La política de puertas abiertas que la Argentina practicó en materia de inmigración, se siguió, asimismo, en el campo del libro. Con éste procedimos, quizá atendiéndolo mucho más, como lo habíamos hecho con los inmigrantes. O sea que de la mano del flujo inmigratorio, pero como su polo opuesto, pues los hombres y mujeres que llegaban sólo traían una mínima o aun inexistente instrucción escolar, entraron obras escritas en otros idiomas. Y si el aluvión humano provino de Europa, también de Europa arribaron los libros que en su lengua original o traducidos por españoles se propusieron como lectura a los argentinos. Lo cual explica que hayamos leído —el sector dirigente y su rama universitaria— mucho de lo mejor que se escribió en distintas partes de Occidente.
Memorias de años idos y nuestra juventud inquieta y buceadora, dan amplio testimonio del carácter canónico con que fueron revestidas las creaciones culturales europeas. La Argentina ha sido, tradicionalmente, un país importador de literatura; ancha y profunda la brecha que separaba al receptor del proveedor. El ombligo cultural de una larga época, París, su lustre, sus mitos, su leyenda, pisaba fuerte entre nosotros. El afrancesamiento de los círculos de recursos y cultos era un punto fuera de discusión.
Sin embargo, no produjimos una literatura despersonalizada, sumisa o carente de autenticidad. Los modelos externos no ahogaron la fuerza de aquello que el nuevo país —porque éramos realmente jóvenes— debía construir con la palabra. Nuestra literatura se fue abriendo camino laboriosamente, trabajando lo propio, el ayer, el presente y el futuro de su tierra y de su gente, incluido el idioma, apremiante arena movediza, y deslumbrándose con la prosa y la poesía creadas y criadas por sociedades de añeja trayectoria.
Desde El matadero, de 1838, a los días que corren, los libros escritos por los argentinos expresan una pluralidad de versiones y visiones del país, de su historia mayor y menor —o aparentemente menor—, de sus perfiles idiomáticos, de sus sueños, rebeldías y fracasos, de su humorismo ingenuo o cruel, de su desorientación y su tristeza.
A partir de una realidad que él percibe —espacio, tiempo y gente que los habita—, el escritor imagina, inventa. La imaginación es inseparable de la memoria, la cual, a su vez, lo es de las raíces del que escribe, de las calles o los senderos de su infancia, del muchacho que va hacia el hombre y de la muchacha que va hacia la mujer, del mundo que transita, disfruta y padece. Ninguna obra parte de la nada. Todo lo contrario, su tema es la pulpa de lo que se yergue vivo o se desploma muerto. Sin olvidar el lenguaje, que es sustancia, medio y aun fin de su tarea.
Un país es una suma de regiones y un mosaico de geografías, paisajes, hablas, huellas, mitos, costumbres, ansiedades. El nuestro lo es. Una lengua común, que puede llamarse lengua argentina corriente, lo une. Pensar lo que el país ha escrito —su mejor, o más significativa, literatura— es pensar el país. Y primero sentirlo. Si escribir, según lo vive el narrador que soy, es sentir y pensar.
Nosotros, con las excepciones que se consideren necesarias, hablamos y escribimos un castellano argentinizado, entendible, sin renuncia alguna a los caracteres con que lo pintan las distintas regiones, en cualquier sitio del vasto territorio nacional. Hablamos y escribimos un castellano impregnado de modalidades que la vida fue inventando durante el diario respirar. El torrente de las existencias individuales y colectivas, con las asperezas e impurezas que ofrezca, es mucho más intenso que el fluir de los vocablos que ordenan los diccionarios. Aun cuando los diccionarios sean compañeros infaltables en el «todos los días, todos los días» que el escritor precisa y ama. Con un pie en la orilla de la lengua y el otro en la del habla, el escritor argentino avanza arriesgando el pellejo. Aventura y riesgo vitales, insoslayables, luminosos que se adicionan a la aventura y el riesgo nacidos con la idea creativa.
Tal como debe ser, también en el terreno del idioma la diversidad es ley no escrita. El habla es pura entonación y los registros de ésta son innumerables. Inevitablemente, el escritor que llamado por el habla la aborda, privilegia la audición. Oye, escucha, intenta grabar, para recrearla, el habla arracimada de la vereda —una de las madres del habla—, sus ritmos y maneras que más que adornar su espontaneidad, son materia prima. Si es cierto que la prosa narrativa no queda nunca terminada, la que con seguridad no lo está nunca, pienso, es la que ajusta con el espíritu del habla. El escritor es las páginas que ha escrito y éstas son, ni más ni menos, la expresión de su repertorio de exigencias personales. Pues bien: esas páginas tejidas con el habla podrían ser escritas infinitamente. Horizonte hermoso y terrible, y se lo dice y repite, pero así es.
De lo hasta aquí leído surge que la apertura hacia la universalidad fue una actitud espiritual e intelectual que acompañó el nacimiento y la consolidación de la Argentina moderna. Vivida por escritores que aspiraban a dejar atrás las fronteras del costumbrismo, muy sensibles, además, ante la presencia del realismo y del naturalismo que venían de Europa como viajeros de lujo, se reflejó paralelamente, y con inmensa fuerza, en los intereses y en el comportamiento del público, para el cual fue corto y fácil el paso a la exaltación de la literatura francesa y, aunque muy acotadamente, de la de otros países europeos. Al punto que Lugones pudo afirmar, hacia 1914, que los argentinos no compraban libros escritos por autores argentinos.
La universalidad, sin el soporte de lo particular, es una abstracción. En última instancia, es el lenguaje el que está situado, y éste, la lengua, es irrenunciable; porque eso somos. Y si eso somos en estos tiempos de globalización y sus derivados, debe cuestionarse y rechazarse el uso literario, sugerido e impuesto, del denominado castellano neutro, que constituye una agresión al alma del idioma y a las variantes que éste cultive.
Los escritores argentinos no hemos escrito como escribimos para demostrar, y demostrarnos, que somos argentinos. Hemos escrito, estamos escribiendo de cierto modo porque, dado que somos argentinos, no podemos escribir de otro. A la vez, ante la multiplicación de los contactos con literaturas extranjeras, no hemos elegido el confinamiento, el encierro, la reclusión. Sabemos que las literaturas se interrelacionan, que funcionan como vasos comunicantes y que así se nutren, ensanchan, reverdecen. Son deudoras las unas de las otras, y esta conducta de apertura sin prejuicios es un orgullo y no una renuncia ni un demérito. Ninguna literatura nacional que se respete y crea en sí misma, teme la presencia, tanto en el hemisferio del escritor como en el de los lectores, de mundos creativos de orígenes diferentes. Herencia que recibimos y con el mismo fervor transmitimos. Firme la certeza de que deuda no significa dependencia.
Yo suelo declarar, tiñendo levemente de humor la entonación, que vivo en la casa del idioma. Podría haberla utilizado, si la siento como una de las verdades que transporta mi sangre, para cerrar la exposición que el narrador ha escrito. Prefiero concluirla con las hondas palabras que nos dejó Pedro Salinas: abrazado a mi idioma como a incomparable bien.