Se dice, aseguran además sesudos autores de quienes no tengo por qué dudar, que quienes construyeron la Torre de Babel hablaban español. Es decir que todo el mundo hablaba español porque ya se sabe que esto de la Torre de Babel fue un emprendimiento interactivo como dicen los yuppies autóctonos.
Se dice también que el Todopoderoso estaba levemente preocupado con esto de que la gente hablara una lengua tan, tan, tan completa, y que pensó seriamente en diversificar (otra vez los yuppies) los modos del hablar, no para que no nos entendiéramos entre nosotros como se nos ha dicho, sino para que a fuerza de endogamia y estatismo y suspensión de errores y de traspiés (todo eso que es parte de lo que se llama la pureza de la lengua que a veces se reclama —inútilmente— con fervor digno de mejor causa), a fuerza de corset y cárcel esa manera de hablar no terminara por morir de hambre y de sed.
Además el Todopoderoso (por algo lo era) sabía que si eso hablado y cantado y dentro de algunos milenios escrito, se moría, se perderían dichos más que importantes, vitales, imprescindibles para que sus criaturas (nosotras, nosotros) siguieran viviendo. Ya lo dijo alguien que no escribió en español sino en italiano pero que tuvo razón, que en ese momento estaba todo junto. Dijo el italiano de marras: «cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único. Que pudiera haber espacio, nadie lo sabía todavía. Y tiempo ídem».
Como estaba todo junto y aunque no lo hubiera estado, el Todopoderoso supo que si esa lengua se moría se terminarían con ella las vidas de quienes la hablaban y se terminaría ese mundo que le había dado tanto trabajo crear, puesto que es la lengua la que construye la realidad, la que edifica el mundo. Y Él sabía que si todo se arreglaba, alguna vez se dirían palabras que sabiamente combinadas nos dirían por ejemplo
alma a quien todo un dios prisión ha sido
o
¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph que mi temerosa memoria apenas abarca?
o
la menor de las hijas de Isabella […] muchos años más tarde escribió esta historia apenas inventada, que termina como cesan las voces después de haber hablado.
o
sale a darle clemencia al universo
a su lado
se coagula toda bruma
en paralela negritud
o también
percanta que me amuraste
en lo mejor de mi vida
Ah, no. Eso era algo que no se podía permitir. ¿Por qué perder jofainas maravillosas y giles bien debute y Sancho Panza y vaina y chévere y atapusar y guanabís y chiripiar y todo eso?
Y fue así cómo se le ocurrió la Gran Idea. Hay que decir que el Arcángel Gabriel no estaba muy de acuerdo, pero por más Arcángel que se sea uno no le enmienda la plana al Señor Todopoderoso. Cierto que algunos lo intentaron, con suerte diversa, pero esa es otra historia.
La Gran Idea consistía en hacer aparecer otras lenguas, cosa que no era nada difícil ya que las lenguas son dúctiles, sensibles, obedientes, rosadas, flexibles y valientes. El plan era de una sencillez asombrosa: aparecerían algunas lenguas-madres y de esas descenderían multitud de lenguas-hijas.
Era la solución. Puesto que «Ahí» (en aquella Torre de la que hablábamos al principio), «la unidad representa el peligro y la diversidad su conjuración», Hans-Georg Gadamer dixit. Cierto que él lo dijo siguiendo al Génesis y yo lo digo atrevidamente en el sentido contrario, pero eso también viene bien en este caso.
Hay que señalar que el español no sería una de las madres sino una de las hijas, un poco para olvidar eso de decir todos las mismas palabras, pasame los ladrillos, hacé funcionar la hormigonera, está listo el revoque fino; y otro poco para evitar en lo posible cierta soberbia que con la soberbia siempre es mejor repartir que concentrar. Y es por eso que se dice que «el latín es la esencia, el francés el pensamiento, el español el fuego, el italiano el cielo y el portugués el agua» (Cees Nooteboom dixit).
Se mezclarían todas, madres e hijas en la Torre, pasarían algunas por sobre las otras, quedarían huellas de ese paso, morirían algunas en el tumulto, es cierto, pero solapadamente o de pronto aparecerían otras que se treparían sobre las ya existentes que a su vez reaccionarían robándoles sus tesoros a las advenedizas. Hervirían las lenguas en el caldero de la Torre y quizás en cada uno de los pisos del enorme edificio que nunca llegaría al cielo, se hablara una lengua distinta y por las escaleras con tanto ir y venir, viajarían las palabras de un piso a otro y cambiarían y se adaptarían a otro piso que ya no sería el de su nacimiento, y se irían convirtiendo en otra cosa.
Eso pasó con todas las lenguas, desde el inglés (American style) hasta el nushu que lamentablemente ha muerto no hace mucho. Eso pasó con el fuego del español también. Descendió derechito desde su lengua esencia hasta nosotros y en el camino hizo algunas cosas como ir creciendo sin prisa y sin pausa y algunas otras cosas como robar palabras y expresiones a sus hermanas, a sus primas, a sus tías y hasta a desconocidas con las que se cruzó en alguna escalera de la Torre.
Así las cosas, un buen día, parece que hace unos cinco o seis mil años más o menos, a la gente se le dio por escribir. Con las palabras de la lengua que a cada una y a cada uno le había tocado en suerte según el lugar de la Torre en el que hubiera nacido, esa Torre que dicho sea de paso se había ido convirtiendo en un globo azul y oro, el tercero a partir del sol que se paseaba por el espacio alrededor de su estrella, con esas palabras, poco a poco, desde entonces hasta ahora fue grabando la memoria de lo hablado.
Probablemente émulos hubo de Funes el memorioso que se dieron cuenta de que les era imposible recordar la cara de Temístocles frente a los persas en Salamina y la nervadura de la hoja del fresno y el nombre del tercer emperador de Cing’Ka-lun y el poema del héroe que baja al reino de la muerte, y ya que tenían arcilla y espinas a mano, decidieron dejar todo eso, esas palabras robadas y aceptadas que ya habían pasado por la guitarra del pecho y el oboe de la garganta, todo eso escrito, pensando que era para siempre, en honor a la memoria del mundo.
Ese deseo de inmortalidad en la letra también nos invadió como nos había invadido el español, mestizo de tantas lenguas, el español que dice cuarteando vino el sereno / a la luz de las antorchas, o que dice Agur Jaunak, / Jaunak agur, / Agur ta erd, o airños da miña terra o arrabal amargo metido en mi vida o escriure no és tant sols cosa d’especialistes.
Toda una lengua hablada desde la bahía de Ushuaia hasta la corriente del Río Grande (Brasil en el medio, ya sé, pero no me digan que con los brasileños no nos entendemos) nos habilita para la comprensión del mundo que es, en suma, la comprensión del otro hable ese otro o no nuestra propia lengua. Este es sin duda un planteo moral y un planteo político porque las lenguas habladas, escritas, leídas, cantadas, son colectivas y llaman a la relatividad social.
Y a la solidaridad, porque comprender al otro es comprender el mundo ya que la capacidad de abstracción nos permite llegar a ese significado colectivo de las palabras para abarcar las fuerzas de la naturaleza y por inmersión y vecindario, las fuerzas de la sociedad en la que vivimos. Las sociedades, cada una con su lengua, cada una pensando que la suya es la lengua y que las otras son las barbaroi o las desconocidas o las amenazadoras, adquieren, resiste, edifican y magnifican su identidad a partir de la lengua.
Escribir entonces, hacer literatura, implica un doble trabajo de identificación y de colectivización: el trabajo de la igualdad en la diferencia, la tarea rampante de remontar la letra hasta la cima de su difusión como lengua de cultura; la que nos dé la ilusión, el propósito de llegar a encontrar una palabra secreta y única, primera y última, que nos abra la comprensión de la Torre en la que a pesar de prejuicios, dictaduras, pestes, hambrunas y guerras, seguimos obstinadamente viviendo.