Blas Matamoro

Experiencias de un emigranteBlas Matamoro
Director de Cuadernos Hispanoamericanos (España)

El paso de una lengua a otra en la obra de un escritor ha sido normal en ciertas épocas de la historia y excepcional en otras, pero siempre insistente en lo que se puede llamar, con vaga generosidad, experiencia literaria. En la Edad Media, por ejemplo, cuando no existían lenguas nacionales o apenas comenzaban a formarse, era corriente que cualquier letrado europeo escribiera en distintas lenguas, a partir de la lengua franca, que era el latín. La noción fuerte de que una literatura está ligada a una lengua y ésta a una entidad conmovedora pero incierta llamada nación, no es anterior al romanticismo.

La emigración, sea forzada por el exilio o menos forzada por otras circunstancias, ha dado lugar a este tipo de traducciones. A veces, pasar de una lengua a otra significó ampliar las posibilidades de difusión. Los escritores rumanos que adoptaron el francés, como Ionesco, Cioran o Eliade, aseguraron a sus textos un público mayor que el original. Nabokov aprendió a escribir en inglés para incorporarse a la literatura de los Estados Unidos, nada menos y al menos como prosista, ya que sus versos le salían siempre en ruso. Algo similar ocurre con los escritores magrebíes de la actualidad, que se afincan en París y se incorporan a la tradición literaria de Francia. Después de todo, Albert Camus era argelino y de madre española, y Saint-John Perse, criollo de las Antillas. Es poco probable que un paquistaní avecindado en Londres o un chino de Nueva York no acaben escribiendo en inglés o en eso que las editoriales europeas denominan, pintorescamente, «americano».

Hay también casos de escritores argentinos que se deslizaron de una lengua a otra. Bianciotti se ha convertido en un escritor francés, admitiendo que su radicación en Francia debe tener una correspondencia lingüística. Es un caso de renuncia a la extranjería. Distinto fue el ejemplo de Wilcock, que emigró a Italia, tradujo algunos de sus textos al italiano y luego escribió directamente en esta lengua, recuperando la que pertenecía a su familia materna. Aquí lo que hay, me parece, es la realización de la fantasía del antepasado, que fue a «hacer la América» para retornar como indiano a la tierra de origen.

En términos más amplios, un país como la Argentina, de fuerte composición inmigratoria y, en tiempos, de cultura letrada bilingüe con el francés, ofrece bastante materia prima, por decirlo así, al pasaje de lenguas. Si pensamos que nuestro escritor más notorio, Borges, tuvo una niñez anglófona y una adolescencia francófona aderezada por una autodidáctica alemana, podemos concluir que, para él, escribir en español fue una elección más que la supuesta fatalidad de las lenguas maternas. Hay casos, aunque no protagónicos, de escritores argentinos que escribieron en francés parte de sus textos, a veces traducidos por otros, como el ejemplo de Victoria Ocampo, o por ellos mismos, como Enrique Larreta. Conviene tener en cuenta que muchos escritores argentinos hablaban en español en la calle y la escuela, pero vivían en casas donde se hablaba otra lengua, fuera materna o adquirida. Es probable que Arlt escuchara en su hogar una mezcolanza de alemán y esloveno. Proveniente del entonces llamado Imperio Austrohúngaro, su familia estaba habituada a una escucha babélica de la que dan buen ejemplo tantos escritores que figuraban como súbditos de la corona bicéfala, léase Kafka, Meyrink, Canetti o Joseph Roth.

Ampliando aún más el panorama, hay que considerar la vasta nómina de los escritores judíos que se consideran tales. Actualmente existe el Estado de Israel con una lengua hebrea modernizada, pero durante siglos, al judío no asimilado le podía caber, como ha dicho alguien, la sospecha de estar escribiendo en una lengua extranjera, porque el hebreo bíblico le estaba vedado.

En esta línea corresponde situar a los escritores argentinos emigrados que adoptan la extranjería como identidad. El caso más eminente ha de ser Cortázar, que siguió escribiendo en castellano y en París, él que había nacido en Bruselas, o sea que era belga de Banfield y Devoto, aunque argentino de París, como el de los tangos. Su lengua literaria fue siempre el encarnizado castellano porteño de 1950, un espacio imaginario que continuó habitando y que lo protegía de los peligros del patois y de la conjetural aventura de ponerse a la cola de los escritores franceses aspirantes a un artículo en el Diccionario Larousse.

Traigo a colación el ejemplo de Cortázar porque tiene que ver con cierta opción del problema que nos convoca, esa misteriosa y terrorista palabra: la transversalidad cultural. Aclaro que me parece un pleonasmo de concepto porque entiendo que toda cultura es transversal en el sentido de estar en contacto y, por lo tanto, permeada, impregnada, de otras culturas. Toda cultura es mestiza y traducida y si no resiste a estas operaciones, es pobremente culta o francamente inculta, con lo que se deroga a sí misma.

Me refiero a los escritores argentinos que emigran dentro de su lengua. En los años setenta del siglo pasado, la nota dominante era el exilio político. Ahora hay, al menos en España, cierta emigración literaria promovida por el hecho de que desde España se está dando un fenómeno de concentración editorial fuerte, ya que prácticamente la edición está en manos de cuatro grupos en cuya periferia se instalan, a larga distancia, las editoriales medianas y pequeñas. Como estas casas absorben también a empresas de América Latina, publican en cada país a escritores locales pero no los de países vecinos de la misma lengua. La única manera de asegurarse una circulación continental es publicar en España, país de premios opíparos y promociones ruidosas, de grandes aparatos de fabricación libresca, una crítica complaciente y poco operativa, y un público relativamente escaso y sumiso.

En principio, parece que el desplazamiento transversal dentro de una lengua no plantea problemas a los escritores, pero afinando la percepción, aparece esa bella anomalía del lenguaje que llamamos literaturas y ahí, en ese punto anómalo, la singularidad de cada escritor, tan acusada como la de su propio cuerpo. En efecto, la literatura se hace a partir de una lengua pero con palabras incorporadas, corpóreas, corporales, con palabras que despiertan en cada cuerpo unas vivencias intransferibles que les otorgan vibraciones, ecos, consonancias con las que se producen, finalmente, sentidos. Podríamos decir que van de los sentidos al sentido. Un escritor dispone de un dialecto personal que no se puede disolver en el código de la lengua aunque sus componentes, aislados los unos de los otros, sí quepan en diccionarios o tratados de gramática y de sintaxis.

La solución Cortázar es la de los escritores que ahondan su diferencia idiomática y escriben en argentino a pesar de las distancias. Como dice Santiago Sylvester, el poeta salteño que vivió casi veinte años en Madrid, no sabe igual la palabra melocotón que la palabra durazno, aunque sus referentes sean los mismos. El ejemplo puede parecer trivial pero lo he puesto a prueba con amigos españoles. La papa andaluza o canaria es la patata castellana y nuestras arvejas son guisantes en Castilla y arvejos en Asturias. Un arvejo tiene color verde y sabor verde para un asturiano y el guisante es, para él, insípido e incoloro, una abstracción del vocabulario.

Un escritor que inventa palabras, como Gelman, se desplaza con cierta comodidad por las provincias del idioma. Hasta le resulta posible, y es su caso, descubrirse escribiendo en ladino, el castellano de los judíos expulsados por los Reyes Católicos en el siglo xv. Pero ¿qué hace Mario Benedetti cuando insiste en evocar los barrios de Montevideo? Si los describe con un vocabulario normalizado por los editores madrileños, el Parque Rodó se convierte en el Retiro y la Dieciocho de Julio, en la Gran Vía.

Particularmente interesante es el caso de los escritores argentinos que emigraron sin tener obra publicada en el país de origen, porque se encontraron con lo que podríamos llamar «obra argentina» que no era la continuación de una obra argentina ya entablada. Pienso en Ana Basualdo y en Horacio Vázquez Rial, en libros como Oldsmobile 62 y Frontera Sur. Basualdo sitúa sus relatos en los pueblos que están a orillas del Río de la Plata y al norte de Buenos Aires. Vázquez Rial cuenta en su novela la saga de emigrantes españoles que se afincan en la Argentina para retornar, tras un par de generaciones, al país de origen. Inevitablemente, estos libros están escritos en un castellano idiomáticamente argentino.

En lo personal me cabe señalar que sólo me siento cohibido en mi uso del español cuando debo escribir para un público determinado, ya que creo que la literatura se hace para un público indeterminado. Hablo de la literatura, no de la fabricación de textos y ruego que nadie confunda las categorías. Es de rigor que si se escribe para el periodismo, la radio, la televisión, el cine o el teatro, hay que hacerlo de modo que resulte fluida la comunicación, es decir a favor de lo que se suele llamar competencia lingüística del receptor.

Cuando alguien engaña por medio de un artilugio no mete el perro ni la mula sino que mete el pufo (aunque Tirso, en el siglo xvii, metía el perro y de ahí nuestra expresión). Si alguien no presta atención, cuidado con decir que no lleva el apunte. Y si cualquiera nos pesca la vuelta conviene decir que nos coge el tranquillo. No nos sacamos el saco, nos quitamos la chaqueta y el auto no se para en la próxima cuadra sino que el coche se detiene en la siguiente calle. Y así hasta comprobar cuánto nos une la lengua común.

Ha explicado y con razón Octavio Paz que España tiende a normalizar la lengua y América, a crear palabras. Es difícil hallar un escritor español que haya proliferado en vocabularios propios como César Vallejo, Vicente Huidobro u Oliverio Girondo. Lo hizo Valle-Inclán, no casualmente porque era gallego, secretamente bilingüe y muy interesado por las hablas americanas, según lo prueba en su Tirano Banderas y en su Sonata de estío. En el otro extremo se sitúan los directores editoriales y secretarios de redacción españoles que escudaron valientemente la lengua exportada con purismos y normalizaciones. En La Nación de Buenos Aires hubo un cómitre de aquellos, de apellido Bohigas (¿hay nadie más purista que un purista catalán?) empeñado en que a las mujeres que ejercían la prostitución se las llamara vulpejas o perendecas, de modo que los lectores debieran enterarse de las noticias de policía con el diccionario a mano.

La literatura es mestiza, corporal y fronteriza. No se puede hacer contra toda norma porque resulta ilegible y lo que busca cualquier texto es a un lector, aunque sea uno solo y de los buenos. Tampoco se puede hacer sólo con la norma, pues no hay en los códigos de la lengua solución alguna para empujar la palabra hacia el confín de lo indecible, que es cuando se tensa y se convierte en poética. Esta es la verdadera transversalidad del verbo, la que va de la ley a la excepción y de ésta a una nueva legalidad. Se trata de un proceso sin última palabra, el proceso de la palabra. Es un cuento, el cuento de nunca acabar.