Vivo en Andalucía desde hace casi veinte años y he tenido el privilegio de asimilar la música y el compás de un habla que atesora una riqueza desconocida para la gran mayoría de hispanohablantes. Andalucía es la comunidad autónoma más extensa y poblada de España, y el habla andaluza consiente sabrosas modalidades regionales, según se trate de Cádiz, Córdoba o Almería, por citar sólo tres ejemplos representativos. Sin embargo, los andalucismos escasean en la norma, a pesar de la universalidad del flamenco, un arte andaluz que ha hechizado al mundo con la magia de sus cañas, verdiales, jabegotes, bamberas, cantiñas y tarantos, voces que nadie podrá encontrar en el diccionario pero que circulan por todo el mundo a través de discos, partituras, grabaciones, conciertos y publicaciones varias. ¿No es paradójico que el vocabulario del arte flamenco —que es una seña universal de identidad española— apenas sea reconocido por la RAE? Con todo, el habla andaluza en general y el léxico flamenco en particular, están colmados de americanismos, y entre sus divulgadores y estudiosos han destacado de manera especial escritores latinoamericanos como el argentino Anselmo González Climent y el peruano Félix del Valle.
Debo comenzar admitiendo que el título de nuestro panel —«La comunicación textual en el mundo hispánico: contraste y transversalidad»— me produjo cierta inquietud, pues todavía no sé si ser un hispanohablante de apellido japonés es un «contraste» o más bien una «transversalidad». Sin embargo, como resido en Sevilla hace casi veinte años y este III Congreso de la Lengua Española ha sido convocado para reflexionar sobre «Identidad lingüística y globalización», me haría ilusión rendir un homenaje al habla andaluza y dejar claro que no he perdido un país sino ganado uno más, con su literatura, sus modismos y su acervo cultural.
Desde 1995 dirijo una fundación privada que se dedica a la promoción del arte flamenco a través de la enseñanza, y así cada año recibimos en nuestra escuela sevillana más de 150 estudiantes procedentes de todo el mundo, gracias a que el flamenco es una manifestación artística de rango universal, tanto en el campo escénico y discográfico, como en el musical y literario. De hecho, bastaría citar los nombres de Federico García Lorca, Manuel de Falla, Paco de Lucía y Carmen Amaya —entre otros artistas y creadores— para corroborar la dimensión global de un arte que ha poblado nuestra lengua de expresiones como «duende», «jondo» y «sonidos negros». Supongo que eso es «transversalidad».
Sin embargo, aunque para ilustrar el «contraste» sería suficiente con señalar que el único conservatorio europeo donde un músico granadino o malagueño podría titularse de guitarrista flamenco andaluz se encuentra en Rotterdam-Holanda, he preferido investigar si la norma es más condescendiente que los ministerios con el arte flamenco andaluz. Y por desgracia la respuesta es negativa.
Para empezar, la palabra «flamenco» —en la acepción más cercana al tema que nos concierne— no aparece hasta la edición del DRAE de 1925 y con la siguiente definición: «Dícese de lo andaluz que tiende a hacerse agitanado. Cante, aire tipo flamenco». Dicha entrada —probablemente acuñada según los agravios de Ortega, Pío Baroja y Eugenio Noel— se ha mantenido intacta hasta la vigésimo segunda edición de 2001, donde se recoge la siguiente definición no exenta de error: «Se dice de ciertas manifestaciones socioculturales asociadas generalmente al pueblo gitano, con especial arraigo en Andalucía. Cante, aire flamenco». En cuanto al concepto «flamenquismo», desde la edición de 1925 hasta la actualidad se conserva la definición que propuso Eugenio Noel en su panfleto República y flamenquismo (1912). A saber, «Afición a las costumbres flamencas o achuladas». Por lo tanto, si ni siquiera en la norma se reconoce el estatuto artístico del flamenco, ¿qué podemos esperar de las entradas dedicadas a las voces y estilos del más representativo arte andaluz?
Por ejemplo, a pesar de la universalidad de una obra como Poema del cante jondo (1921), en el diccionario de la RAE no sólo no aparece la voz «siguiriya», sino que tiemblo de sólo pensar cómo se imaginará la Semana Santa andaluza ese doctorando bengalí o coreano de Hispánicas, cuando lea el poema «Madrugada» y descubra sobrecogido que los balcones de Sevilla y Granada se llenan de «saeteros», que para colmo están ciegos. Y es que según la norma, saetero es «el que pelea con arco y saetas» y no el cantaor de coplas religiosas por «tonás» y «siguiriyas».
Otro caso singular lo encarnan los espectáculos de baile, cuyas coreografías invocan los nombres de los «palos» o estilos del flamenco. Así, en 1963 Antonio Gades y Cristina Hoyos triunfaron en todo el mundo con la película y su correspondiente montaje titulado Los Tarantos, pero los «tarantos» todavía no han sido admitidos por la RAE. En 1994 el director Carlos Saura estrenó Flamenco, una producción dedicada al mundo del baile y de los bailaores flamencos que se ha convertido en el filme español más vendido en todo el mundo y que ha representado a España en más de 40 festivales, donde los artistas invitados interpretan coreografías como la «caña», los «caracoles», el «mirabrás», las «alboreás» y el «garrotín», que simplemente no existen en el diccionario, por no hablar de otros cantes como la «bambera», el «jabegote», la «romera», la «mariana», la «levantica», la «granaína», la «cantiña» o la «cabal», que tampoco tienen identidad en nuestra norma, a pesar de constar en numerosos libros, películas, discos y páginas web de vertiginosa circulación.
Pienso en la enorme fama del tocaor flamenco Paco de Lucía —genio de la sonanta, flamante Premio Príncipe de Asturias y con más de ciento cincuenta mil páginas en Internet dedicadas a su figura— cuyos hijos y nietos podrían vivir durante cien años tan sólo de los derechos generados por su tema más célebre, la rumba «Entre dos aguas». No obstante, una ironía lingüística consiente que la RAE no admita las voces andaluzas «tocaor», «sonanta» y «rumba». Y es que ni todas las rumbas son cubanas, ni todos los tangos argentinos.
En efecto, dentro del rico acervo musical flamenco uno encuentra tangos de Triana, tangos de Granada, tangos de Cádiz y especialmente tangos de Málaga, humildes acepciones andaluzas que en nada ofenden al más universal de los tangos: el argentino. Y para que la simetría sea perfecta, en Andalucía también hay milongas, pues la cantaora Pepa Oro vivió en Argentina entre 1860 y 1870, y cuando regresó a Cádiz aflamencó aquel cante orillero que tanto le gustaba a Borges. ¿Disfrutaría alguna vez Borges con esos apócrifos tangos andaluces que según el diccionario no existen?
Bajo el título de Cartas del fervor (1999), se reúnen las cartas que el joven Borges intercambió con sus amigos de Palma y Ginebra, algunas de las cuales fueron remitidas desde Sevilla, donde los Borges pasaron el invierno de 1919-1920. A uno le sobrecoge la melancolía leyendo la correspondencia de aquel muchacho desgarbado, entregado al sacerdocio de la literatura con apenas veinte años cumplidos.
Sin embargo, de todas las cartas sevillanas, una en especial ha llamado mi atención. El doce de enero de 1920 dijo así Borges: «He hecho aquí algunos amigos, unos tipos muy amables, poetas ultraístas… y con ellos mucho he noctambulado,… he vaciado copas, inspeccionado bailes de prostitutas, comido churros, jugado e incluso ganado a la ruleta, y anteayer por la noche visto el amanecer que se abría en una tormenta de luz sobre el Guadalquivir y transformaba los vidrios del pequeño café donde estábamos en raras y espléndidas vidrieras de púrpura y azul pálido». ¿Desde dónde contemplaría Borges el río a través de los cristales, mientras bailaba el mujerío? Los únicos lugares posibles habrían sido «El Berrinche», «La Perla», «El Sol Naciente», «Casa Rufina» y otras antiguas tabernas de la trianera calle Castilla, donde las juergas flamencas tronaban a la vera del Guadalquivir.
La historiografía flamenca siempre le ha prestado más atención a los testimonios de los viajeros románticos europeos, olvidando que muchos escritores latinoamericanos también han dejado valiosas viñetas, memorias y apuntes flamencos. Pienso en Rubén Darío, quien al oír al cantaor Juan Breva sintió que sus coplas lo transportaban al reino desconsolado de la muerte. En José Vasconcelos, quien después de ver bailar a Pastora Imperio concluyó que la Pavlova era una acróbata. O en Alfonso Reyes, quien quiso escuchar el cante de la Niña de los Peines —personaje de «Teoría y juego del duende», la famosa conferencia de Lorca— y la madrugada lo barnizó de luz a la salida de una peña flamenca de la Macarena. Sin embargo, nadie como el peruano Félix del Valle y el argentino Anselmo González Climent, han escrito mejores tratados sobre el arte flamenco.
Vinculado desde muy joven a revistas literarias como Amauta y Colónida, Félix del Valle se instaló en España a principios de los años veinte, donde frecuentó las tertulias literarias de Cansinos Asséns y Gómez de la Serna. En 1928 ganó la primera edición del Premio Zozaya a la mejor crónica literaria y en 1930 publicó tres novelas cortas en la editorial Ulises, bajo el título El camino hacia mí mismo. Aficionado al cante jondo y partidario de la República, tras la guerra civil Valle tuvo que exiliarse en Argentina y resignarse a la memoria de los días de flamenco y manzanilla en España, publicando cuatro libros evocadores que fueron Madrid en 15 estampas (1940), Sevilla (1941), Noches de Toledo (1943) y Juergas de Sevilla (1947). Falleció en Buenos Aires en 1950, olvidado en España y casi desconocido en Perú.
Las divagaciones flamencas de Félix del Valle se reparten entre sus ensayos y novelas. De los primeros quiero rescatar «Fiesta de gitanas», «Una juerga seria», «Juerga improvisada», «Historia en intenciones del baile español» y «Guitarras, guitarras», todos en Juergas de Sevilla. Y «Pastora Imperio», «Apuntes para un elogio del baile andaluz» y «Apuntes para un elogio del Cante», recogidos en Sevilla. De su lectura desprendemos que Valle —como la mayoría de escritores de la vanguardia— creía en un pathos gitano y que tuvo la sensibilidad de recoger todo el sabor del habla andaluza a través de las expresiones de las juergas y las coplas de los cantes, pues palabras como «tablao», «falseta», «bailaora», «jipío», «cantaor», «farruca» y «bulería» no figuraban en el DRAE cuando Valle las recogió. Publicados por Editorial Schapire, la buena acogida de los libros de Félix del Valle animó a sus editores a publicar en 1953 otra obra de divulgación flamenca —El cante jondo— del periodista y escritor asturiano Clemente Cimorra.
No obstante, el gran investigador y fundador de los estudios flamencos fue el escritor argentino Anselmo González Climent, quien promovió el segundo concurso de Cante Jondo a imagen y semejanza del que Lorca y Falla convocaron en Granada en 1922, y publicó en España tres libros esenciales: Andalucía en los toros, el cante y la danza (1953), Flamencología (1955) y Cante en Córdoba (1957). González Climent ordenó las fuentes y materiales flamencos provenientes de la literatura, los libros de viajes, la poesía, los cantes populares y la cultura rural andaluza, sentando las bases de una nueva disciplina que adquirió carta de ciudad en la norma cuando el DRAE la reconoció en 1984 como «Conjunto de conocimientos, técnicas, etc. Sobre el cante y baile flamencos». Hoy que abundan los flamencólogos y las cátedras de flamencología en Córdoba, Granada, Sevilla y Jerez, conviene recordar la deuda que el habla andaluza tiene con el olvidado escritor argentino.
Como cronista y jurado del segundo Concurso de Cante Jondo celebrado en Córdoba en 1956, Anselmo González Climent diseñó las categorías del certamen según los estilos de cante conocidos. Primer grupo: Siguiriyas, Martinetes, Carceleras y Saetas; segundo grupo: Soleares, Polos, Cañas y Serranas; tercer grupo: Malagueñas, Rondeñas, Verdiales y Granaínas; y tercer grupo: Tonás, Livianas, Deblas y Temporeras. Merece la pena señalar que en 1956 tan sólo la mitad de los dieciséis cantes del concurso contaban con una entrada propia en la edición vigente del DRAE. A saber, la Malagueña (1884), la Rondeña (1884), la Saeta (1899), el Polo (1914), la Carcelera (1925), el Martinete (1936), la Temporera (1936) y la Debla (1947). Las voces Soleá y Verdial no fueron admitidas hasta 1970 y la Serrana en 1984, mientras que la Siguiriya, la Caña, la Granaína, la Toná y la Liviana aguardan todavía su reconocimiento definitivo. En estos tiempos de Internet y globalización, el riesgo radica en que los buscadores virtuales reemplacen a un diccionario atascado entre tantos «contrastes» y «transversalidades».
Pero hemos dejado al joven Borges probablemente sentado en un patio de Triana, contemplando los movimientos de unas bailaoras que supone prostitutas. La carta que redactó para su amigo Maurice Abramowicz está fechada el 12 de enero de 1920 y su contenido tiene relación con un texto titulado «Paréntesis pasional», que Borges publicó en el número 38 de la revista Grecia, aparecido en Sevilla el 20 de enero de 1920.
En aquella divagación afiebrada de ultraísmo, el joven Borges describe una fiesta de reverberaciones árabes o moriscas, una cervecería de «fogosos ventanales» y «galerías turbias de vidrios» situada en lo alto de un «mirador», donde sólo hay humo, risas, colores y música, «contorsiones violentas» y «acordes múltiples». En la alta madrugada el narrador señala «Descendemos la cuesta, y atravesando el Puente veo que la Noche siembra de Estrellas el Río», y cuando llega exhausto a su alcoba siente que su alma «deslumbrada de tinieblas vibra como una cuerda de guitarra». Quiero creer que Borges regresaba de una juerga flamenca, bajando del Altozano y cruzando el puente de Triana en dirección al Hotel Cécil, pero necesito una prueba más rotunda y por eso convoco al fantasma de Manuel Forcada Cabanellas.
Manuel Forcada Cabanellas fue un escritor argentino que no destacó ni por su prosa ni por sus ficciones, sino por sus memorias dispersas en libros sobre la guerra civil española o las tertulias literarias de Argentina y España. En Sevilla publicó el poemario Psicogramas (1920) y los ensayos literarios reunidos bajo el título Pele-Mele (19), pero voy a glosar un pasaje contenido en De la vida literaria, testimonios de una época (Editorial Ciencia. Rosario, 1941), donde Forcada repasa las madrugadas recibidas en España junto a Cansinos Asséns, Gómez de la Serna, Cernuda, Baroja, García Lorca y un largo etcétera de autores.
Uno de los capítulos está dedicado a los días vividos en Sevilla y sobre cómo germinó el Ultraísmo entre una tropa de poetas ebrios de literatura que —a trancas y barrancas— publicó la mítica revista Grecia. Una de esas noches los ultraístas llegaron corriendo al hotel Cécil después de apedrear los cristales de la casa de don Luis Montoto, cronista oficial de Sevilla. Entre los exaltados ultraístas Forcada descubrió a un joven compatriota de veinte años llamado Jorge Luis Borges, con quien compartió «veladas literarias» en el Ateneo hispalense, la «penumbra soñolienta» de las plazas y el arte gitano de las «fulgurantes noches sevillanas».
Me pregunto qué relación tendrá el malevo Jacinto Chiclana de la milonga de Borges, con el cantaor Juanito Chiclana que actuaba en las tabernas flamencas de Triana a comienzos del siglo xx, o con el chiclanero Fernando Quiñones, flamencólico escritor a quien Borges prologó un libro cinco años antes de escribir las milongas de Para las seis cuerdas. En realidad ya no importa, pues me basta con haber venido hasta Argentina para desagraviar la memoria de Manuel Forcada Cabanellas, reconocer la deuda del habla andaluza con Anselmo González Climent y compartir con ustedes la memoria flamenca de un joven Borges, acunado por los tangos de Triana.