Agradezco esta oportunidad al poeta Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, y declaro, de entrada, que no soy lingüista. Soy apenas un inventor de ficciones, que además escribe en un diario argentino y es docente universitario desde hace más de 30 años.
Estoy cierto de que históricamente los escritores/as de nuestra América tenemos la responsabilidad de ayudar a que nuestros pueblos mejoren su expresión hablada y escrita, y es ése un curioso magisterio que recorre nuestra inmensa geografía desde México hasta la Patagonia y la Tierra del Fuego, para que una generación tras otra entren en mundos poéticos, y ficcionales, en los que la bestialidad imperante en el mundo, y la que vemos en nuestras calles a diario, resulte al menos cuestionada, explicada, y atenuada. Porque la escritura es una versión, acaso la más bella, de la lengua que hablamos. Y por eso toda lengua bien hablada, bien escrita y bien leída, contribuye a la estética del mundo aunque las grandes mayorías no lo adviertan. Y es claro que las democracias también se construyen desde el bien decir.
Que la nuestra es la lengua de Cervantes es un lugar común universal. Pero nosotros los americanos podemos decir que no solamente la de Cervantes. Porque es también la lengua de Sor Juana y de Sarmiento, la de Borges y Cortázar, y la de Neruda, García Márquez y Juan Rulfo. Y es la lengua de Angélica Gorodischer y Mario Benedetti, de Elena Poniatowska y Noé Jitrik y la de tantos/as poetas, narradores y ensayistas que escriben en castellano. Miles de autores/as que encontramos en toda la historia americana, para quienes las reglas de la lengua jamás prohibieron que se las quebrante, a condición de conocerlas. Y así han creado una magnífica literatura que hoy nos expresa y representa a más de 500 millones de personas, incluyendo obviamente a casi 50 millones de españoles.
La lengua que hablamos está viva y en expansión, y los escritores, periodistas, ensayistas e intelectuales en general, que trabajan y se expresan en ella, contribuyen de manera principal a las modificaciones periódicas que acepta la Real Academia. Que a la corta o a la larga las admite. Y las que no acepta no por eso quedan desautorizadas. Es una lengua maravillosa, que siempre está más allá de lo canónico.
El castellano es una lengua además que, después del chino mandarín, es la más hablada del planeta por el número de personas que la tienen como idioma materno. Y es también la lengua romance que ha alcanzado mayor difusión en el mundo contemporáneo, y es uno de los seis idiomas oficiales de las Naciones Unidas, el segundo más estudiado en todo el planeta después del inglés, y el tercero más utilizado en Internet.
Por supuesto, doy por descontado que han reparado ustedes en que no digo español sino castellano. Y es que, por más que todos los programas de computación del mundo cambien el vocablo «castellano» por «español», en realidad el «idioma español» yo no sé si realmente existió, o existe, y más bien presumo que si su uso se generalizó fue por la sumisión al barbarismo de traducir el vocablo inglés Spanish.
La mismísima Constitución Española de 1978 establece en su Preámbulo «proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones» y en el inciso 1 del artículo 3 del Título Preliminar declara que: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». Y el inciso 2 precisa que: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos».
O sea que son muchas las lenguas que se hablan en España, pero el idioma (o sea «la lengua de un pueblo o nación», y su «modo particular de hablar») es el castellano.
El español, entonces, y dicho con toda franqueza, es un concepto que empezó a instalarse a partir de traducciones, intereses económicos y de expansión geopolítica, y su imposición universal puede pensarse que se inició hace menos de 30 años, cuando los fastos celebratorios del 5.º Centenario del desembarco de Cristóbal Colón en América. Y tengo para mí que esa instalación no fue ingenua ni casual, ni inocente.
Así pues, para celebrar este Congreso de la Lengua nos encontramos con un problema desde la convocatoria misma. Y problema que voy a abordar en esta mesa porque la denominación de nuestra lengua es un tema central de la educación y más lo será —ya lo está siendo— en el siglo xxi.
Sabemos que toda cuestión educativa se relaciona, lógicamente, con la lingüística, por lo que corresponde empezar recordando que esta mesa refiere y obliga a reflexionar sobre los retos del español en la educación en el siglo xxi. Formulación que, a mi criterio, confunde y maniata. En primer lugar porque los retos, que los hay, no los plantea «el español», sino el neoliberalismo global que hoy predomina en el mundo, y que en materia educativa es, en mi opinión, especialmente peligroso porque la educación es un derecho humano. Y es un derecho colectivo en el marco de procesos institucionales de enseñanza y aprendizaje a cargo de maestros/as que por bastante más de un siglo han enseñado a leer y escribir en castellano. Lo que plantea un segundo choque: ahora en este país y desde hace mucho en países vecinos observamos el paulatino y peligroso reemplazo de pedagogos y maestros por gerentes e instructores provenientes de dudosas disciplinas.
Y es que la educación entendida como el sistema de saberes y conocimientos que toda nación provee a la ciudadanía desde la primera infancia, y en particular desde el sistema escolar, es una cuestión no solamente pedagógica y no solamente de estrategias didácticas para transmitir y coordinar el aprendizaje de millones de niñ@s y jóvenes. Es, al mismo tiempo, una cuestión política.
Y lo es porque educar a sus pueblos es una responsabilidad básica de todos los Estados. Educar y cómo hacerlo es una decisión política, como también lo es no hacerlo. O sea: hacer que un pueblo lea es una decisión política, y hacer que no lea también lo es. Por lo tanto, la precisión y modo de uso de la lengua que habla y en la que lee y se expresa cada pueblo, cada sociedad, también lo es.
De donde la lengua que hablamos es, inexorablemente, una cuestión política. Y si nos despegamos de toda inocencia, pues digamos que este Congreso también es político, porque es continuidad de una decisión tomada por las autoridades del Estado español: la de consagrar a la lengua que ahora llaman «español» como hegemónica síntesis de todas las lenguas de todos los pueblos que hablan lo que nosotros llamamos castellano.
Desde ya que esa instauración, dicho sea con todo respeto, a mí me parece un error por varias razones y una de las principales es que no responde al devenir histórico de este continente en sus relaciones por más de cuatro siglos conflictivas con el Reino de España. E instauración inconsulta, que no representa a la gran mayoría de los pueblos americanos que hablan esta lengua, y que se parece mucho a una imposición autoritaria, de hecho inadmisible porque no responde ni atiende a las realidades de nuestra América.
Al contrario, esta imposición niega —igual que hace cinco siglos— la vigencia y vitalidad de las lenguas originarias que se hablan a la par del castellano en lo que hoy son más de 30 naciones americanas. Como tampoco entiende ni parece aceptar el extraordinario aporte de los idiomas de la inmigración que, en maravillosa mixtura, constituyen también la lengua que verdaderamente hablamos aquí, en este continente: el castellano americano.
Y quiero ser muy claro: no estoy negando méritos a la muy respetable Academia de la Lengua, pero sí digo que, más allá de su trabajo de policía lingüística, no estoy seguro de que todos sus miembros sean conscientes del uso político, económico, empresarial y globalizador que los sucesivos Gobiernos de España han venido dando al idioma que llaman español y yo castellano americano.
Y usos, además, que fueron y son práctica de dominación por vía de la desnacionalización lingüística que nosotros, lógicamente, resistimos desde lo conceptual, político e ideológico. Y es que para nosotros esta resistencia es vital y se da precisamente en la educación, efectivamente entendida como el reto principal y decisivo que nos plantea este siglo xxi. En el que advertimos con creciente alarma que las políticas educativas que nos formaron como naciones independientes y castellanohablantes están siendo cambiadas veloz y peligrosamente desde que el fuerte desarrollo europeo asistió a la España posfranquista, muchos de cuyos estamentos parecen haberse autoatribuído la misión de recuperar a sus viejas colonias ya no por el sometimiento armado, ni por la religión autoritariamente impuesta, ni por la conquista territorial, sino —como es visible desde los años noventa del siglo pasado— por medio de un nuevo sistema imperial económico-financiero y cultural, y ahora también educativo y lingüístico, al que se prestan algunos Gobiernos.
Todo lo anterior se observa con claridad, porque es cada vez más evidente el cambio de paradigmas. Ahora en la educación argentina (como ya se hizo en Chile y otros países) la intervención de empresas e instituciones transnacionales empieza a gobernar el sistema. Impone la disminución salarial, sataniza al sindicalismo educativo, recorta becas y ayudas, desmantela la Educación Técnica, elimina Institutos de Formación Docente y cancela la educación para adultos y trabajadores. Es coherente, así, con las políticas de desindustrialización, una de cuyas consecuencias es el abandono de la educación pública en el interior del país, en todos los niveles. Y abandono que es pedagógico, edilicio y de formación docente. Lo que en un país con el 60 % de inflación anual y uno de los cinco mayores endeudamientos del planeta es poco menos que incendiario.
Siguiendo ese libreto globalizador, impuesto por las normas leoninas del FMI, el actual gobierno argentino ha clausurado prácticamente todos los programas que en lo que va del siglo habían mejorado notablemente el sistema educativo. Pues ahora las políticas de «modernización y globalización» están imponiendo el abandono de la educación vinculada a nuestra memoria histórica, a la vez que se clausuró el Plan Nacional de Lectura y se eliminaron decenas de programas educativos complementarios de la educación formal en los niveles inicial, medio y superior. Así acabaron con los programas de educación por el arte, educación sexual, prevención de la violencia escolar, las orquestas infantiles y juveniles, los programas de ajedrez escolar, los centros de actividades infantiles y juveniles en contraturno, y los sábados con escuelas abiertas. Y, por si fuera poco, también se frenó la universalización del sistema de formación docente virtual, gratuito y en servicio, y el desfinanciamiento de las 62 universidades nacionales públicas y gratuitas —que enseñan a dos millones de estudiantes— es brutal y solamente augura un futuro más que sombrío.
En este contexto, la cuestión de la lengua que hablamos, la que se enseña y la que se distorsiona y confunde, es uno de los ejes centrales de la educación que viene, que much@s pensamos que será de efectos desastrosos si no reaccionamos desde ahora mismo, toda vez que los atentados idiomáticos —como cambiar el habla de un pueblo, e imponerle un nombre que no tiene ni reconoce— son graves para la libertad, la democracia y la literatura.
Como apreciarán ustedes, esta reflexión sobre el idioma y la educación lo es también sobre la libertad y la democracia. Porque se destruye un sistema educativo que aún con fallas funcionó durante un siglo, eliminó el analfabetismo, y posicionó algunas universidades entre las mejores del mundo y de las que salieron tres Premios Nobel; y lo que se ve ahora, en cambio, es que sólo se responde a intereses empresarios transnacionales que no son todos ajenos a ciertas políticas de imposición lingüística.
Así, el proyecto educativo que llamamos neoliberal y que impulsan diversos Gobiernos latinoamericanos está en línea, y sin disimulo, con el mandato global de conquistar un mercado fabuloso y harto atractivo: la educación es, de hecho y ahora mismo, uno de los más apetecibles negocios que ofrece el planeta. Y negocio que hasta ahora no estaba en el mercado, digamos, por una serie de pruritos históricos que bien puntualiza la Dra. Emilia Ferreiro en sus clases y conferencias. Y también la Dra. Adriana Puiggrós cuando plantea cómo el proyecto actual, en la Argentina, no sólo destruye la educación pública probada en más de cien años, sino que ya estamos teniendo analfabetos nuevamente. En la Argentina, amigas y amigos, sí, en esta tierra que hasta 2015 tenía índices prácticamente cero de analfabetismo.
Hoy, en estos contextos, la lengua que hablamos y que nos vincula está también en riesgo desde el momento en que se le viene cambiando sutil pero autoritariamente el nombre que la designa, lo que acarreará un gigantesco problema identitario para nuestros sistemas educativos y obviamente para nuestros pueblos.
Y problema agravado si recordamos que los nuestros son países en los que hoy se condena y desguaza la educación pública. Sólo en la Argentina tenemos unos 17-18 millones de chicos y chicas de entre 4 y 20 años a quienes hay que proporcionarles herramientas para el conocimiento. O sea, que deben leer y sobre todo comprender lo que leen, condición básica para que sepan manejarse en el tiempo y el espacio históricos, para que desarrollen capacidad de abstracción y para que valoren el esfuerzo y la maduración que hacen a la esencia y calidad de cada saber. Pero para que todo eso sea posible hay que proporcionarles, además de condiciones estructurales, maestros capacitados que hayan aprendido ellos mismos esos saberes. Y para ello la consolidación de un idioma nacional y continental es condición sine qua non. Para apropiarse de él e incorporarlo como se incorpora el amor a la bandera y los símbolos patrios, que en Nuestra América son asuntos fundacionales.
De donde vuelve a quedar claro que la educación no es solamente un problema pedagógico: la educación es un problema político, que está asociado a problemas sociológicos. Sobre todo hoy, cuando como sociedad estamos en proceso de embrutecimiento, gracias al gran pervertidor de la lengua y distorsionador de significados, que es el sistema multimediático argentino, enfermo de mensajes de frivolidad, ligereza, hedonismo, odio racial y pésimo lenguaje.
Al igual que hicieron los conquistadores de hace tres, cuatro y cinco siglos, la imposición de una lengua es un modo de la dominación. Y no pienso sólo en la América hispana de los tiempos coloniales. También en el enorme Brasil se impuso el portugués a cruz y espada, a sangre y fuego. También en Norteamérica los pueblos apaches, sioux y otros acabaron hablando Inglés. Y lo mismo en otros continentes. En Camerún, Costa de Marfil, Mali o Senegal los pueblos originarios hoy hablan francés. En Namibia todavía se habla alemán, y el italiano está vivo en Libia, Eritrea y Somalia. Y millones de judíos que huyeron del nazismo hablaron el jiddisch como señal de identidad en la diáspora, hasta que los Gobiernos israelíes impusieron el hebreo.
La lengua en que hoy y aquí nos entendemos es el castellano americano, que a su vez reconoce peculiaridades que no son dialectales sino verdaderos usos nacionales o regionales, como el castellano andino, el castellano mexicano, el castellano rioplatense que compartimos con Uruguay, el yopará en Paraguay y las decenas de mixturas y combinaciones lingüísticas de la inmensa geografía latinoamericana.
Como educador con décadas de experiencia docente, yo me siento seguro y orgulloso de la lengua que hablo y enseño y en la que escribo, y que no se llama español. Se llama castellano y aunque Herta Müller, Premio Nobel de Literatura 2009, sostiene que la lengua no es la patria, yo creo que el castellano americano sí es mi patria cuando digo, leo, escribo y enseño.
Como escritor, el castellano americano está en mi ADN. Y a despecho del Diccionario panhispánico de dudas de la RAE, que en mi opinión erróneamente reserva el término castellano para referirse al dialecto románico nacido en el Reino de Castilla durante la Edad Media, o al dialecto del español que se habla actualmente en esta región. Con lo que queda claro que en España han reducido el nombre de su lengua originaria, histórica y riquísima —el castellano— para equipararlo a las otras lenguas cooficiales de territorios autónomos, como el catalán, el gallego o el vasco. Al menos, digo yo, debieran modificar su Constitución...
La obra monumental de Antonio de Nebrija, la Gramática castellana publicada en 1492, fue el primer estudio de nuestra lengua y sus reglas. Y hace 200 años y en Venezuela, el enorme lingüista que fue Andrés Bello advirtió ya el eje de la cuestión, al titular su obra principal: Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos. Allí explica que «se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes de los castellanos pasó a América, y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos».
Nuestra lengua era y es, sin dudas, el castellano americano. Confluencia del idioma que impusieron los conquistadores, con las incorporaciones y matices propios que en cinco siglos hablaron, y hablamos hoy, los pueblos de este continente. Y ésa era la lengua popular de la España medieval que trajeron a América, desde que en el siglo xii Alfonso El Sabio, rey de Castilla, hablaba a los habitantes de las ciudades que conquistaba en aquel idioma que entendían y hablaban y que se llamó desde entonces castellano y se consolidó tres siglos después, cuando Antonio de Nebrija publicó su Gramática castellana, que fue la primera gramática de una lengua moderna, antes que las del inglés, el francés o el italiano.
Por supuesto que esa lengua nacida en la España medieval es la madre de la nuestra. Y por eso «castellano americano» es la mejor designación, porque nos identifica y nos hermana políticamente, porque recoge tradiciones propias y enlaza parentescos nacidos en esta tierra prodigiosa a la que vinieron millones de extranjeros —de decenas de nacionalidades, culturas e idiomas— para asimilarse y enriquecer nuestra lengua, y a la vez gestar una cultura que a su vez parió la riquísima tradición literaria del castellano de América.
Entiendo que dado que la lingüística estudia la complejidad de los sistemas interrelacionados de una lengua histórica y, terminológicamente, se recogen y analizan los diversos usos denominativos de una lengua o familia de variedades, resultaría lógico que ambos términos fueran válidos: español o castellano. Pero cuando esa lengua histórica y tan popular es considerada necesariamente desde la sociología política, la educación de los pueblos y la práctica cotidiana de un continente entero, el nuestro, entonces la cosa cambia. Porque son las razones socio-culturales y socio-políticas las que definen la vida de los pueblos; no los textos escritos por abogados y constitucionalistas.
Así como en España con el castellano peninsular conviven las lenguas autonómicas (el euskera, el gallego, el catalán, el bable, el valenciano, el mallorquín y diversos dialectos regionales) de igual modo que en Italia y en toda Europa están vivos y actuantes decenas de dialectos, aquí en Argentina la democracia que tan arduamente conquistamos, en menos de 30 años revitalizó casi todas nuestras lenguas originarias. Hoy por lo menos dos millones de argentinos hablan aymara, quechua, guaraní, mapuche, kolla, qom, wichí y una decena de lenguas más, ninguna de las cuales pretende neutralizar ni eliminar la lengua común que nos identifica en el mundo, que es el castellano rioplatense que hablamos argentinos y uruguayos cualquiera sea nuestro origen étnico.
Y es que esta lengua fabulosa, ocurrente e inagotable —cuyo nombre y validez están ahora en cuestión y a la que siempre se pretende legislar y encorsetar—, en boca de millones de latinoamericanos es capaz de parir frutos magníficos originados en la libertad de expresión de nuestros pueblos, siempre capaces de giros, hallazgos y retruécanos nacidos de su humor y sus pesares, y que multiplican su ya natural riqueza expresiva. No digo que esto en España no suceda —Dios me libre de ello—, pues está bien sabido todo lo que España nos ha dado, y no sólo inmigraciones de gente laboriosa sino que también de España son nuestros clásicos, nuestros maestros, nuestros formadores de estilos y estéticas. España nos ha dado, lingüísticamente, la vida misma. Bien o mal, convenciendo o zurrándonos, nos impuso y nos legó para siempre una lengua maravillosa.
Pero en la tradición de Nebrija y de Bello, como luego en la de José Martí, Domingo Faustino Sarmiento, Hernández, Jorge Luis Borges y tantos americanos más, nosotros no hablamos «español». Nuestra lengua viene de la península ibérica, claro está, pero se ha enriquecido, complejizado y autonomizado con muchísimos aportes, y hoy se compone de elementos lingüísticos de todos los idiomas que se hablan en Europa, y también en África por lo menos. La nuestra es una lengua nacida en la España medieval, sin dudas, e impuesta en este continente a fuerza de cruz y de espada, pero es a la vez una lengua que en boca de nuestros pueblos se hizo otra, una y múltiple.
A ella contribuyeron hermanos de otras geografías, que no son iguales, pero son hermanos. Vinieron de países y provincias plurilingües, para ser aquí, en esta tierra, más plurales e inclusivos. Nosotros los chaqueños lo sabemos perfectamente: en mi tierra están vivos aún dialectos alemanes, checos, búlgaros, árabes, turcos, polacos, judíos de todas las diásporas, montenegrinos y ucranianos que formaron el Chaco contemporáneo junto a italianos, franceses, ingleses y suecos. Y a los que ahora se suman, enhorabuena, el guaraní, el qom, el wichí, el mocoiq. Y por supuesto el yopará y el guaraportuñol.
Esa amalgama fenomenal, maravillosa, que se produce cuando las lenguas son la tierra misma y son la identidad y son el habla de los pueblos, esa formación social y cultural que es la lengua nuestra, sudamericana, latinoamericana, indoamericana, es necesariamente un fruto plural que tiene hoy, ya, expresión y carácter idiomáticos peculiares, además de una propia y riquísima tradición literaria. Así la hablamos, y sobre todo así la escribimos y así es leída en todo el continente, porque es pronunciada y escrita en el castellano de nuestra América.
Muchísimas gracias.