Este congreso me parece una extraordinaria oportunidad para discutir la cuestión del habla de nuestros pueblos: cómo hablan la lengua que hablan, y por lo tanto cómo se comunican (cómo escriben y cómo leen).
En el caso de la Argentina, es evidente que el castellano se ha empobrecido de manera dramática en las últimas décadas. Hace unos veinte años Juan Filloy señalaba que siendo el castellano una lengua de más de 70 000 vocablos resultaba insólito que en el lenguaje coloquial los argentinos utilizaran apenas entre 1000 y 1500 palabras. Decía que era como si el propietario de un fino guardarropa anduviera por la vida en calzoncillos y con una camiseta rotosa.
En los últimos años aquello que apuntaba el gran polígrafo cordobés se ha agudizado, porque ahora que nuestra lengua contabiliza casi 84 000 vocablos el habla del argentino medio no ha de superar el millar de palabras.
El problema del idioma de un pueblo no es una cuestión de buenas intenciones, como no es exclusivo asunto de especialistas, ni «uno de los precios de la globalización» (como se ha llegado a argumentar). De hecho, la lengua que habla cada sociedad es representación fiel de su modo de vida, y muestra cabal de su calidad de vida.
Por eso no me interesa discutir formalidades burocráticas de la lengua, ni pedir ni dar permisos para transgredir o experimentar. Lo que yo quisiera de este congreso es que aporte a nuestra sociedad la conciencia de lo importante que es hablar y escribir correctamente nuestra riquísima lengua.
La lengua no es solamente un medio de comunicación. Es un instrumento esencial de relación, de cultura y de trabajo; es la vida misma de todo el pueblo. Nada puede hacerse sin la intervención del lenguaje. Por ende, todo lo que degrada la lengua que se habla, todo lo que la deforma y envilece, afecta a la nación entera.
Es cierto que vivimos en un mundo en emergencia, pero en este país la emergencia ha sido y es la vida cotidiana misma. Por eso el envilecimiento y deterioro de la lengua que hablan los argentinos ha sido irrefrenable en por lo menos las últimas tres décadas. Las causas son múltiples y comenzaron, sin dudas, con el miedo y el silencio que impuso la Dictadura, con la práctica de la censura, el descrédito del pensamiento y de los intelectuales, el deterioro de la capacidad lectora y, en general, la destrucción de la educación pública. En este país se han dilapidado no solamente recursos económicos, sino que entre el autoritarismo militar y la debilidad de la democracia nos hemos empobrecido también en materia lingüística. Y ese empobrecimiento, aunque nuestro pueblo no lo advierte, ha producido y produce graves daños en nuestra sociedad.
Por lo tanto, hay que alentar que la lengua se desarrolle y evolucione, pero de modo natural y dentro de los propios cánones y reglas que, cada tanto, está muy bien que se revisen. La evolución natural del idioma que se habla diariamente obliga a aceptar que cambie y se adapte a cada nueva época. Y eso incluye, por supuesto, asimilar e incorporar vocablos extranjeros: hoy los anglicismos derivados del uso masivo de Internet, como ayer latinismos o galicismos.
Una comunidad que conoce y habla bien su lengua, siempre está en condiciones no sólo de expresar mejor sus propios deseos y de perfeccionar sus acciones; también está capacitada para recibir sin riesgo los aportes de otras lenguas y otras tecnologías. Hay ejemplos de lo que sucede cuando ello no es así, incluso en nuestra propia lengua. En Filipinas, tras la derrota de España en la guerra con los Estados Unidos (1898) el inglés se impuso sobre el castellano hasta eliminarlo. Y el otro caso es Puerto Rico, donde sólo la resistencia cultural de los puertorriqueños —que es colosal— ha impedido que se pierdan totalmente sus costumbres, tradiciones y lengua.
Replantear el lenguaje coloquial como problema inmediato y urgente de nuestro pueblo es un modo de detener, primero, y enseguida contrarrestar, el embrutecimiento que es fácil advertir en las últimas décadas. Basta escuchar lo mal que hablan las nuevas generaciones y leer lo peor que escriben.
De ahí que es urgente que todos los argentinos sean concientes de que aquí se habla mal, con una utilización mínima de las enormes posibilidades de nuestra lengua, lo cual tiene consecuencias indeseables concretas y cotidianas. Hablar bien, con propiedad y corrección, es el camino más seguro para pensar mejor. Y pensar mejor es la vía más segura para obrar mejor. Pero para ello hace falta crear conciencia acerca del vínculo estrecho entre lengua e identidad nacional. La identidad lingüística es seguramente la primera señal de identidad fuerte que tenemos los seres humanos en tanto sujetos que vivimos en sociedad. Sin lengua no podríamos entendernos, discutir, intercambiar, crecer, desarrollarnos como seres inteligentes. En cualquier lugar y cualquier época de la Historia de la Humanidad, cada nación fue antes una lengua que un Estado.
Por eso, elevar la calidad del castellano que se habla en la Argentina y, en general, en toda Latinoamérica es una tarea necesaria para que sea más propio y más fuerte, capaz de expresar cabalmente a nuestros pueblos, haciendo, a la vez, que se expresen mejor, y entonces piensen mejor y procedan mejor.
Para mí, en tanto escritor que hace de esta lengua profesión, la transversalidad fundamental consiste en advertir que la lengua que hablamos entreteje nuestras vidas, diariamente y en todas las naciones que hablan el castellano, permitiéndonos entendimiento, comunicación y expresión y otorgándonos a la vez una fuerte identidad. Se trata de un fenomenal tejido idiomático que, sin embargo, está en peligro. Y si se continúa entendiendo a la lengua meramente como un precario medio de comunicación, el riesgo se incrementa porque se olvida que la lengua es, como dice Ivonne Bordelois en su libro La palabra amenazada, «ante todo un placer (.y.) una forma, acaso la más elevada, de amor y conocimiento».
Personalmente, desde hace casi veinte años trabajo desarrollando estrategias y emprendimientos para difundir el uso apropiado de nuestra lengua. Cada uno de los multitudinarios encuentros que convocamos desde la Fundación que presido en el Chaco se orienta, precisamente, a repensar cómo dar de leer, y por qué y para qué. Buscar las respuestas adecuadas implica, desde luego, trabajar para la construcción de una sociedad conciente de la lengua que habla, y mucho más competente en el uso de la misma.
Puede sonar exagerado decir que sólo la lectura salvará a nuestros pueblos, pero estoy convencido de que realmente ningún país tiene destino si su gente no lee. No hay aprendizaje, crecimiento ni desarrollo cultural; no hay mejora educativa posible y no es posible una democracia sólida e igualadora de oportunidades, si los habitantes de esa nación no leen. Por eso leer y hacer leer es el único camino —el único— para recuperar la capacidad de pensamiento y sensibilidad de un pueblo. Y el único camino para ello es hablar bien, porque se lee más cuando mejor se habla y se habla mejor cuando más se lee.
Suelo insistir en la necesidad de oponernos a las modas pedagógicas que hicieron del placer de leer un trabajo pesado. Es necesario y urgente despojar a la lectura de ejercitaciones obligatorias y trabajosas porque, más allá de las buenas intenciones que las alientan, en muchos casos sólo entorpecen el simple y grandioso placer de leer. Los que trabajamos por una nueva Pedagogía de la Lectura —esto es la formación maciza y sostenida de lectores competentes, que a su vez sean capaces de formar a otros lectores— sabemos que la multiplicación de los panes de la lectura es maravillosa y que sólo así se forman personas libres e imaginativas, capaces de discutir internamente con los textos porque los leyeron con placer, amor y ganas, y han alcanzado dimensiones superiores en el uso de la lengua.
En nuestra Fundación estamos convencidos de que leer y hacer leer es resistir. Y esa resistencia es lingüística porque nosotros llegamos a estas labores alarmados por lo mal que se habla, lo pésimo que se escribe y lo comprometida que está la identidad de nuestro pueblo.
No voy a relatar todo lo que hacemos, pero me parece inevitable alguna mención, porque tenemos una experiencia rica y compartible. Nosotros mismos nos sorprendemos de lo que vienen logrando las voluntarias de nuestro Programa de Abuelas Cuenta Cuentos. Han logrado crear una mística alrededor del entusiasmo desbordante que se produce cuando se lee por puro placer, por amor y por ganas. La respuesta es fenomenal. En los últimos diez años hemos contribuido a instalar la problemática de la lectura como asunto prioritario, tanto para el Estado como en los niveles familiar e individual. Hemos entrenado centenares de abuelas, docentes y bibliotecarios, y hemos producido miles de experiencias de lectura. Pero el nuestro es sólo el esfuerzo de una pequeña ONG provinciana.
Lo que está ocurriendo con el lenguaje coloquial de los argentinos es alarmante. Ya es tiempo de llamar la atención de los gobiernos, las universidades, los legisladores y los jueces, los profesionales de la comunicación y los medios de idem. Porque es un problema que afecta a toda la actividad humana y en él se juega nuestra identidad como nación. Nada menos.
Pero el problema no es, como suele decirse con liviandad, que el español está sujeto a agresiones por parte del inglés. Es cierto que por razones de dominación esa lengua se difunde en el mundo desde hace siglos, primero por expansión británica y luego norteamericana. Es una lengua útil y cumple una importante función en el comercio, la industria, el turismo, la ciencia y la tecnología. Pero no por eso va en contra del castellano ni de ninguna otra lengua. Y es que cuando una lengua es fuerte (y es fuerte cuando está arraigada en los ciudadanos que la hablan, y estos la hablan bien), no hay agresión que la invalide. Entonces, no se trata de una lucha entre lenguas. Lo que hay que hacer es hablar bien la propia, dejando de lado toda forma de chovinismo lingüístico o lexical. A mí personalmente me disgusta que en la Argentina hoy cualquier comerciante ofrece servicio de «delivery» y no de «envío a domicilio». Pero no me parece una batalla fundamental; creo que ésas son muestras de la estupidez humana, que, como decía Jorge Luis Borges, es muy popular.
Tampoco se trata de españolizar términos que provienen del inglés. Ni mucho menos de prohibirlos. Los pueblos, y en particular los usuarios de las nuevas tecnologías, traducen los términos como mejor les parece y esto, además de inevitable, puede resultar enriquecedor. No hay nada que temer: no son más de dos o tres centenares de vocablos, que, por otra parte, en las curiosas traducciones espontáneas terminan definiendo nuevas formas originales. Yo todavía «reenvío» textos, pero cuando me dicen que me lo «forwardean», lo entiendo y no me siento ofendido ni me dispongo a dar batalla.
Esta cuestión de la identidad tiene que ver, desde luego, con la creación literaria. No es mi tema en este congreso, pero como es el tema de mi vida puedo decir, desde mi experiencia como escritor, que la creación literaria es en sí misma una marca de identidad. Soy en tanto escribo, y soy lo que escribo, de modo que mi escritura me identifica. Pero si para mí, en lo individual, eso no es un problema, sí puede serlo en términos colectivos. Y es que la problemática identitaria de una sociedad como la argentina trasciende, y holgadamente, la creación literaria a la vez que también la incluye.
Las reglas de la lengua no prohíben que se las quebrante, pero primero hay que conocerlas y respetarlas. Sólo entonces cabe la experimentación literaria y es aceptable su validación. La lengua que hablamos está viva y en renovación permanente, porque es una lengua que se recrea día a día puesto que la hablan y escriben más de 400 millones de personas. Es una lengua en expansión y los escritores, periodistas, ensayistas e intelectuales en general, que trabajan y se expresan en esta lengua, contribuyen de manera principal a las modificaciones periódicas que acepta la Academia de la Lengua. Que a la corta o a la larga las acepta. Y más aún: las que no acepta no por eso quedan desautorizadas. De manera que es una lengua maravillosa, que siempre está más allá de lo canónico.
Esto recoloca sobre la mesa la provocadora opinión de Gabriel García Márquez, cuando en Valladolid propuso la jubilación de la ortografía. En aquella oportunidad, fui uno de los que respondió al maestro y dije entonces —y digo ahora— que la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, abolir las haches o exterminar los acentos. No, la cuestión central está en el creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado Cyberespacio.
Frente a ellas, ¿debemos bajar los brazos y entregarnos sin luchar? ¿Por el hecho de que el cyberespacio esté lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Dado que tantos millones hablan mal y escriben peor, entonces vamos a «democratizar» alegremente hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?
A mí me parece que el verdadero porvenir de una lengua no requiere la eliminación de sus reglas sino, al contrario, exige su cumplimiento. Las reglas siempre están para algo: tienen un sentido y éste es histórico, filosófico y cultural. La falta de reglas o el desconocimiento de ellas es el caos y la disgregación. De ahí que las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas. Y esto es particularmente cierto para quienes vivimos en sociedades donde casi todas las reglas se dejaron de cumplir o se cumplen cada vez menos, y donde se aplauden estúpidamente las transgresiones, que hoy son el eufemismo popular para designar a la impunidad.
Es urgente que este país cumpla las reglas de la lengua que habla. Y es urgente que no se ignoren los quebrantos. Desde luego que no pretendo ni propongo que vivamos prisioneros de las reglas, pero tampoco acuerdo con la idea de que la gente debe hablar y escribir como le da la gana. El desafío mayor es múltiple y consiste en impedir que nuestra lengua permanezca estática en la Academia, perfecta e inmutable en los códices, y moribunda en la realidad de los que la hablan.
El castellano, que es el español que se habla en América, ha sido a la vez lengua de encuentro y lengua de sometimiento. Desde hace años tengo escrito que la lengua que hablamos en América es el resultado de un choque cultural. Cuando en 1992 se «celebró» —entre comillas— el quinto centenario de la llegada de Colón a América, sostuve que no correspondía hablar de conquista ni de encuentro, sino de «encontronazo». Y cuando sucede algo así, tan traumático, el resultado incluye sometimientos y reconciliaciones, o sea síntesis. Que es lo que en mi opinión debiera surgir de este congreso: síntesis y sentido común para el ejercicio de una libertad responsable con aceptación de la evolución natural de la lengua; reforma de las reglas pero sólo a partir del previo cumplimiento de las existentes; y, ojalá, la puesta en marcha de un plan hispano-americano de revalorización de esta lengua que es parte fundamental de nuestra identidad.