Me desorienta un poco la idea de la invención de una identidad personal a través de la escritura literaria, a la que parece referirse el título. La colectiva va cargada de tantas complejidades que la dejo de lado. El punto de desorientación reside en la palabra invención. Cuanto más he avanzado en la escritura, cronológicamente, más la he sentido como una emisión de la identidad, antes que una tarea que «inventa» a la identidad.
En lo literario, la identidad es ante todo las lecturas. Y en primer lugar, el descubrimiento en sí del acto mismo de leer, en la infancia. El hecho de que aparentes rayas sin sentido lo vayan entregando de a poco, y cada vez más complejo, es algo cercano a la magia. Despierta incluso la capacidad de obsesión: recuerdo muy claro el modo en que mi manía de leer en voz alta letra a letra las etiquetas en inglés de los productos marítimos enlatados primero, y de todo después, al principio hacía reír a mis padres, y después los llevó a imponer ciertos límites, por la repetición insoportable.
Un simple viaje en ómnibus convertía al niño cabezón deslumbrado por el descubrimiento que yo era en ese entonces, en un sistemático lector en voz alta, y letra a letra, de todo lo que, valga la redundancia, estaba constituido por letras: ese limitado alfabeto de ilimitados alcances. «Gon-za-lez-ese-punto-a-punto», leía ante un frente de sociedad anónima.
Una vez dominado, ese acto simple, de a veces trabajoso aprendizaje, se convierte cada vez más en un arte de la elección de los canales centrales y tributarios de uso, que muchas veces entremezclan en mi caso sus aparentes categorías, incluso hoy. Cuando apenas había aprendido a leer, el mundo era en gran parte un mundo saturado de palabras, frases cortas, carteles, y etiquetas de latas de productos ingleses. Por ejemplo: «Ma-ke-rel-ui-to-ut-s-kin» (decía en voz alta), al hacer girar una lata para leer, lata que, maravilla de maravillas, incluía un prolijo dibujo del pez muerto, trozado y envasado dentro de aquel volumen inexplicablemente redondo y duro.
Tal vez por eso muchas de las primeras lecturas fueron las historietas. No sólo por la facilidad, los colores, el salto rápido de la acción de un cuadro a otro. Además eran el paso intermedio impecable entre los carteles o etiquetas fijas y de sentido limitado, y la construcción de relatos. Lo lograban al tener letras apretadas (y sin embargo «habladas») en límites semejantes: los globos. Con una retórica ejemplar por su claridad, esos globos eran redondos si eran diálogo (con una púa que señalaba la boca del que hablaba), globos nubosos si eran pensamientos, y rectángulos rectos si se trataba de datos puros o arranques de vuelo descriptivo. Pero mantenían una continuidad, establecían un relato, llegaban a un final. Dicho de otra manera: sacaban y devolvían al lector que yo era al mundo «real» que me rodeaba.
Es obvio que uno aprende no sólo a leer, sino también (y a la vez) a escribir. Hubo un tiempo, y tal vez siga existiendo el término en medios docentes específicos, en que a la doble actividad paralela se la bautizó con uno de esos neologismos técnicos espeluznantes: lectoescritura. Pero pronto las historietas fueron libros, y el mero aprendizaje de la escritura pasó a ser, al menos para mí, la posibilidad de empezar a narrar, a contar, ya fuera lo «real», en las redacciones escolares de tema fijo, o lo inventado (si uno quería) en las redacciones de tema libre.
Pasó mucho tiempo. Ahora, como casi siempre, cuando escribo literatura la espera de no sé exactamente qué la vuelve escasa y distanciada en su ejercicio en el tiempo. Tal vez como equilibrio del periodismo y la traducción, que también ejerzo. En ese sentido no usaría el símil de Onetti: la literatura como amante y no como esposa, como en Vargas Llosa. Haría referencia más bien a cómo el paso del tiempo ha vuelto semejantes actividades tan generales como vivir, amar, escribir. Sobrevolando a todas ellas, sin embargo, cada vez más omnipresente (ahí se trataría de una amante obsesiva o maníaca), está esa misteriosa actividad de leer, a la que cabría en todo caso culpar o felicitar por ir creando la identidad.
En esas actividades semejantes y paralelas, más pasa el tiempo y más siente uno la estrechez paradójicamente inagotable de la identidad en progresivo aumento y desarrollo. Como escribió Mario Levrero en El discurso vacío: «Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores. Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes».
Agregaría un matiz personal: en la vida, en el amor, en la literatura, nunca siento la seguridad definitiva de lo definitivamente aprendido. Siempre es lo nuevo, por una parte. Pero por otra parte esa materia casi rocosa de la identidad corporal, mental, afectiva, hace que uno encare cada uno de esos planos de un modo muy preciso, personal y secreto, inconsciente, pero que se vuelve presente de manera dolorosa y sorpresiva cuando se lo contradice. Si esa manera va a contrapelo de la identidad colectiva, idiosincrásica de la época, uno se plantea a veces la posibilidad de hacer las cosas de la manera opuesta a lo que siempre ha hecho.
Por ejemplo aceptar ante todo los dictados de lo que parece funcionar con más facilidad, y por eso (a priori, antes del doloroso a posteriori) con más placer. Es ahí donde la selva nacida de la siembra de lo que se ha ido viviendo en lectura y escritura, en lenguaje, en actitudes previas a un salto crucial (desde luego mínimo, personal: mudarse, declararse a una mujer, empezar a escribir un texto literario), se opone con la rigidez de un ser paralelo y vigoroso al ser común y poco conciente que creemos ser. Para expresarlo con la mayor simpleza posible: nos sentimos mal, y después muy mal, a medida que el esfuerzo se extiende en el tiempo. A veces alcanzamos soluciones de compromiso: transamos a medias, hacemos cosas casi como debiéramos hacerlas, pero no del todo. Y así vamos viviendo.
Pero si el intento es a fondo, como suelen recomendarlo los incontables manuales de vivir (o de autoayudarse), sentimos que corre peligro el cuello entero, experimentamos de cerca la posibilidad de perder la cabeza, literalmente. O para hacer otra metáfora: todo vuelve a estar bien siempre y cuando perdamos la identidad.
Hasta cierto punto la identidad en literatura es el así llamado estilo. Una emisión de cosas a través del lenguaje del que no somos concientes, como la respiración. Pero que se vuelve notorio hasta el escándalo en cuanto falta o se trastrueca. Como dijo un amigo escritor cuando le habían «tocado» su estilo unas correctoras bienintencionadas, tratando de hacerlo más legible, más acorde al uso supuestamente correcto de la lengua: «No descubrís que tenés un estilo, hasta que alguien te lo toca». O como le explicó otro, indignado, al mismo editor ante la misma situación, con un toque de pedantería: «Les tenés que explicar que ellas son profesoras de solfeo, y cuando tienen entre las manos un texto de un músico de jazz, de un escritor, se tienen que quedar en el molde, y aceptar lo que está escrito como está escrito».
Julio Cortázar explicó una vez que un texto supuestamente suyo, «El dado egocéntrico», era un apócrifo. Como el texto incluía la palabra «zácate», aclaraba: «estoy viejo, pero si algo sé es que en un texto mío jamás ha figurado ni figurará la interjección zácate, que me parece obscena y centroamericana». Algo que sólo un tipo con la identidad (y no con el documento de identidad, que no significa nada) de Julio Cortázar podía advertir tan explosiva y nítidamente.
He leído traducciones de cuentos míos (uno por vez, no más) al italiano, al francés, al inglés. En esos casos (el único traducido al alemán para mí es como si lo estuviera al japonés) tuve un temor provocado por mi propia condición de traductor. Seguían tan fielmente el texto original (salvo un solo caso) que yo sospechaba cierta rigidez de esas traducciones: ¿podía haber palabras tan largas y «casi castellanas» en francés, incluso en italiano?
Cuando uno ama el libro que traduce, trata de salvar (o reconstruir) lo mejor posible la identidad del texto, que no tiene nada que ver con la identidad del autor, el tipo ése que descubre que la palabra «zácate» le produce convulsiones de fastidio, por más humor que aparente.
La cita de Mario Levrero termina así: «los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria». En realidad a mí me pasa algo distinto: algo de tipo mucho menos trágico, que me hace sospechar por qué prefiero los cuentos a las novelas. Los novelistas suelen hablar de vaciamiento, de depresión leve o grave cuando terminan una, incluso se refieren con frecuencia a las novelas como «sus hijos».
En mi caso estoy suspenso cuando pulo, refilo y le paso el trapo a un cuento o una nouvelle. Pero en cuanto lo termino, me invade una notoria sensación de alegría, de energía circulante, de expectativa ante la posibilidad de pasar a otra cosa, a otro relato. Tal vez porque Levrero y yo, que tantos años disfrutamos de comentarios compartido de lecturas y de autores, de conversaciones interminables en la madrugada, aún siendo los dos escritores, teníamos identidades muy distintas.
Volviendo a la comparación con la procreación o los hijos, quiero terminar citando a una escritora amiga, que miraba a su beba de un año y medio, que la miraba a su vez con los ojos tan abiertos, que solo se los puede tener así con la percepción insondable previa a los dos años de edad: «A mí que no me vengan con que es sólo la historia ésa del óvulo y el espermatozoide».