Permítanme comenzar mis breves palabras con un recuerdo personal. Yo nací y me crié en un pueblo de Extremadura que hace frontera con Portugal. En aquellos tiempos, la frontera hervía de gente que iba y venía buscándose la vida: músicos, contrabandistas, curanderos, buhoneros, recoveros, zahoríes, segadores, vagabundos… Y en ese ir y venir se mezclaban las lenguas, como siempre ocurre en estos casos, y yo recuerdo a mucha gente que hablaba en una especie de síntesis babélica, una lengua donde el español ponía la letra y el portugués la música.
En mi bagaje léxico hay muchas palabras portuguesas que se españolizaban con un desenfado de lo más saludable.
Y no sólo las palabras: también los relatos orales, y las anécdotas, los decires y las canciones, las historias que se contaban al final de la jornada laboral, iban y venían. Historias que, como luego supe, llegaban a aquel pueblo fronterizo rebotando a través de los siglos y de los países y de las lenguas. Historias que a veces venían de la India, habían pasado por Persia, y de ahí al mundo árabe, y de ahí a España, y que luego Shakespeare, por ejemplo, había hecho suyas. La fierecilla domada, pongamos por caso.
Al fin y al cabo, ya sabemos que los grandes temas de la literatura forman un repertorio restringido: el amor, la muerte, el odio, la aventura, la soledad, el viaje, el poder…, y a partir de ahí se hacen infinitas variantes. Porque las grandes obsesiones del hombre no son muchas, y están globalizadas desde el principio de los tiempos. Somos mortales, estamos solos, y las lenguas son accidentes de esa tarea esencial que es vivir en un mundo donde apenas hay sitio para nuestros afanes de libertad, de justicia, de plenitud.
Las historias, las leyendas, se mezclan, se confunden, con una armonía y una coherencia orquestal que contradicen la maldición bíblica de Babel.
Y es que el hombre necesita soñar: necesita contar y que le cuenten. Y así como aprendemos la lengua materna sin darnos cuenta, y sin haber estudiado gramática, del mismo modo aprendemos a contar, a narrar. Somos fabuladores innatos. Gran parte de nuestra comunicación diaria se nos va en contar lo que hicimos ayer, lo que haremos mañana, lo que nos ocurrió un día de hace años o hace sólo un momento… O recordamos, o soñamos, que el recuerdo y el sueño son también formas de narración. Como Simbad, vivimos, y luego lo contamos, y diríase que hasta que no contamos lo vivido, no hemos acabado de vivir del todo. Necesitamos añadir a la realidad objetiva la realidad imaginaria. Como Simbad, vamos de la vida al cuento (primero vivimos y luego contamos), y como don Quijote, también a veces vamos del cuento a la vida (primero leemos y luego intentamos vivir lo leído). Y todo eso es vivir.
Y esa habladuría narrativa es una gran fuente de conocimiento. El relato es como un cofre, un estuche, donde guardamos pedazos de vida para poder trasmitirlos a las generaciones venideras. Así se atesoran las experiencias de la comunidad. Y esa inagotable fuente de conocimiento no es ya sólo patrimonio de la lengua o de un pueblo, sino de la humanidad toda. Cada lengua se apropia de esas historias y las adapta a su carácter y a su música.
Y eso ha ocurrido durante siglos. Historias, e ideas, que viajan en las alforjas de los peregrinos, en los fardos de los comerciantes, historias e ideas que se susurran en los caminos y en las plazas y que tantas veces han sabido filtrarse por el entramado de las censuras y las represiones de las tiranías como un hilo de agua fresca, como una promesa, como un modo de salvación personal y también a veces colectivo.
Yo recuerdo mi primera juventud (obviamente en la época franquista), cuando empecé a descubrir libros que a veces estaban prohibidos y a veces omitidos, libros que comprábamos y nos prestábamos unos a otros clandestinamente, y luego comentábamos, interpretábamos, comparábamos…, en fin, recuerdo que estábamos descubriendo un mundo nuevo, maravilloso e infinito.
De niños nos habían enseñado en la escuela que en el mundo había sólo siete maravillas, ni una más ni una menos. ¡A ver!, te preguntaban, ¿cuáles son las siete maravillas del mundo? Y uno tomaba carrerilla e iba enumerando: las Pirámides de Egipto, el Coloso de Rodas, los jardines de Semíramis… Y luego, de pronto, en los años 60, descubríamos una nueva maravilla, al lado de la cual las otras parecían apenas un juego de niños.
Dicho en otras palabras: desde la invención de la imprenta a nuestros días, el hombre ha creado un prodigioso laberinto del todo inextricable. Y ese laberinto es de papel. Y es que los libros, como las historias orales, se aluden unos a otros: se invocan, se refutan, se amplían, tienden entre sí puentes invisibles, hay pasadizos que comunican los libros de mi casa con los que ustedes tienen en las suyas, y también hay pasadizos en el tiempo, que unen nuestros libros con los que tuvieron y frecuentaron Goethe o Quevedo. Y todo eso ha creado una urdimbre de afinidades intelectuales y sentimentales, de sobreentendidos…, que nos dan a todos un inconfundible aire de familia.
Y es que muchas de las experiencias fundamentales del hombre moderno provienen inevitablemente de los libros. Y eso ocurre aun entre gente que apenas ha tratado con ellos, porque los libros flotan en el aire y se incorporan al sentir general, y forman parte de nuestro carácter y saber más de lo que creemos. Es como el oxígeno: podremos ignorar lo que es, e incluso que existe, pero lo respiramos.
Ahora bien: conviene recordar que las palabras no son inocentes. Don Quijote crea un mundo noble con palabras, pero recordemos también Otelo. Iago inventa con palabras una realidad imaginaria tan fuerte o más que la objetiva. Con palabras convierte a Desdémona en una ramera y desencadena así la tragedia. Otelo (como buen celoso) crea también su mundo de papel. Y con palabras se han creado también patrias imaginarias y se han justificado y se siguen justificando crímenes e incluso genocidios… Quien es dueño de las palabras, es dueño de la realidad. Recordemos a Octavio Paz: «No sabemos en dónde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro». Así que cuidemos las palabras y cuidémonos de ellas.
A la buena literatura le corresponde, entre otras, la tarea esencial de purificar las palabras cuyos significados se han ido gastando o corrompiendo. Y hoy vivimos en un mundo donde la creciente falta de independencia de los medios de comunicación, conlleva una creciente manipulación del lenguaje, y ya se sabe que apoderarse de las palabras es comenzar a apoderarse de la realidad.
Ya que los mandatarios y los dioses dialogan cada vez menos, hoy más que nunca es necesario que dialoguen las literaturas, porque no podemos permitir que nos roben las palabras, y con ellas la libertad y el pensamiento. Ése es, creo yo, un buen motivo de esperanza para seguir leyendo y escribiendo.
Muchas gracias por su atención.