En busca de su propia expresión, en sus más hondas raíces, un escritor como Juan Rulfo se sentía amigo literario de muchos escritores nórdicos. A su lado estaban Knut Hamrun, Selma Lagerlof, Ramuz o Sillampaa. Leía sus textos traducidos en Barcelona o en Buenos Aires, y dialogaba con ellos y los releía sin descanso. Y lo mismo acontecía, por esos mismos años de la posguerra, entre José Revueltas, Juan Carlos Onetti y los libros de William Faulkner, o la presencia de John Dos Passos en las obras de Agustín Yánez y Leopoldo Marechal. Después de tantas rupturas, del reconocimiento de la «unidad dentro de la diversidad» de nuestra literatura —texto de Enrique Díez Canedo al ingresar a la Academia Española—, entre muchas influencias, el escritor contesta con la tendencia a enfatizar textos ambiguos, irracionales y misteriosos de la realidad para dar lugar, en muchas ocasiones, a lo absurdo como metáfora de la existencia humana.
Ahora, en el umbral del siglo xxi, en perspectiva, se han aclarado muchos trasfondos. Ahora se van viendo con claridad los relieves y los primeros planos de muchos murales que integraron —en aquellos años de la posguerra— un conjunto excepcional de textos narrativos; textos que rompieron muchos linderos y dieron a conocer otras realidades, otros mundos sicológicos y otros vínculos con la naturaleza. Sorprendentes caminos del subconsciente, flujos y reflujos en constante vaivén —urbanos o rurales, mundanos o religiosos, ontológicos o lúdicos— se suman a los múltiples lenguajes del narrador omnisciente.
En una década deslumbrante para nuestra narrativa, más o menos entre 1945 y 1955, nuestros mejores novelistas llevaron a cabo rupturas de muy diversa índole y experimentaron una y otra vez desde ángulos y planos muy distintos. Algunas décadas después, será reconocida por propios y ajenos. Llegan influencias de muchas partes; se leen con avidez y se discuten a Kafka y a Proust, a Huxley y a Gide, a Virginia Wolf y a William Faulkner. En este decenio, el psicoanálisis es familiar para los narradores; con originalidad, descansando muchas veces en elementos típicos o vernaculares, aprovechando las tradiciones más propias, dan lugar a una literatura imaginativa en el centro mismo de nacientes crisis y de nuevas formas de vida del hombre y de la mujer en Latinoamérica.
Muy atrás habían quedado los manifiestos y proclamas de las vanguardias hispanoamericanas; aquellas, entre tantas otras, de los «contemporáneos» y los «estridentistas» de México, la de los «suprarealistas» del Perú, de los «creadores puros» de Chile, de los «ultraístas» de Argentina o del «Grupo minorista» de Cuba. El ensayo «¿Existe una crisis en nuestra literatura de vanguardia?» de Jorge Cuesta fue profético. No sólo habla de un medio raquítico intelectual en el México de los treinta, sino del escritor autodidacta, de los pocos ejemplos brillantes y de los escritores aislados, confusos y discutibles. Y al explicar la actitud crítica de la mayoría de los «contemporáneos», nos dice que su virtud común ha sido la desconfianza, la incredulidad. «Nacieron en crisis y han encontrado su destino en esa crisis: una crisis crítica». Al explicar la soledad de una generación, en los creadores pendientes de sí mismos, su rompimiento con los auxilios exteriores, su falta de idolatría, se solidariza con ellos y los reconoce.
«El idólatra obedece directamente a su ídolo, no le pregunta al vecino los términos de su oración. El esclavo oye una vez la voz del amo y la sigue, y a lo que menos atiende es a la conducta de su igual; sabe que esto le acarrearía una paliza… Le roba a una generación pasada quien la continúa ciegamente. Le roba a una generación futura quien le crea un programa para que lo siga. Los revolucionarios roban a la revolución. Los nacionalistas, a la nación le roban. Los modernistas roban a la época. Los exotistas, los mexicanistas entre ellos, son ladrones de lo pintoresco».
A partir de entonces, la apertura hacia la universalidad ya no tuvo enemigos de envergadura y quedaron sólo voces aisladas de nacionalismos trasnochados. El diálogo de nuestros escritores con otras literaturas quedó plenamente establecido. Aquellas lejanas preocupaciones de Andrés Bello expuestas en su Gramática (1847): «la venida de neologismos que enturbia y altera la estructura del idioma y que tiene a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros… como aquel tenebroso período de la corrupción del latín», están muy lejos de la literatura de nuestro presente. O la falsa predicción de Rufino José Cuervo, en el prólogo de su Nastacio (1899): «estamos en vísperas de quedarnos separados como quedaron las islas del Imperio romano; hora solemne y de honda melancolía en que se deshizo una de las mayores glorias que ha visto el mundo». Nos encontramos, más de un siglo después, que la llamada fragmentación de nuestro idioma jamás se llevó a cabo.
En nuestras literaturas, desde que nuestra lengua llegó a América, se observa la incorporación de elementos lingüísticos de cada país y la formación de una personalidad propia de cada región. Entre los ires y venires de voces locales y los acarreos de temperamentos se van creando distintos matices, tonos y diapasones en lejanas áreas geográficas. Las expresiones lingüísticas de cada región se van reafirmando, distinguiendo, y adquieren valores históricos y literarios. Las particularidades, incluidas las voces indígenas, dan lugar a una toma de conciencia. En la etapa independiente y en la reafirmación nacionalista, entre un mundo de zozobras, muchos escritores tienden a individualizarse.
La tradición esta presente y aún los vanguardistas tienen que asumirla para romper con ella. Por ende, el juego de las influencias —de un continente a otro—, entre los intercambios y los plagios inconcientes, a lo largo de un siglo y medio, forman parte de los prolegómenos de las rupturas y los desgarramientos. Hay raíces y troncos comunes, pero de una u otra manera, las ramas siguen sus propios caminos.
En los últimos decenios, la mayoría de los narradores rompen con los contextos lineales, sin olvidar los temas históricos o las intrigas de las acciones en el poder político, y hacen uso del mito, de las alegorías y de las fantasías; también echan mano del humor y la parodia. Entre el creador y su realidad, funciona la ironía; los narradores investigan, analizan, hacen croquis y toman notas y van y vienen por los caminos más insólitos del mundo latinoamericano. Rompen con los argumentos y los marcos clásicos, hacen a un lado los esquemas y los modelos cartesianos, se olvidan de las abscisas y las ordenadas y, en muchas ocasiones, el lenguaje juega un papel sustancial como si fuere un personaje, un protagonista de altos vuelos.
De esta constelación de narradores, al destacar al azar algunas de sus obras, de inmediato se observa que el ámbito de sus historias es amplísimo, que van desde las luchas fraticidas a los enfrentamientos de barriada, de las pasiones de cualquier arrabal a las vidas amuralladas en cualquier pueblo perdido, de las grandes proezas de otros siglos a las vivencias urbanas del presente; vivencias que se desarrollan en el mismo mundo del escritor, frente a sus pupilas, en sus espacios más íntimos.
Si hubiese necesidad de definir esta novelística, podría decirse que en ella el hombre de Hispanoamérica no ya el paisaje, ocupa el centro de la atención, el hombre angustiosamente afanado en definir su individualidad y armonizarla con el mundo que le rodea, ásperamente dividido en sus relaciones sociales y económicas, buscando en medio de trágicas, satíricas o simplemente anecdóticas situaciones la respuesta a su necesidad de organizar la vida sobre bases de justicia social y dignidad humana; rica en tendencias —realistas, psicológica, fantástica— esta novelística responde a un estilo de vida, el de la Hispanoamérica actual, y comienza también a integrarse en un estilo literario propio e inconfundible.
Además, dato extraordinario, no se trata de un grupo homogéneo de creadores ni mucho menos de una cofradía, de un cenáculo de elogios mutuos. Al paso del tiempo, el reconocimiento llega solo, sin necesidad de promoción editorial alguna. En lustros posteriores, sin la menor sombra de duda, serán reconocidas sus innovaciones técnicas, la aportación de sus lenguajes y la audacia plena de su temática.
La sensibilidad del público lector debió tardar quince, veinte años —dijo José Donoso— en recorrer el camino que separa a un Mallea de un Borges, a un Ciro Alegría de un Onetti; los primeros eran los que leíamos entusiasmados entonces…
Después de este largo monólogo de los escritores de América con los grandes narradores europeos del xix, de la búsqueda de paradigmas estéticos y de una transformación estilística, se afirma la primera etapa de comunicación entre escritores de España e Hispanoamérica. Atrás quedan las sombras del afrancesamiento, de la transición del regionalismo al neorrealismo y de los amantes de la novela indigenista y los sociólogos de la selva o de la pampa. Al proyectarse nuestra narrativa más allá de nuestras fronteras, desde hace más de medio siglo, una sociedad que se ha desplazado hacia la urbe, después de los primeros impactos de la psiquiatría y del psicoanálisis profundo, se fortalece un pesimismo intenso, una gran incertidumbre en torno a la condición humana. Las ideologías, la religión y la sexualidad estarán en el primer plano de este proceso de rebelión y «nuestras vidas secretas» estarán presentes en las mejores novelas.
De aquel diálogo con los libros se pasa, en muchos casos, al diálogo entre los mismos autores de un hemisferio y otro. Günter Grass se encuentra con Rulfo, Nélida Piñón habla con Carlos Fuentes, Saramago discute con Norman Mailler y García Marques se habla de tú con Arthur Miller. Al fin se leen unos y otros y se establecen nuevos vasos comunicantes. En ferias de libro —Frankfurt, Lisboa, Barcelona, Buenos Aires, Guadalajara, Miami, Nueva York—, en congresos de escritores, en coloquios internacionales de literatura, en encuentros temáticos, en efemérides literarias, no faltan las voces en cinco o seis idiomas. Se han leído y se han criticado, han aprendido unos de otros; el diálogo revitaliza el quehacer fundamental del creador, y se establecen los más firmes vasos comunicantes.
De los localismos idiomáticos se pasa a la «nobleza» de la lengua común y un espléndido caos va dominando la situación. La subliteratura se entromete por todas partes y no digamos los modelos prefabricados para la sociedad de consumo. De la generación del Medio Siglo se pasa a la del Boom y de la del Boom Junior a la del Crack y a la Generación X, aunque los decretos, los bandos, las propuestas, se quedan archivados en las gavetas de académicos.
Hace algunos años, el poeta español Angel González recordaba el objeto «ojo de Dios» que llaman los indios pueblo —indios coras, nayaritas del Pacífico mexicano— a un objeto decorativo que en otro tiempo tuvo significado mágico, formado por diferentes hilos de distintos colores que, al ser distribuidos sobre un bastidor en forma de cruz, crean sorprendentes estrellas, rombos y polígonos bellísimos en su regularidad y simetría.
Esos «ojos de Dios», asegura Ángel González, esos armónicos objetos en los que la diversidad se resuelve en unidad y belleza, «me han parecido siempre, tanto por su estructura material como por su nombre, una metáfora». Al observar sin prejuicio alguno el conjunto que forman la totalidad de las literaturas de estirpe hispánica, no nos será difícil advertir como, sin mengua de lo peculiar, una serie de rasgos estilísticos y de planteamientos temáticos pasan sobre la extensa geografía que ocupan los países hispano-hablantes, tiñendo sus literaturas con coloraciones peculiares y dando forma armónica y simétrica a una literatura única, que viene a ser, agrega el mismo poeta González, «como un gran prisma prodigioso, como un enorme «ojo de Dios», un punto de vista totalizador que facilita una determinada contemplación y ordenación del universo»
Un hecho espontáneo, casi cotidiano, como una moda de estos últimos tiempos, además del libre manejo de técnicas y de tiempos y de espacios, es que los autores se han apropiado de una especie de subversión de valores tradicionales, como si fuera una condición sine qua non del trabajo poético y narrativo de nuestros días. Es importante tener una buena prosa, manejar el idioma con flexibilidad, a veces con elegancia, la más de las veces con estilete de fina ironía, pero si no existe ese afán de renovación, si el espíritu del inconformista, del rebelde, del insurgente, no es un prefabricado protagonista de su obra, el escritor ya sabe el camino que le espera: el fantasma de la reclusión, el olvido de las editoriales, la soledad del cuarto y del balcón vacíos. Esta es una de las condenas que ahora aparecen ni más ni menos que en la apertura hacia la universalidad, por este nuevo diálogo con otras literaturas.
Ya no son obstáculo las voces perdurables del pasado, pero sí es un grave problema esa extraña competencia entre el exterior y la intimidad, entre los mercados impuestos por una férrea competencia editorial y esa vida aislada, solitaria, de un creador que sabe muy bien las dificultades de su obra, los laberintos para escribir unas cuantas páginas verdaderas.
Hoy en día los escritores de España y de Iberoamérica han roto muchos límites y son capaces de manejar a su libre albedrío su aprobación moral, poética y filosófica del mundo. En un ambiente caótico, navegan de la crisis histórica a una crisis de conciencia y ya no discuten el ejercicio antropofágico de paradigmas internacionales. Muy atrás han quedado la infeliz esclavitud de las pugnas generacionales, y ahora gritan su propia rebeldía y viven plenamente los temas universales y el diálogo sin tregua con escritores de los confines más lejanos.