
¿Por qué decir chuchín a lo que se tiene por grato? ¿Por qué llamar plante a la conquista enamoratriz? ¿Por qué tratar de chillo y de chilla a los participes de una relación que activa la saliva impiadosa del chisme? Nadie lo sabe, como sucede en el amor, como acontece en la pasión, son infinitas las ocasiones en que el idioma obedece a la arbitrariedad.
Pero resumamos antes de seguir sumando: los barbarismos como optimístico empobrecen el idioma pero no lo amenazan realmente; en cambio, si lo empobrecen y lo amenazan los calcos anglicistas y las interferencias sintácticas que circulan sin el grillete electrónico. Piénsese en el barbarismo más difundido por mis lares caribeños: «—Que le llame para atrás». Es la infame traducción del enunciado inglés «To call him back». Son muchas las equivalencias apropiadas que dirían en el español y sin rebuscar dichos barbarismos, pienso en: «—Que le conteste la llamada», «—Que le devuelva la llamada»; pienso en: «—Que espera en su respuesta»; pienso en: «—Que no se olvide de llamarlo»; pienso en: «—Que le responda la llamada»; pienso sencillamente en: «—Que lo llame». No debe extrañar el acogimiento que ha tenido la expresión «llamar para atrás» por estos lares donde el invento del señor Graham Bell incordia más que beneficia.
El uso del teléfono se ha convertido en una de nuestras adicciones apremiantes, además de inflamar la cuerdas vocales y congestionar las líneas de la inteligencia, el uso excesivo del teléfono acaba por neurotizar. Como toda neurosis, la telefonitis tiene su ciclo de crisis; la crisis de la telefonitis la expresa la celularitis: «Te llamo para atrás en cuanto se acabe la misa», «Que me llame para atrás cuando Igor vate», «Dile que lo llamo para atrás cuando dé Del cuerpo». Tanto en el sagrado recinto eclesiástico como en el profano recinto inodoril acechan los fatídicos diablillos sonantes del teléfono celular, el aparato que para unos simboliza la ostentación y la modernidad, para otros instrumenta una medida preventiva contra los estragos de la delincuencia, y para otros constituye el remedio que combate la peor de las enfermedades: la soledad. Sin embargo, y porque así lo asegura su dimensión de vidriera rodante, será en el automóvil donde llame más la atención el uso abusador del teléfono celular. Antológicas son las maniobras automotrices que incurren las mujeres para sacarse las cejas, pintarse los labios, rehacer el maquillaje que se corre, obedecer el aviso de la luz roja dar paso a los peatones, evitar al motociclista que amenaza chocarle una puerta, y sostener cinco o diez conversaciones por conducto del teléfono celular; antológicas son la maniobras automotrices en que incurren los hombres para afeitarse frente al retrovisor, extraerse la basura de la nariz con el pañuelo, gargarizar algún antiséptico contra el mal hálito, comerse una luz amarilla, cruzar de un carril a otro sin activar las luces direccionales y sostener diez o quince conversaciones por conducto del teléfono celular. Escribo teléfono celular pero puedo escribir teléfono móvil, teléfono digital, teléfono de teclado, teléfono de vipear, teléfono multilineal… También puedo tomar prestadas las suavizaciones del eufemismo y escribir: aparato de jorobar la paciencia.
Existe el teléfono multilineal; sí, existe. Los pacientes de telefonía de celulitis terminal pagan por teléfonos de varias líneas, les permite interrumpir una conversación y empezar otra, discontinuar la segunda y continuar con la primera, empezar una tercera y retrazar la primera, recomenzar la segunda y posteriormente posponer la tercera, el orden sucesivo el primer conversante queda en suspenso, el segundo queda entre paréntesis y el tercero queda en remojo. De súbito la conversación tercera reverdece y la conversación primera y la conversación segunda se marchitan. El marchitamiento lo confirman el adiós rápido con el que se despacha al primer conversante y se despacha al segundo; «Permíteme llamarte para atrás mañana». Como sucede en el amor, como acontece en la pasión, como ocurre en el idioma, son infinitas las ocasiones en que la poesía obedece a la arbitrariedad. Por eso el disparate, «permíteme llamar para atrás mañana», resuena como un verso en que el tiempo se fantasmagoriza, un verso escrito por el dolor de quien lleva sembrada entre ceja y ceja a la novia de la niñez, ahora casadísima y henchida de felicidad junto al marido.
El versificado disparate «permíteme llamarte para atrás mañana» supone la forma delicada de incurrir en la nostalgia del futuro. Por darse la satisfacción de subvertir el idioma hasta volar los techos, los urgidos a llamar para atrás deberían comenzar a llamar para adelante, así con una respuesta, guarazona y optimista se coloca en la perspectiva del humor crítico.
He ahí el barbarismo más difundido por estos lares caribeños y junto a él, los disparates restantes a cuyo cometimiento empuja la lidia centenaria de los portorriqueños con el idioma inglés: estoqueado, crackearse, jocear y claro está, el barbarismo optimístico que le merecerá una pensión jugosa al moñojístico de los sietísticos culísticos.