Este año los letraheridos de ambas orillas del Atlántico celebramos el centenario del ultraísmo, fascinante movimiento poético (luego, como solía suceder en esa época, con ricas extensiones pictóricas) nacido en Madrid en 1919, con ramificaciones en Sevilla, Oviedo y Palma de Mallorca, entre otras ciudades españolas, y que, fundado por el legendario Rafael Cansinos Assens, liderado por Guillermo de Torre, y trasplantado a la Argentina por Jorge Luis Borges, fue el primero que se propuso un programa de vanguardia, una suerte de cóctel inspirado en el cubismo literario, el futurismo, el expresionismo, y el dadaísmo, más unas gotas de ramonismo, es decir, de la personalísima literatura (la greguería, sobre todo) de Ramón Gómez de la Serna, que pastoreó a buena parte de los miembros del movimiento en su tertulia sabatina del Café de Pombo, fundada en 1915.
Todos los que hemos estudiado el ultraísmo sabemos que la chispa que lo prendió fue la estancia madrileña, en 1918, y durante cuatro meses, de Vicente Huidobro, del que tanto he hablado con Jorge Edwards durante los años en que coincidimos en París. Huidobro fue quien publicó, en 1917, y precisamente en la capital francesa, el primer libro de vanguardia de nuestras literaturas, cuyo título mismo, Horizon carré, nos introduce a la paradoja de que esa obra fundacional no está escrita en la lengua de Cervantes, sino en la de Racine. Durante esos cuatro meses madrileños, Huidobro, adepto del cubismo literario, base de lo que terminaría llamando su creacionismo, publicó dos títulos en francés, Hallali y Tour Eiffel, y dos en español, Ecuatorial y Poemas árticos. Una placa municipal recuerda tal circunstancia, en el edificio de la plaza de Oriente donde residió el chileno, muy cerca por cierto de otro también con placa, aquél de la calle de Bailén donde se recuerdan los años madrileños, algo anteriores, de otro poeta entonces de más éxito, y hoy más olvidado, el mexicano y modernista (es decir: simbolista) Amado Nervo, que en él escribió Los balcones (desde el suyo veía el Palacio Real y los azules horizontes velazqueños), marchando luego a Buenos Aires, y falleciendo en Montevideo, precisamente aquel año 1919.
Muy pronto, los ultraístas españoles iban a contar con algunos «reclutas» latinoamericanos entonces afincados en Madrid, en su mayoría pombianos, entre los que destacan el ya citado Jorge Luis Borges (que siempre reconocería el papel clave que en su formación tuvo Cansinos) y su hermana la pintora y grabadora Norah Borges, que se casaría con el también mencionado Guillermo de Torre; el uruguayo Rafael Barradas, colega de la anterior; y otro chileno, el poeta y narrador Joaquín Edwards Bello, cuya vida ha novelizado su pariente Jorge Edwards en El inútil de la familia. En sus revistas, los ultraístas acogieron además creaciones del mexicano José Juan Tablada o del ecuatoriano Hugo Mayo.
Larrea, precisamente, establecería años más tarde un sugerente paralelismo entre Huidobro, y otro grande de la poesía, desaparecido en 1916, Rubén Darío, en la medida en que este fue, dentro de su generación, el gran introductor de las novedades francesas, y principalmente de los parnasianos y los simbolistas, a muchos de los cuales trató en París, en las letras hispánicas. El paralelismo sería perfecto si el nicaragüense hubiera escrito el libro fundacional del modernismo, Azul, en francés, y lo hubiera titulado Bleu.
Larrea y su entonces íntimo amigo Gerardo Diego fueron dos de los jóvenes poetas españoles que más aprendieron de Huidobro, al que, a diferencia de otros, ambos siempre serían fieles. Larrea, otro que vivió mucho tiempo en París, imitaría a Huidobro en su afrancesamiento, que no es el afrancesamiento filosófico y político de nuestros ilustrados del xviii, sino que consiste en la elección del francés como lingua franca de la poesía de vanguardia. En su caso, además, sería decisivo su encuentro con César Vallejo, su compañero, en 1926, en la aventura de la revista Favorable París Poema. Por inflyencia de su amigo, Larrea pasó luego varios años en Perú, de donde se trajo una importante colección de piezas prehispánicas, que serían expuestas en Madrid y Sevilla, que donaría al pueblo español durante la Guerra Civil, y que hoy pueden contemplarse en el madrileño Museo de América.
En 1918, es decir un año antes del que estamos evocando, precisamente en la Córdoba argentina se iniciaba, con un famoso «grito», y por iniciativa entre otros de Deodoro Roca, el movimiento de la Reforma Universitaria, entre cuyos referentes importantes estaba nuestro Miguel de Unamuno, entonces rector de la Universidad de Salamanca. Movimiento que pronto se extendería a todo el continente.
1919 fue también el año en que la benemérita colección Calpe, la precursora más inmediata de la Austral de nuestra infancia y juventud (creación esta última de Espasa-Calpe Argentina), publicó la versión prosificada del Poema del Cid, realizada por Alfonso Reyes, un mexicano universal, madrileño entre 1914 y 1924, y que en la capital española frecuentó a Enrique Díez-Canedo, a Ramón Gómez de la Serna, a Juan Ramón Jiménez, a Ramón Menéndez Pidal y a otros de los impulsores del Centro de Estudios Históricos y entre ellos al dominicano Pedro Henríquez Ureña, que terminaría su vida como catedrático de la Universidad de La Plata, otro de los grandes centros de la Reforma Universitaria… Por su gongorismo militante Alfonso Reyes se anticipa a nuestra generación del 27, a cuyos miembros trató. No olvidemos por lo demás su culto a Mallarmé, que en el Madrid de 1923 se concreta en los «cinco minutos de silencio» en el Botánico; culto que en este caso se anticipa al de su compatriota Octavio Paz.
1919 es también el año en que Manuel de Falla estrena, en Londres, una obra especialmente compuesta para los Ballets Russes, El sombrero de tres picos, basada en un relato del ochocentista Pedro Antonio de Alarcón, y en cuya escenografía colabora Picasso. Una conjunción astral andaluza y moderna, que prefigura aspectos del proyecto veintisietista de un Rafael Alberti, de un Federico García Lorca y de otros poetas que al igual que sus compañeros de generación los puristas Jorge Guillén y Pedro Salinas pronto encontrarían gran proyección en el Nuevo Mundo, donde con anterioridad había sucedido algo parecido con Azorín, Baroja, Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Eugenio d’Ors, Ortega, Unamuno, Villaespesa y otros de nuestros modernistas y noventayochistas. El libro español ya contaba entonces con potentes redes de distribución en el Nuevo Mundo, y muy especialmente en la Argentina. La madrileña Revista de Occidente, por ejemplo, la gran fundación de Ortega, imprimía parte de su tirada con el precio en pesos, y lo mismo sucedía con los libros que editaba: mi ejemplar de la primera edición del Romancero gitano lorquiano, sin ir más lejos, lleva su precio en esa moneda. Abelardo Linares ha contado alguna vez cómo, en los tiempos en que iniciaba su andadura como librero de viejo, dio, en el Nuevo Mundo, con algún almacén todavía intacto de la CIAP, gran empresa editorial española cuya quiebra fue un drama para el mundo de las letras de su tiempo.
En 1921, el ultraísmo fue importado a Buenos Aires por Borges, mediante diversas publicaciones: primero su revista mural Prisma; luego Proa, copia en lo tipográfico, durante su primera etapa, de la madrileña Ultra; y en 1923 su primer libro, Fervor de Buenos Aires. En Ciudad de México, es decir, en el otro extremo de la América hispánica, Manuel Maples Arce proclamaba, también en 1921, el estridentismo, apoyándose en diversos ejemplos europeos, y de un modo muy explícito en el de Huidobro, y el de los ultraístas madrileños, incluido un Borges con el que estará en contacto epistolar, lo cual se traducirá en la presencia del argentino en la revista mexicana Irradiador, y la de su corresponsal en Proa. Viaje y tornaviaje también el de las reseñas: recomiendo leer, en ese sentido, las de literatura del Nuevo Mundo que publicaban en España escritores doblados de críticos como Cansinos, Díez-Canedo, Benjamín Jarnés o Guillermo de Torre, a los que ocasionalmente se sumaba Gómez de la Serna, autor por ejemplo de un preciosísimo artículo sobre Fervor de Buenos Aires aparecido en Revista de Occidente.
Tradición, y modernidad. En 1929, y de nuevo en Madrid, Huidobro publicaba precisamente en la CIAP su «hazaña» Mío Cid Campeador, inspirada en el poema cidiano, por él convertido en algo muy cinematográfico, aunque fracasó en su proyecto de que efectivamente en Hollywood rodaran una película a partir de su libro, que hubiera sido precursora de la de Anthony Mann, que vimos en nuestra infancia. Las ilustraciones del volumen son de un ilustrador español, Santiago Ontañón, que supo, muy a tono con la prosa huidobriana, mostrarnos a un Cid art déco. Por aquellos años, ambos, poeta e ilustrador, residían en París, meca de tantos españoles, y de tantos latinoamericanos. Cafés de Montparnasse como La Rotonde o La Coupole eran frecuentados por hispanohablantes de ambas orillas del Atlántico, y ahí hay que recordar por nuestra parte al Unamuno y al Blasco Ibáñez exiliados de la dictadura de Primo de Rivera, a Buñuel, a Gómez de la Serna, y a los «picasseños», es decir, a los pintores atraídos por el ejemplo de Picasso, mientras que la nómina novomúndica es inmensa, encabezada por Miguel Ángel Asturias, por Luis Cardoza y Aragón, por Alejo Carpentier, por Huidobro obviamente, y por un César Vallejo que se traía ya estudiados a los poetas simbolistas franceses, con los que había empezado a familiarizarse en su Perú natal, gracias a un libro aparecido en 1913, la Antología de la poesía francesa moderna de Enrique Díez-Canedo y Fernando Fortún… Más naturalmente los plásticos, y en ese sentido no hay que olvidar que artistas tan profundamente latinoamericanos como Diego Rivera o Joaquín Torres-García tomaron conciencia de cuáles eran sus raíces en el mismo París donde habían aprendido la modernidad cubista, en el caso del primero, o abstracta y geométrica, en el caso del segundo.
1919 ilumina también 1939, año en que numerosos españoles pertenecientes al bando republicano derrotado en la Guerra Civil tuvieron que elegir a la fuerza el camino del exilio, siendo acogidos muchos de ellos por Argentina, México y otros países del Nuevo Mundo. Creadores ya mencionados en las líneas precedentes, como Alberti, Díez-Canedo, Falla, Jarnés, Juan Ramón Jiménez, Larrea (inspirador directo del Guernica de Picasso, al que más tarde dedicaría una importante monografía), Ontañón o Guillermo de Torre, y otros muchos, muchísimos, como Manuel Altolaguirre, Max Aub, Francisco Ayala, José Bergamín y su hermano el arquitecto Rafael Bergamín, Luis Buñuel, Josep Carner, Luis Cernuda, Rosa Chacel, Corpus Barga, Rafael Dieste, Eugenio Fernández Granell, Pedro Garfias (otro ultraísta), Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, Francisco Giner de los Ríos, María Teresa León, León Felipe, José Moreno Villa, Emilio Prados, Juan Rejano, Alfonso Rodríguez Castelao, Pedro Salinas, Ramón J. Sender, Luis Seoane, el fotógrafo José Suárez, Remedios Varo, la actriz Margarita Xirgu o María Zambrano, se integraron entonces a la escena del Nuevo Mundo, contribuyendo, en muchos casos decisivamente, a la cultura de sus países de acogida. Recordar en ese sentido la importantísima nónima de españoles que, arribados a México, fueron profesores de la UNAM, o autores del Fondo de Cultura Económica. O el cine hecho en el país azteca por Buñuel, y concretamente su película suburbial Los olvidados. O el hecho de que fueron españoles del éxodo y del llanto (por decirlo con la definitiva expresión de León Felipe) quienes fundaron en la capital argentina editoriales como Botella al Mar, Emecé, Losada, Poseidón o Sudamericana, a algunas de las cuales esperaba un futuro esplendoroso. Recordar también los poemas escritos por Alberti para el libro de dibujos de Attilio Rossi Buenos Aires en tinta china. O títulos como La esfinge mestiza, de Rejano; Cornucopia de México, de Moreno Villa; Variaciones sobre tema mexicano, de Cernuda; o Isla, cofre mítico, de Fernández Granell. Recordar el magisterio puertorriqueño de Juan Ramón Jiménez y el de Pedro Salinas, cantor del Caribe boricua en El contemplado, mar. O la contribución de Seoane al desarrollo del diseño gráfico argentino, tan bien documentada por la muestra Así se imprime un libro, organizada por la coruñesa Fundación Luís Seoane, y que el Instituto Cervantes ha traído hasta este Congreso. España tiene una deuda de gratitud con los latinoamericanos que contribuyeron a que tantos exiliados arribaran al Nuevo Mundo, y se integraran a su cultura, latinoamericanos entre los que hay que citar en lugar destacadísimo, además de al propio presidente mexicano Lázaro Cárdenas, a intelectuales de ese país como Alfonso Reyes u Octavio Paz; a Neruda en Chile, a donde la mayoría de los españoles llegaron en el Winnipeg, barco que él fletó; al rector Jaime Benítez en Puerto Rico; y en Buenos Aires a Raúl González Tuñón o a Victoria Ocampo, cuya gran revista Sur, por cierto, fundada unos años antes, había contado con el padrinazgo de Ortega, y había publicado la primera edición argentina del mencionado Romancero gitano de un García Lorca que había sido recibido en Buenos Aires en olor de multitudes.
Córdoba y su provincia ocupan un lugar muy especial en esta historia de nuestro exilio intelectual: por las estancias de Alberti y María Teresa León en la finca que en Villa del Totoral tenía su correligionario argentino Rodolfo Aráoz Alfaro, finca popularmente conocida como «El Kremlin», y en la que volvieron a coincidir con Neruda; por el periodo final de la vida de Falla, que transcurrió en Alta Gracia, donde precisamente lo frecuentaron los Alberti; y por los largos años durante los cuales Larrea, tras su estancia en México, donde había dirigido España Peregrina, una fundación de Bergamín, fue profesor en la Universidad de Córdoba, donde impulsó el Aula Vallejo y la revista de mismo título.
Durante el franquismo, para la formación de sucesivas generaciones de españoles fueron muy importantes los libros de Fondo de Cultura Económica, así como de las editoriales argentinas que acabo de enumerar. No era sencilla, sobre todo en la inmediata posguerra, su difusión en la península, y obviamente bastantes títulos, los más políticos, hubieron de circular sous le manteau, ‘bajo el abrigo’, como dicen los franceses. Los más veteranos recordamos las trastiendas de ciertas librerías donde se conservaban esos títulos aureolados del prestigio de lo prohibido, a los que a partir de cierto momento se les vendrían a sumar los de diversas editoriales antifranquistas con sede en París.
En 2019, por lo demás, celebramos el cincuentenario de la publicación, en la benemérita editorial barcelonesa Seix y Barral, de Conversación en la Catedral, una de las obras maestras de nuestro querido Mario Vargas Llosa. En aquellos años finales del franquismo, el futuro Nobel peruano residía en Barcelona, lo mismo que José Donoso, Jorge Edwards, Gabriel García Márquez o Sergio Pitol. Residente en París, la otra capital del boom, Julio Cortázar frecuentaba la ciudad. Aquel año 1969 publicó Último round, uno de sus libros «olla podrida». También es de 1969 Escrito sobre un cuerpo, volumen también de carácter teórico de otro parisiense adoptivo, el cubano Severo Sarduy. Último round se publicó en México, en Siglo XXI, uno de cuyos fundadores había sido el poeta catalán Martí Soler, y Escrito sobre un cuerpo en Buenos Aires, en la citada Sudamericana, fundada por otro catalán, Antonio López Llausás. Dos años antes, Sudamericana había publicado Cien años de soledad, de García Márquez, enseguida reeditada por su filial española, Edhasa, que por lo demás introducía la labor de los exiliados a través de una colección significativamente titulada «El Puente». Aunque tuvieron su papel México y Buenos Aires, la auténtica capital editorial de la literatura del boom fue Barcelona. Los rostros del boom comparecen en los retratos fotográficos tomados por un coetáneo de todos ellos, el cubano Jesse Fernández, bien conocido por los lectores de su compatriota y gran amigo Guillermo Cabrera Infante, otro autor de Seix y Barral. La muestra de este artista de la cámara es la otra contribución expositiva del Instituto Cervantes a este Congreso cordobés. Junto a ellos, también posaron para él otros escritores latinoamericanos de generaciones anteriores, entonces todavía en activo y también presentes en los catálogos de las editoriales barcelonesas, como Miguel Ángel Asturias, Borges, Alejo Carpentier, José Lezama Lima u Octavio Paz. No retrató el cubano, en cambio, a Neruda, del que Lumen publicó Una casa en la arena un maravilloso libro sobre la suya de Isla Negra, con instantáneas del también chileno Sergio Larraín. Salvo en el caso de ese viajero inmóvil que fue Lezama, la relación de todos estos seniors con España venía de antiguo, y resulta significativo en ese sentido que dos de los mencionados, Asturias y Carpentier, publicaran sus respectivos primeros libros en Madrid: en 1930 Leyendas de Guatemala en el caso del primero, y en 1933 la novela afrocubana ¡Ecue Yamba-O! en el caso del segundo. O que, durante la Guerra Civil, Neruda, Paz y Vallejo, entre otros muchos latinoamericanos, estuvieran entre los participantes en el Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia y Madrid, celebrado en 1937. También fue en la Barcelona de aquellos años finales del franquismo, donde Larrea publicó su edición de la poesía completa de su amigo del alma César Vallejo, que en la España de la preguerra había publicado su novela El tungsteno y la crónica de su viaje a la URSS, además de la segunda edición de Trilce, y al que la Guerra Civil inspiraría España, aparta de mí este cáliz, cuya primera edición fue impresa por Altolaguirre a comienzos de 1939 y en circunstancias especialmente trágicas (en una imprenta de campaña próxima a la abadía de Montserrat, donde están, en estado de galeradas, los dos únicos ejemplares que sobrevivieron), y que en 1940 Bergamín reeditó en México, al cuidado tipográfico del mismo poeta-impresor, y con prólogo de un Larrea que inevitablemente sale en muchos rincones de esta crónica de viajes y tornaviajes.
Más para acá, España, donde la influencia del boom o de poetas como Borges, Lezama, Neruda, Paz o Vallejo fue de una intensidad similar a la que en su momento Juan Ramón Jiménez, Azorín, Antonio Machado o los poetas de nuestro 27 habían ejercido en el continente americano, España, digo, acogió a no pocos creadores que huían de las dictaduras del Cono Sur, entre los que destaca un escritor hoy tan de culto como el chileno Roberto Bolaño; y simétricamente, a otros, como Lorenzo García Vega o el propio Heberto Padilla, que huían de la dictadura castrista, sobre la que ayudó a abrir los ojos de muchos españoles el gran libro testimonial de Jorge Edwards Persona non grata, publicado por Carlos Barral ya en su fase de editor en solitario.
Como en 1919, como en 1939, como en 1969, seguimos hablando y entendiéndonos en español, seguimos los españoles escuchando a las nuevas voces latinoamericanas, y viceversa, sigue la América que habla español, escuchando a las nuevas voces peninsulares.