Violencia y comunicación verbal en el cine y la televisión argentinosEduardo Romano
Universidad de Buenos Aires (Argentina)

Desde la última posguerra, América latina está sufriendo imposiciones financieras que condenan a su población más humilde a una mayor pauperización y a una franca caída en la marginalidad. Tal fenómeno ha sido registrado por el cine, desde Los olvidados (1956) del mexicano Luis Buñuel, quien señaló algunos aspectos del problema que hasta hoy tienen vigencia. Su repercusión comenzó a advertirse en el cine argentino desde El perseguidor (1958) de Torre-Nilsson, aunque otros directores eludieran de diversas maneras el conflicto.

Crónica de un niño solo (1965) profundizó esos planteos, desde nuevas perspectivas, al mismo tiempo que la televisión, que en esos momentos alcanzaba efectivamente alcance masivo, se aferraba a imágenes tradicionales de la familia (La nena, La familia Falcón) que no abandonaría hasta hoy, salvo algunas excepciones aisladas. La prolongada dictadura (1966-1973) interrumpió la continuidad de esa búsqueda y, entre 1973-1976, predominaron películas que alentaban la esperanza de una revolución social liberadora.

Tras una nueva y más sangrienta dictadura (1976-1983), los jóvenes cineastas retomaron aquellos intentos de representación del otro (de clase) con una mayor preocupación por reconstruir la jerga juvenil y marginal como un ingrediente decisivo de la diégesis fílmica, según puede apreciarse en Pizza, birra, faso y El polaquito (2000).

El lenguaje cotidiano, especialmente de los jóvenes y sobre todo de los adolescentes, se caracteriza hoy, al menos en la Argentina, por una notoria agresividad, una violencia que recurre al insulto, casi permanentemente. Si hermano era un apelativo frecuente entre amigos, sobre todo en las provincias, mientras el che imperaba en Buenos Aires, actualmente boludo o su apócope bolú es lo que más se oye en una conversación entre miembros de aquellas franjas etarias.

Tal violencia, que alcanza otras manifestaciones en el cine o la televisión actuales, aparece como equivalente verbal de un deterioro extesible a toda la sociedad latinoamericana y que se ha profundizado desde la última posguerra, los acuerdos de Bretón Woods y la sujeción del continente a la usura internacional. Los efectos de desigualdad, miseria y marginación crecientes, han repercutido sobre la situación sociocultural de la región y sobre sus medios de comunicación.

Sin duda fue Los olvidados (Buñuel, 1956) el primer texto fílmico latinoamericano que señaló esa situación, aunque su alegato inicial, pronunciado sobre imágenes de diversas grandes ciudades, la explicaba como resultado de una «regla universal», seguramente para protegerse de posibles censuras, ya que su exhibición de los «niños maltratados, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes», en los suburbios de la ciudad de México, era francamente descarnada.

Me interesa señalar que en el filme, cuando los miembros de la pandilla juvenil hablan entre sí, lo hacen en forma caótica y entrecortada, prácticamente incomprensible para el espectador, pero no sucede otro tanto cuando dialogan por separado o con alguna persona mayor. Aquel repliegue parece autodefensivo respecto de unos adultos que los tratan sin mayor comprensión o afecto, cuando no con violencia.

Pero hay otras dos actitudes más significativas: la del músico ciego, admirador de los tiempos «ordenados» de don Porfirio Díaz y del cual la pandilla se había vengado con crueldad, cuando celebra al final las muertes de Pedro y del Jaivo, aunque preferiría que «los mataran antes de nacer», y la del Director de la Escuela-granja que le explica a su ayudante cuáles serían los mejores métodos para recuperar a los muchachitos internados.

Si la primera tiene descendencia, por ejemplo en el cínico narrador de la novela La virgen de los sicarios (1994) del colombiano Fernando Vallejo, reiterados y aun acentuados por la versión fílmica (Schroeder), la otra voz no volverá a oírse o aparecerá reconvertida en la de algún funcionario venal, corrupto, integrado a un aparato estatal que ha dejado de servir a la comunidad y, por lo contrario, participa y se beneficia de los abusos cometidos contra los más humildes, en especial si son menores.

Me detengo en un rasgo que también se irá intensificando: el Jaivo ni siquiera conoció a sus padres y la madre de Pedro, viuda con tres hijos pequeños, tiene contra aquél, su hijo mayor, el resentimiento de haberlo concebido a los catorce años como resultado de una violación. La desarticulación familiar desempeña un rol clave en el deterioro de un lenguaje común, pues fue siempre ésa la institución socializadora por excelencia.

En ese sentido, cabe acotar que si el cine comienza con Los olvidados a hacerse cargo de la reconversión neocolonial, simultáneamente se instalan en el continente los primeros canales televisivos. Para limitarme al caso argentino, el que mejor conozco, propongo la hipótesis de que la programación del nuevo medio liberó al cine de prejuicios y convenciones en la medida en que se hacía depositaria de los mismos y conservaba una representación convencional —y cómplice— de la sociedad en que se insertaba.

Leopoldo Torre Nilsson filma El secuestrador (1958) en un contexto muy particular: el de la llamada «resistencia peronista» de los obreros que no se resignaban a perder ciertas conquistas conseguidas hasta 1955 pese a la represión desatada desde el Estado contra ellos. Y asume un compromiso similar al de Buñuel, si se lo compara con algún filme coetáneo (Detrás de un largo muro, Demare, 1958), para cuyo argumento el deterioro comunitario o la violencia son superables (la campesina seducida por un matón en Villa Jardín, adonde llegara cautivada por los buenos sueldos industriales, viaja finalmente en busca del muchacho honesto que la espera en un pueblo de la provincia de Buenos Aires) y las marcas lingüísticas que separan rural de orillero ni siquiera están contempladas para la diégesis.

En La patota (Tinayre, 1960) los patoteros manejan un lenguaje estándar apenas sembrado de vulgarismos («andás mal del marote», «si se aviva, chau pinela», «Ahí la tenés con un punto», «tener programas», etc.) que, en todo caso, difiere de las clases puramente expositivas y engoladas de la profesora de filosofía, una recién egresada de clase alta que no vacila en dar clases nocturnas en un barrio aledaño.

Tres de sus alumnos, que ya habían cometido algún otro abuso sexual con una vecina, se complotan para violarla, pero luego evitan que se suicide, al saberse embarazada. Ella, que sufre la frialdad de un padre rígido, apegado a costumbres —entre otras, el habla— arcaicas, no vacila en llegar hasta el conventillo donde habita uno de esos muchachones, operario de un taller mecánico, para aconsejarle que no deja la escuela, porque es su posibilidad de ascenso social. Al enterarse de que está fuera de peligro, tras un aborto natural, el mismo personaje exclama, en el final: «¡Qué flor de lección nos dio la maestra! ¡No la vamos a olvidar en la vida!»

Frente a esas falacias y pruritos disimuladores, El secuestrador, al margen de ciertas truculencias a las que era muy afecta la novelista Beatriz Guido, autora del guión, no adopta gestos complacientes. Ciertos diálogos entre los miembros de la pandilla (el cabecilla tiene 16 y sus secuaces 12, 10 y 8, además de cargar a un bebé del que su madre, borracha, no se hace cargo) son inextricables para el espectador, como sucedía en Buñuel, y simbolizan que la transparencia social está en crisis.

Es notable que el crítico cinematográfico Calki haya reparado en ese aspecto cuando comentó la película y que la calificara como «un film importante, verdadero acometedor de prejuicios», precisamente porque se anima a «reproducir su lenguaje olvidado—sobre todo en el cine—«lo cual es una temeridad (…) no sólo dentro del orden local, sino internacional» (El Mundo, 28 de noviembre de 1958).

Junto con el mito de la comunicabilidad irrestricta cae asimismo el de la pureza infantil y los esfuerzos de Beto por tener novia y amarla «normalmente», al margen de las raterías que comete para sobrevivir, son destrozados por un entorno siniestro: el mismo sepulturero que le facilita un depósito para que intime con su novia, le pasa el dato a otros dos colegas más jóvenes que sorprenden a la pareja, golpean a Beto y violan a la muchacha.

El juicio anterior de Calki se confirma cuando un actor hasta cierto punto rescatado de la marginalidad por Torre-Nilsson, Leonardo Favio, quien ya había filmado un cortometraje, se atreve a narrar la Crónica de un niño solo (1965). Y lo hace en un momento clave, de mucha agitación social y planes de lucha sindicales contra el gobierno vacilante del Dr. Arturo Illia (1963-1965).

Basta comparar su película con Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959), de la cual cierta crítica la consideró deudora, para entender mejor el abismo existente entre la baja clase media francesa y un niño villero del gran Buenos Aires. Favio acierta, además, en algunos de los aspectos que ahora más me interesan. Primero, al concederle papel protagónico al silencio (algo aprendido, al parecer, en Robert Bresson) durante largos pasajes, hasta que se vuelve un síntoma de incomunicación.

Segundo, al mostrar que, en ciertos momentos de su soledad, Polín canturrea seguramente lo que ha oído a través de la radio y en inglés, un idioma que, obviamente, desconoce. Esa imagen donde es hablado por la palabra de otro en momentos introspectivos, transmite un grado de enajenación extrema, el mismo de la sociedad en que se debate. Por ejemplo sin vínculos familiares precisos: cuando huye del reformatorio a la casilla del barrio de emergencia, su madre y otra voz masculina que reclama silencio para poder dormir no son más que eso, voces que no lo contienen ni amparan.

El «niño solo de Favio está lejos de la ingenuidad que la buena conciencia del espectador espera» y «carece de todo candor» (Oubiña-Aguilar, 1993, 22), por lo cual los últimos resabios de la mitología infantil anterior quedan definitivamente sepultados. No puede evitar que abusen sexualmente de su amigo, ni interesar demasiado a Fabián, ocupado como está en sus tareas de cafishio. Por eso busca calor en el contacto corporal con el caballo del coche de plaza de Fabián y su afán por llevarlo a comer pasto fresco lo hace caer en manos de un policía que lo detiene.

Vale la pena intercalar aquí una referencia a la televisión que en ese momento, a mediados de la década del 60, comenzaba verdaderamente su despegue masivo. Si revisamos su programación, tropezamos con muchas comedias familiares que alentaban en el público medio la ilusión de que todo seguía igual y de que el país estaba «en vías de desarrollo», según el rótulo falaz de los organismos financieros internacionales que el desarrollismo criollo había adoptado.

«El teatro tiene cara de mujer fue por lejos el teleteatro con mayor audiencia y entre las comedias La nena y Mis hijos y yo fueron las elegidas por el público» (Nielsen, 2001, 143). Pero además La familia Falcón (canal 13) o Los Pérez García (canal 11), que provenían de la radio y de la década del 40, alimentaban la imagen tradicional de familias incluyentes, similares a las de los telespectadores privilegiados que se veían reflejados en ese espejo.

En cuanto a aquel famoso teleteatro de Nené Cascallar, que duró hasta fines de los 60, respetaba todos los valores, actitudes corporales y nivel lingüístico recatado de una Argentina ya inexistente o limitada a quienes trataban de conservar aquel mundo pasado por lo menos de puertas adentro. De todos modos, esa televisión previa al golpe de 1966 exhibía algunos programas por lo menos parcialmente innovadores, como Historias de jóvenes (canal 7, estatal), en que David Stivel dirigía libretos de promisorios dramaturgos argentinos (Roberto Cossa, Osvaldo Dragún, Germán Rozenmacher, etc.).

La dictadura del general Onganía, que combinó una pacata moralina con la apertura irrestricta de la economía a las empresas multinacionales, redundó en que los grupos más inquietos se limitaran a plantear «casos» jurídicos y patológicos (la serie Cosa juzgada, que el 11 emitía los martes a las 22 horas), a que reaparecieran las viejas historias de inmigrantes (Nuestra galleguita, Muchacha italiana viene a casarse) o se viera a una provinciana seducida que era capaz de convertirse en gran empresaria de la moda (Solamente María de Celia Alcántara).

La primavera insurgente de comienzos de la década del 70 fue acompañada por un cine de revisión histórica (Quebracho, La Patagonia rebelde) o al servicio de la militancia (el grupo de Cine Liberación encabezado por Solanas y Gettino) que se desvió hacia otros derroteros. En televisión, los teleteatros —una vez superado el horario de la tarde para «amas de casa»— y el humor figuran entre los programas más interesantes y Migré logra un gran éxito con Rolando Rivas, taxista, aproximación entre ese personaje y una joven de alta burguesía que no involucra demasiado sus identidades lingüísticas.

Sólo después de la cruenta dictadura instaurada en 1976 y a consecuencia de los planes neoliberales inaugurados por Martínez de Hoz y profundizados más tarde, en especial durante el gobierno de Carlos Menem, el proceso de exclusión y marginamiento social alcanzaría cifras alarmantes que no sólo se registraban en la Argentina. Por eso varias películas de las últimas décadas retoman aquella línea indagadora con un mayor margen de registro para las voces anómicas.

La apertura y el desenlace de Pizza, birra, faso (Caetano-Stagnaro) reproduce mensajes del Comando Radioeléctrico de la Policía Federal con datos de delincuentes detenidos o abatidos y sirve de marco a una película que reitera motivos preexistentes: disgregación familiar, jóvenes que viven en una casa «ocupada» ilegalmente, padres golpeadores, policías que prefieren coimearlos a detenerlos, etc. Incluso la secuencia del ataque conjunto a la casa, para robarla es un nítido intertexto con Lo olvidados.

Pero, a diferencia de otras películas citadas, la preocupación por reconstruir una jerga juvenil y marginal verosímil ocupó un lugar destacado entre las preocupaciones de los directores. Ante eso, una reacción crítica fue señalar:

La decisión de hacer conocer a los actores, no profesionales ellos, durante tres meses antes del rodaje, se traduce en un argot naturalista (tal vez algo excedido en el uso del boludo que reemplaza invariablemente al che) que planta a unos chicos como lo que realmente son: pequeños delincuentes a la pesca de botines magros, instalados en el centro de una urbe hostil.

(Ravascchino, 1998)

Todavía, al parecer, el habla por momentos críptica del grupo, sobre todo cuando están todos juntos (los parlamentos entre el Cordobés y Sandra son, por lo contrario, absolutamente comprensibles), provoca molestias al intérprete periodístico, más allá de que el filme no cierre todos los caminos al futuro: Sandra consigue evadirse del círculo mortal y embarca finalmente rumbo a Montevideo para tener a su hijo.

Más cercana a la impecable película mexicana Amores perros (González Iñárritu), El Polaquito (Stagnaro), aparte de mostrar a unos padres que explotan a sus propios hijos o se agraden mutuamente, elimina toda palabra institucional diferenciada, como sucedía en muchas de las películas anteriores, porque policías y delincuentes integran organizaciones comunes o exigen una delación que nadie está dispuesto a realizar.

El informe policial sobre la muerte del Vieja, recurso ya empleado en Pizza, birra, faso, nos da la pauta de que el filme le ha devuelto su verdadera dimensión y volumen a algo que oímos a diario en los noticieros desde el lado legal de la sociedad y que nos avergüenza.

Si nos atenemos a unas declaraciones del director, tal vez hasta los modos de representación estén cambiando para el cine porque sólo los protagonistas de tanta degradación pueden verbalizar lo que viven y por eso eligió entre 1500 pibes visitados en las cárceles de menores a sus protagonistas:

«No quería trabajar con famosos —dice De Sanzo—, porque no conocen el lenguaje ni tienen las vivencias internalizadas que sí tienen ellos. Tenía que trabajar con un guión, pero necesitaba una cuota de improvisación. Debían tener el lenguaje instalado en el cuerpo».

Para terminar, agregaría que, desde el retorno a la democracia formal, la televisión actualizó el lenguaje de sus programas en una línea que parece provenir más de ciertos cómicos del café-concert, como Antonio Gasalla o Carlos Perciavale, que del viejo teatro de revistas, donde predominaba en todo caso algo más ingenioso, el doble sentido. De ahí la proliferación, que han asimilado otros programas, como los dedicados a chismes de la farándula, de insultos y puteadas, sin mayores eufemismos.

Las telecomedias, y sobre todo en horarios de gran audiencia, mantienen una fe incorruptible en que todavía la conciliación de clases es factible. Eso leo en la tira diaria más exitoso de este año, Los Roldán, cuya mayor transgresión pasa por lo inverosímil: un hombre tan experimentado como Emilio Uriarte de la Casa no es capaz de advertir algo obvio para todos los demás, que Laisa (por la Isabel) es un travesti.

De igual inverosimilitud resulta la suma de entrecruzamientos amorosos entre ambas familias, asentados en que las únicas barreras lingüísticas serias entre ellos son los vocablos extranjeros, el inglés y francés que manejan los de doble apellido, porque para todo el resto encuentran equivalentes sin muchas dificultades. La historia de Cenicienta siga vigente en los espacios ficticios de la pantalla chica, aunque periodistas supuestamente especializados sigan formulándose las mismas preguntas inconducentes de siempre acerca de si el programa es «¿reflejo de la realidad o mero espectáculo?» (Schetini-Scherer, 2004) cuando sólo apunta a pasemos entretenidos el rato de la cena y su secuencia digestiva.