Nunca me llamó la atención, o tal vez nunca lo advertí cuando era chico, en el período que va desde el más antiguo de mis recuerdos —una noche de una fiesta brillante de luces, en un salón lleno de personas hablando con pasión e intensidad— hasta el que podría ser el último en el pueblo —una mirada prolongada, al atardecer, desde la ventanilla de un tren en un vagón de segunda clase, dirigida al pueblo que estábamos dejando para siempre— que en mi familia se escribiera o, al menos, que tuviera alguna importancia hacerlo.
Estarían, sus miembros, ocupados con otras cosas o, en los momentos en que eso podía hacerse, más interesados en resolver, por vía oral, arduos asuntos de interés familiar. Por ahí, simplemente, escribir no era necesario, no formaba parte de ese conjunto de modos tan universales de resolver la relación con el tiempo que puede ser que tengan otras personas. Mi madre no lo hacía: mis más remotos recuerdos sólo la recuperan sobre una tela o una máquina, cosiendo ropa para sus hijos pero, además, detalle decisivo, no sabía escribir, como lo vine a saber después, en ninguno de los idiomas por los que había pasado o que le habían tocado en suerte. Tampoco la suya, mi abuela, que no porque ya estuviera ciega cuando yo empecé a tener conciencia de que estaba ahí y formaba parte de mi mundo, habría intentado o querido seguir esa vía de comunicación o de distracción, que escribir también lo es. No sabían y eso era todo, hay gente que vive así toda su vida, en santa ignorancia, pero en el caso de ambas debe haber una explicación porque, por lo demás, eran mujeres inteligentes, de réplicas rápidas y concisas y de reacciones positivas. La explicación reside en el origen, acerca del cual nunca en realidad pregunté nada sino hasta muchos años más tarde, cuando muy pocos o nadie me podían informar acerca de quién había sido el primero de la estirpe o de la familia ni de dónde llegó ni por qué fue a parar al remoto pueblo en el que ambas habían vivido hasta emigrar a la Argentina, con familias que habían estado ahí desde siempre —siglos supongo. Puedo imaginar, sin embargo, que todas esas preguntas tienen respuesta en la noción de migraciones ancestrales que transformaron la geografía europea, durante las cuales nadie debe haber sido consultado ni deseado ir al sitio en el que en algún momento recaló, todos debieron ser enviados, y recluidos, de una manera u otra, en esas aldeas en las que, además de muchas otras carencias, no debía haber habido escuelas; o si las había les estaban vedadas a las mujeres, las mujeres no tenían por qué aprender a leer o a escribir puesto que los hombres del colectivo judío lo hacían en los lóbregos escritorios de las sinagogas, no seguramente para intercambiar ideas o sentimientos o para informarse de lo que ocurría más allá de lo conocido sino sólo para celebrar la ajena grandeza del Señor sin nombre. Y ni hablar de escuelas rusas, no creo que en la Rusia en la que había durado el grupo que después fue mi familia hubiera existido un plan semejante al sarmientino, con sincera y visionaria preocupación por lograr una integración nacional de elementos humanos disímiles. Que eran considerados disímiles no hay duda pero ¿eran considerados humanos los judíos en la Rusia zarista?
Tal vez mis hermanos escribían, pero sin que se notara, por obligaciones o razones escolares, lo cual no es seriamente escribir: así debía ser porque uno de ellos, el mayor, que muy jovencito entró a trabajar en el correo y llegó a ser un orgulloso telegrafista, escribía en otra parte, no en la casa: había adquirido muy pronto una caligrafía aunque oficinesca muy bella, cursiva, perfecta, que posteriormente exhibía como un sello de personalidad y con la cual, después de escuchar con atención el repiqueteo del telégrafo, escribía los telegramas mediante lápices que llamábamos de «tinta», cuya virtud consistía en que sus trazos eran indelebles, tratar de borrar algún error producía manchas, del mismo modo que tratar de borrar trazos de tinta líquida. Nunca más he visto esa clase de lápices, supongo que ya no existen, que en mis manos eran un verdadero peligro, no en las de mi hermano, muy ducho en su manejo, había que ver y admirar cómo les sacaba punta.
Por otra parte, la atmósfera de la casa no predisponía a la escritura, así como tampoco el mobiliario: no puedo recordar en qué lugar, cuando empecé a ir a la escuela, yo hacía mis deberes, como se decía entonces, tal vez en la gran mesa del comedor, donde todos y cada uno hacían sus cosas, muy diversas; me queda claro, en cambio, que por las noches la familia se reunía en ese espacio cuadrangular al que llamo comedor pero que servía de cocina, sala de estar, también comedor y quizás dormitorio para alguno de mis hermanos, acaso para mí mismo, y que allí se hablaba, no podría decir de qué y no me lo reprocho, después de todo han pasado casi setenta años y las imágenes se hacen estáticas, las figuras inmóviles, por más que sigan conservando una entrañable luminosidad.
Allí, no puedo imaginar ningún otro lugar en esa casa helada, mi padre, que en ocasiones leía en voz alta para todos, escribiría, no como se podría entender ahora, para llevar un diario, como alguna vez imaginé que podía haberlo hecho en las últimas páginas, en blanco, del ejemplar de la Biblia que todavía conservo, como lo hacían los protestantes que en ese lugar anotaban todos los acontecimientos familiares o para, en un nivel más alto, hacer textos —si lo hubiera hecho habrían sido narraciones, que nunca hizo tampoco verbalmente, de sus desventuras desde que había salido de su casa materna en la remota Minsk hasta su llegada a Buenos Aires, en 1907— sino cartas que sin duda enviaba muy de tanto en tanto a sus parientes en Rusia y cuyas respuestas venían en sobres abultados, cargados de letras y de coloridos sellos postales: su corresponsal era su hermano menor que, según llegué a saber mucho después, era oficial en el Ejército Rojo, es probable que fuera un bolchevique, filiación o concepto que mi padre nunca comentó: ¿habría sido o querido ser él mismo comunista, antes de emigrar? Escribiría esas cartas en ruso o en idisch, no tengo modo de determinarlo, pero no en castellano, idioma y grafía que para su hermano debía ser extravagante aunque él, no obstante, lo conocía y lo manejaba, yo diría que medianamente bien para lo que podía necesitar, sobre todo en un lugar en el que muy pocos lo hablaban, como si vivir así de separados del país no fuera una anomalía: si alguien hubiera podido entrar en las casas y recorrer las calles del pueblo escuchando las conversaciones se habría creído en algún lugar de Europa, no en la misteriosa pampa argentina.
Puedo, aun entre las brumas de escenas tan lejanas, rehacer el marco de esos reducidos actos de escritura de mi padre: algo separado de los demás en esa habitación comunal —que yo recuerdo llena de luz pero que debía estar casi en penumbra, apenas clausuradas las sombras de la noche por una lamparilla mínima—, concentrado en su labor, midiendo las expresiones, pesando las informaciones, recorrería un papel con una lapicera que culminaba en una pluma de brillante acero, de las llamadas cucharita, en cuyo centro un ojo dejaba salir la tinta que el cuenco recogía, y que producía un ruido que entonces me parecía angustioso y desgarrador pero que ahora, a la distancia, se me figura que es un resumen, una síntesis o el zumo de una delicia perdida o una melodía que por debajo de las palabras va sosteniendo un sentido.
Lo único que me queda de su escritura es su firma estampada, quiero creer que solemnemente, en dos lugares emblemáticos para mí, en mi partida de nacimiento, ante el Jefe del Registro Civil, y en el boletín de calificaciones de mi cuarto grado, como legítima aceptación y hasta consagración de mensuales éxitos escolares que no hacían época pero que tampoco traían problemas («es un buen alumno», «debe mejorar su cuaderno», «es un excelente alumno» y así siguiendo, mes a mes). Esa firma aparece segura, los rasgos se echan hacia la derecha, el trazo es decidido, lo que prueba que sabía bien de qué se trataba cuando firmaba. Hay dos iniciales en la firma: la del nombre, una B, y la del apellido, una J; en la primera la columna parece haber comenzado arriba, de modo tal que el trazo hace abajo un recomienzo que permite dibujar el cuerpo principal de la letra y concluirla con un cierre en forma de broche rematado por un punto; en la segunda hay una especie de capitel que permitiría entender el pasaje fonético hacia la ye, que con frecuencia así se interpreta mi apellido, pero lo que más me llama la atención es la fuerza puesta en la t que está en el centro mismo de la firma: es un trazo cargado pero preciso que contrasta con la delgadez de las letras que siguen y que declinan en la ka final. ¿Qué estaría afirmando en esa cruz que es toda t? ¿Un orgullo, una convicción, un deseo de no ceder? En todo el trazado se pueden percibir, como indefinible persistencia de la memoria, restos de escritura cirílica, no hebraica, una marca semejante a un tatuaje que se quiere borrar pero que en su estar ahí, recordando que lo que se quiere olvidar no se puede recuperar, se convierte, en el trazo de la letra, en un objeto de absoluta separación. Miro alguna vez esa firma y reconozco, con dolor, que es en realidad lo único que me queda de mi padre, entre concreto y todo lo simbólico que puede ser una descarga de tinta sobre una letra, que hay en ello un llamado que no es advertencia, un evanescente toque que no puedo desarrollar porque murió muy joven, siendo yo todavía un niño que sintió su muerte como una rúbrica, el otro modo de una firma que miro a veces sin entender qué me significa pero que fue sin duda un escudo protector.
Por el contrario, tuve la mejor maestra que se podría tener para aprender otras cosas, no el sexo pero sí el amor. Durante la primera semana de mi asistencia a la escuela primaria, en lo que entonces se llamaba «primero inferior», conducido el primer día por mi madre, no se me pasaba por la cabeza que yo tuviera que copiar palotes ni recitar cosas como las que todos mis compañeros recitaban. Me recuerdo tranquilo, sin hacer caso, no apartado ni embriagado por un monólogo interior, diría más bien que indiferente a lo que significaba todo ese rumor del elemental aprendizaje. Estaba ahí, eso era un hecho, cómo no ir a la escuela, una cosa era ir a la escuela, esa obligación, y otra muy diferente encontrarle un sentido, pero nada en mi interior, ninguna ley, me obligaba a aprender nada. Al cabo de esa semana, mis hermanas empezaron a preocuparse, o tal vez nadie se preocupó demasiado, por sabiduría, darle tiempo al niño, o por irresponsabilidad o porque graves problemas los llevaban a desjerarquizar ese aspecto tan importante de la vida en familia; de esa neutralidad extraje una consecuencia que hoy juzgo equivocada: la de que leer y escribir era menos importante de lo que se cree y que era muy posible que ir a la escuela tuviera un alcance que yo bien podía pasar por alto.
Cuando esa semana había concluido y empezaba la segunda, la maestra se acercó a mí, puso su mano en mi cabeza, la acarició y yo sentí una especie de turbulencia que muchos años después entendí que correspondía a la aparición en mi primaria vida de eso que se suele designar como el amor, por más complicado y difícil que sea definirlo. Puedo decir, entonces, que me enamoré de esa mujer que ya no sé qué tan joven fuera, su caricia me despertó un sentimiento tan fuerte de emulación que en menos de una semana aprendí a leer y a escribir, intuyendo, quizás, que existen los exámenes del amor y que yo los estaba rindiendo por primera vez en mi vida, sin usar esa palabra, sin querer nada más que dar ocasión a que esa mano se posara, con esa deseada suavidad, en mi cabeza, y que la acariciara, deseando asimismo vagamente que prosiguiera con las caricias que, lo entendí con total claridad, no eran de la misma índole que las que me proporcionaban mis hermanas o mi madre. En una semana, digo, aprendí a leer y a escribir y no más de dos meses después, cuando comenzaba el otoño, fui a la biblioteca del pueblo y saqué un libro, era La cabaña del tío Tom, no recuerdo quién me lo indicó, y lo empecé a leer, con la tenacidad y la obstinación que marcaron toda mi vida de lector.
Ya no recuerdo qué más pasó durante ese primer año escolar en materia de aprendizaje ni si yo hablaba de mis novedosas sensaciones con mis compañeros, ni siquiera recuerdo quiénes eran; tampoco puedo rememorar el modo en que en casa se tomaba esta afición o entrega o rito, si con benevolencia o con indiferencia, como muchas otras cosas que suelen hacer los niños y que parecen muy naturales. De lo que sí conservo una imagen es de la maestra preparando a todos los niños para una fiesta de fin de año en la que probaría no sólo qué habían aprendido, cómo habían cambiado y qué eran capaces de hacer, triunfo de su apuesta inicial y básica, sino qué podía inventar para luchar contra el tedio pueblerino que debía ser mucho para una mujer tal vez joven, venida de otra parte y tal vez poco acostumbrada a la vida del campo. Nos hacía aprender unos versitos, nos paraba al frente de la clase para decirlos y todos se morían de vergüenza, tan poco preparados como estábamos a las cosas superiores del arte. Sin embargo, yo ensayaba el mío en casa y cuando lo decía frente a mis hermanos todos se reían de buena gana, como si yo estuviera haciendo un buen chiste. Tal vez no se estaban burlando de mí sino iniciándose en algo así como una elemental crítica literaria, de recepción quizás pero también ideológica pues cuando yo recitaba «Mi padre quiere que yo sea general / Mi tío que yo sea obispo» y proseguía con sucesivos deseos de triunfos sociales en una sociedad tan remota y ajena, para culminar con una declaración rutilante, «Pero yo lo que quiero ser es un gran señor confitero», se quedaban en lo que ahora puede designarse como «ilusión referencial», estaban atentos sólo al referente, tan extravagante para nuestra vida de inmigrantes y pueblerinos como las princesas para Rubén Darío, que no podían menos que reírse puesto que no podían discutir los propósitos de la maestra ni el énfasis que yo ponía en la recitación.
El hecho es que las clases de ese primer año terminaron y la fiesta de cierre tendría lugar en la tarde de un día de diciembre de 1934. En un gesto irresponsable, que me llena, siempre que se reproduce, de un invencible sentimiento de culpa, consideré que el acto escolar en el que debía actuar no era contradictorio con otras actividades que pudieran ejecutarse previamente. Hacía calor, el patio ardía y la casa no ofrecía ningún refugio de modo que fui a la calle y allí me encontré con algunos chicos; conmigo éramos cuatro. Decidimos jugar a la pelota en medio de la calle reseca, bajo el sol; nos fabricamos una de papel y armamos los sumarios equipos, dos contra dos; los más grandes, astutos, se reservaron los respectivos arcos y nos mandaron al frente a los más chicos; el partido debía comenzar tirando la pelota hacia arriba; así se hizo y al saltar al mismo tiempo la cabeza del otro chico me golpeó en la nariz de modo tan contundente que el partido se suspendió casi antes de empezar; la nariz me dolía a más no poder y comencé a sangrar y lo primero que pensé era que no podría ir a la fiesta y no recibiría de la maestra la caricia o el beso cuya esperanza me había hecho aceptar el ridículo de la recitación. No fue grave y ya en casa mi madre me puso paños fríos, algo hizo para que la hemorragia cesara pero nada pudo hacer para que mi nariz recuperara su perfil original: cada vez que por creer que puedo hacer algo «entretanto» se me deteriora la acción principal, a veces largamente preparada, me toco la nariz y se me hace presente el fantasma de la interferencia al que yo mismo convoco, como si la participación que me toca en un acontecimiento central tuviera que disminuir para poder sentir el aleteo de la fatalidad o el sabor del peligro o el perfume de la frustración, nada de lo cual suele estar ausente de los momentos que, porque implican un reconocimiento o una fuente de placer, consideramos importantes en nuestra vida: puede ser un simple llegar tarde, o tener un accidente imprevisto, o creer que no puedo dejar de completar un párrafo cuando debería haber marchado ya para el lugar en el que se me espera, en un largo etcétera cuyo punto de partida es la nariz torcida por un golpe sufrido en una tarde caliginosa del mes de diciembre de 1934.
Mi madre me llevó a la fiesta, la maestra estaba ocupada con los detalles, la tropa de niños era indócil por timidez o por innata rebeldía y los parientes, que ocupaban el gran patio de tierra recién regado y en el que se podía respirar un grato perfume a desierto dominado, estarían ansiosos por ver cómo sus hijos habían respondido a esfuerzos de la maestra que no comprendían bien, el himno nacional, patriotismos esotéricos para ellos, rimas y ritmos que por más que fueran sencillos escaparían de su horizonte de comprensión lingüística, hecha a otras y más duras inflexiones. En un momento, que llegó fatalmente, me tocó el turno, tenía que pasar al frente y actuar pero me resistí, no quería, me planté con firmeza y dije que no, que no iba a recitar nada. La maestra resolvió el problema: por un lado me dio un beso y, por el otro, un empujón de modo que de pronto me vi en el modesto escenario y, acorralado, largué esos tontos versos que sin embargo nunca olvidé.
Pasado el terrible verano y antes de enfrentarme con el no menos amenazante invierno la búsqueda de entretenimiento tenía otro carácter. Yo supongo que, aunque no lo formulamos así, desde niño el paso del tiempo es el principal enemigo y las estrategias para derrotarlo no son muchas: cuando no se las halla viene el tedio, el aburrimiento y la sensación de que nada sucede y aun de que nada tiene sentido. Es por eso que se habla de «pasatiempos», el más importante de los cuales es el juego, en especial el erótico: cuando está a nuestro alcance el paso del tiempo se hace más liviano, imperceptible, no se nota y la angustia de su misteriosa e implacable duración se repliega.
En las tardes de otoño, después de haber vuelto de la escuela, ocupados los otros niños en sus propias e importantes labores, o sea sin alternativas a la vista, leer, a mediados de mis seis, siete y ocho años, se me convirtió en la ocupación por excelencia. Ya dije por qué y cómo empecé a hacerlo e, incluso, que el primer libro que cayó en mis manos fue La cabaña del Tío Tom, ese novelón lacrimógeno que no sé quién me sugirió que leyera. Lo hice apasionadamente, con una obstinación y una persistencia en la lectura que me han acompañado toda la vida sin que nadie, cosa extraña, lo tomara demasiado en cuenta ni intentara reprimir esta novedosa afición que yo ejecutaba en la más absoluta soledad; me recuerdo sentado en el suelo y apoyado en la pared trasera del galpón que mi padre había construido o hecho construir para instalar allí su breve industria del agua gaseosa, mirando hacia el oeste y teniendo sobre mis rodillas temblorosas el libro en el cual la injusta suerte del esclavo negro, tan devoto de sus amitos, me conmovía hasta las lágrimas, ignorante, en ese momento, de lo que sobre tan abnegado personaje pensaban millones de personas, de todo color, que lo encontraban repugnante nada más que por esa devoción.
No sé cuánto tiempo pasó después de esa primera lectura, quizás semanas, quizás meses; tal vez alguien advirtió mi inclinación y me recomendó otras lecturas, tal vez fue en la biblioteca del pueblo, de la que yo había retirado el primer libro, donde, como siguiendo una lógica de lectura bastante universal, hicieron que me pusiera a leer un libro de un carácter muy diferente, El Conde de Montecristo; puedo asegurar que así fue pues nunca volví a leer esa novela y, sin embargo, tanto la desdicha y la venganza de Edmundo Dantés me han marcado en general, pura presencia de una magia vital o posibilidad esperanzada de una transformación de lo peor en lo más excelso, como, indeleblemente, la sabiduría del maravilloso Abate Faría, a quien recuerdo como el más extraordinario ejemplo de ese constructivismo, eso lo razoné mucho después, que hizo la grandeza de una burguesía iluminada o deslumbrada por la invención. No es de extrañar, en consecuencia, que leyera después La isla misteriosa, de Julio Verne, aunque no sé si fue en esa época; tal vez, en cambio, me interné en la heroicidad piratesca de Salgari, aunque no estoy seguro de que en algún momento, antes de la adolescencia, supe de las islas y los piratas malayos; más bien, creo, me atrapó Los tres mosqueteros, no como modelo de una heroicidad imposible de imitar sino como idea de lealtad, de fidelidad a una causa, de consecuencia con un temperamento aunque, si lo pienso un poco más, es posible que me haya atraído el mundo de la realeza o de la inteligencia puesta tanto en el mal, el siniestro Richelieu, como en su antagonista clásico, el bien, Athos, Porthos y Aramis.
Durante mi octavo año, y gracias a una ocurrencia de mi padre que había considerado, tal vez porque me había visto leer tan denodadamente, que podía pasar, como ya lo relaté, de primero superior a tercero en otra escuela, la llamada «provincial», fui desdichado, infeliz diría, aunque no sé si alguien se daba cuenta; el malestar que me causaba no rendir, no aprender, no responder a las exigencias de un maestro severo, unido a una creciente debilidad física, un principio de anemia que poco tiempo después se reveló como psicológico, palabra clave que, por supuesto, no funcionaba en ese tiempo, hizo que me refugiara aún más en la lectura; creo que fue durante ese duro año cuando leí todos esos folletines, tal vez más que durante el anterior, de lo cual saco que la lectura ha sido y es para mí por momentos fuga y refugio más que aprendizaje. Cuando, por fin, el otoño daba lugar a la primavera, la lectura fue cesando hasta terminar casi por completo en el verano de ese año y cuando estaba a punto de llegar a los nueve años de edad y se estaba preparando nuestra emigración, ese viaje a Buenos Aires que cambió de una manera radical la dirección que había estado tomando mi vida, o que no tomaba todavía.
Si la memoria no me traiciona creo que retomé la lectura unos cinco años después cuando mi hermano mayor, que se había quedado en el pueblo, firme en su puesto de telegrafista, me entregó, como una prolongación de la biblioteca, una antología de textos de Rubén Darío que había llegado a sus manos o había sustraído no sé cómo ni motivado por qué, puesto que no era lector y menos de poesía: el volumen, empastado, sin fecha de edición, contenía poemas de Azul y algunos cuentos, que recuerdo muy bien pese a que ya pasaron casi sesenta años: «El rey burgués», «La canción del oro» y otros igualmente memorables. El libro tenía sellos que tratamos de eliminar, como para borrar las huellas de un crimen, vana e ingenuamente: lo que queda me retrotrae a la biblioteca y la no declarada devoción que le presté pudo haber justificado el latrocinio de mi hermano que debe haber creído, tal vez, que tal objeto me correspondía pero sin adivinar que ese libro me abriría una avenida por la que traté y trato de transitar desde entonces, sin haber intuido que la música de esos poemas me autorizaría a mí mismo a escribir poesía alguna vez, tan bella como la que ese libro me ofrecía y algunos de cuyos versos se me han fijado, con una fuerza equivalente a la que el propio Darío se entregó en su hermoso «Margarita Gautier», que yo me repetía mientras caminaba por las calles anhelante de ese sentimiento de pérdida que a él le dio un lugar en el mundo: «Fija en mi mente está», escribió, y eso, lo que está fijo en mi mente, regresa incontenible, yerto y animado al mismo tiempo, perdido y hallado al mismo tiempo.