«Hay una grieta en todo / Así es como entra la luz», dice Leonard Cohen, y entonces es ahí, en las fisuras, donde quisiera mirar. No fue sencillo para mí aceptar la invitación a cerrar este congreso, por las disidencias diversas que con él tiene —por razones también diversas— la comunidad a la que pertenezco y por mis propias disidencias. Me tranquilizan dos cuestiones, la primera es que antes de aceptar hice saber mi posición y la invitación se sostuvo —con un espíritu democrático y una amplitud que mucho agradezco—, la otra es que estoy aquí como escritora y el lugar de quien escribe es, en lo que respecta a la lengua, un lugar de desobediencia, de disenso. En nombre de ambas cosas digo estas palabras.
La primera cuestión tiene que ver con el nombre mismo del congreso, llamado aquí —y es al menos curioso que la contraparte nacional se haya plegado a esa denominación— Congreso de la Lengua Española, porque para nosotros, para nuestro sistema educativo, la academia, la alta cultura y la cultura popular, esta lengua en la que aquí hablo siempre ha sido la lengua castellana. Así llegó a América, con la conquista y con la Iglesia, la lengua de Castilla y fue esa lengua y no otras que se hablaban o se hablan en España la que se impuso —no sin dolor, no sin lucha, no sin resistencia— sobre las lenguas originarias. Esto nos lleva a preguntarnos de quién es la lengua, quién le da nombre y quiénes reconocen su lengua en ese nombre. Aunque en las previas a este Congreso se ha insistido en la idea de que la lengua es de todos sus hablantes, en la amplia procedencia geográfica de los ponentes y en la alta presencia de mujeres en las mesas, me pregunto si esa que se dice de todos es la misma lengua; en caso de serlo, quiénes son sus dueños y atendiendo a que una lengua con tantos hablantes, además de un capital simbólico es un capital económico, quiénes hacen usufructo de ella. Desde Madrid, el ministro de Educación de la provincia, a la pregunta de un periodista acerca de ciertos contenidos, reconoció que ni la parte argentina ni la cordobesa intervienen en la elección del temario. «Es la Real Academia», dice. «Nosotros actuamos en la parte logística del Congreso». A su vez, el director de la Real Academia, remarcó la importancia de estos congresos con la frase: «Durante unos días, se tratará de ponerle voz española a los asuntos que nos ocupan a todos», tal vez sin tener dimensión de lo que la frase «voz española» significa aquí, para nosotros. Entonces, no debiéramos desentendernos de ciertas preguntas, aunque incomoden, preguntas como: ¿Para qué un congreso en estas pampas sin intervención local sobre sus contenidos? ¿Es la lengua de España la misma que se habla en América?, ¿El muy diverso castellano de cada uno de nuestros países es la misma lengua española de la que el Congreso habla? Y finalmente, porque estamos en Argentina, ¿se trata de la misma lengua que aquí se habla?
Sí y no. La misma y otra. Para los hablantes de mi país se trata de una cuestión que lleva más de un centenario, cuestión desestimada o minimizada por las instituciones españolas de la lengua, sus espacios de formación, sus editores… como lo expresa negro sobre blanco el reciente planteo del director mexicano Alfonso Cuarón, quien declaró en la clausura de un ciclo de cine en Nueva York, que le resultaba ofensivo para el público (e imagino que sin dudas también para sí mismo) que su película Roma se haya subtitulado en España. «Me parece muy, muy ridículo, a mí me encanta ver, como mexicano, el cine de Almodóvar y yo no necesito subtítulos al mexicano para entender a Almodóvar». Le parece ridículo, dice, que un español necesite que le digan «No os acerquéis al borde» en lugar de «Nomás no se vayan hasta la orilla». Entiendo muy bien lo que dice Cuarón, me ha pasado que una editora española haya pretendido cambiar durazneros por melocotoneros con la extraña fundamentación de que en España nadie entendería la palabra duraznero, pero sucede que melocotonero es una palabra tan artificial para un argentino que nunca jamás podría usarla. En fin, cierta pretensión de uniformidad, la homogeneización que destruye lo singular o lo invisibiliza, «el modo en que se ilumina la propia lengua al ver cómo toma caminos diversos. Todo eso: borrado», dice la cordobesa Eugenia Almeida, porque el castellano de esta América es un conjunto de variables mestizadas por pueblos originarios, aportes árabes, africanos, europeos y asiáticos que —esclavizados, sometidos, aceptados o bienvenidos— impregnaron nuestros modos de decir y de pensar. «Hablaba el ruso en quince lenguas», dice en algún lugar Julia Kristeva.
La segunda cuestión aparece cuando reparamos en que esto no es recíproco. Casi 600 millones de personas de 22 naciones hablamos la misma lengua. ¿Son soberanas lingüísticamente esas naciones? Y si así es, ¿por qué sus modos de decir necesitan ser traducidos a un decir mejor, a un bien decir? En la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos firmada en Barcelona en 1996, se expresa que los hablantes pueden usar la lengua según las necesidades de cada lugar de origen, garantizando así «los principios de una paz lingüística mundial justa y equitativa, factor decisivo de la coexistencia social y cultural». Más del 90 % de los hablantes de lengua española habita en países de América, y menos del 10 %, en España, sin embargo las variedades idiomáticas americanas no tienen tantas posibilidades de ser reconocidas por la Academia y, cuando lo son, pasan por formas folclóricas, americanismos. Por su parte, en el Diccionario panhispánico de dudas, alrededor de un 70 % de lo que se considera «malos usos de la lengua» es de origen latinoamericano, lo cual tiene que ver no sólo con la idea de purismo y la pretensión de uniformidad, sino sobre todo con la convicción de que «el bien decir» se decide fuera de nosotros.
Se trata de las políticas de control del idioma, de la tensión entre las hablas de una comunidad y las normas que esa comunidad dicta o acepta y de la lucha entre transformación y preservación. «La advertencia gramatical no me limita, sino que me recuerda que yo estoy en la lengua, y me da movilidad dentro de ella. Me recuerda que la lengua es mía y que no es solo mía… me recuerda que el vínculo es el vehículo compartido. El interés por la gramática trasunta el interés por la conservación del espacio público», dice la colombiana Carolina Sanín. ¿Sin leyes seríamos más libres? Necesitamos instituciones reguladoras pero necesitamos también que esas instituciones nos representen de una manera más justa, porque una lengua —que por cierto es mucho más que sus reglas— vive en las bocas de sus hablantes y es asombrosa la velocidad con que lo vivo deviene en frase hecha, en palabra muerta, en clisé.
Un idioma es una entidad en permanente movimiento, una inmensidad, un río, en su adentro caben muchas lenguas como caben muchos pueblos. Argentina, para dar el ejemplo que más a mano tengo, no se hizo solo con descendientes de hispanohablantes, es un país que mezcló la población originaria con la invasora, y recibió aluviones migratorios de italianos, gallegos, árabes, aymaras, vascos, polacos, guaraníes, armenios, coreanos, alemanes… se trata de un país que nunca vivió el purismo idiomático, la necesidad de conservar la «casticidad», palabra por otra parte tan cercana a la castidad. En fin, que somos impuros o mestizos (muchas veces mestizos étnicos y siempre mestizos culturales), que es impura nuestra lengua y esa impureza es nuestra riqueza. Dice el colombiano Fernando Vallejo que preguntarse quién habla bien es una tontería porque el castellano se habla como se puede en todos los ámbitos del idioma, un «idioma de 22 países entre los cuales contamos a España». En fin, que para riqueza de hablantes, escribientes y lectores y para riqueza de nuestras literaturas, peninsulares, latinoamericanos y ecuatoguineanos debiéramos cuidarnos mucho de una lengua que se someta a la lengua oficial, una escritura que ponga en retirada a cada modalidad de la lengua en particular, cuidarnos de no confundir la lengua viva con los cementerios de la lengua, acoger, dice también Fernando Vallejo, el «idioma de la vida, que es el local».
Hasta acá, un poco distraídos, podríamos pensar que se trata de diferencias de habla, de lo singular que se aleja de ciertas normas, de ciertos corrales, cierta legislación que va y viene desde una región a otra, pero por cierto que no se trata de un camino de ida y vuelta entre modos diversos de usar la lengua, sino de una corriente que va o pretende ir desde la antigua metrópoli hacia sus dominios de antaño y nunca de modo inverso. Esa corriente de poder lingüístico unidireccional viene a nuestros países con las formas de decir y escribir que España considera correctas sin comprender que a muchas expresiones del castellano de España las comprendemos nosotros poniendo a prueba nuestros oídos, porque la música, y el habla, y el gusto no son los mismos para todos y porque, parafraseando un relato cristiano, hay ovejas que son de este corral y otras que son de otro corral pero de todas es el universo de la lengua. No hace mucho, una investigadora madrileña me dijo, llena de sorpresa ella y más sorprendida yo por su reflexión, «No entiendo por qué los argentinos necesitan traducir a Dante» (a raíz de una edición aquí de la Divina comedia, con traducción del poeta Jorge Aulicino), «si ya está traducido al español», pero es que tal vez ni se advierte siquiera cómo pegan en nuestros oídos muchas traducciones de editoriales españolas, especialmente cuando se trata de escritores que trabajan con lo coloquial; pero no me extiendo en el tema porque de todo esto habrán dado cuenta las mesas sobre traducción del Congreso, ya que es materia habitual de debate entre nuestros traductores.
No se trata de una cuestión menor, ni tampoco meramente retórica. Durante la pasada dictadura, los escritores argentinos en el exilio español se preguntaban «qué hacer con nuestro lenguaje». Elijo dos respuestas a esa pregunta; el escritor y crítico David Viñas, en julio de 1980, dice en una carta: «¿Se academiza la cosa, se la agayega, se le pone almidón y se la plancha?». En otra carta, de agosto de 1980, el escritor Antonio Di Benedetto, dice: «He procurado clarificar un tanto el vocabulario para el lector español, sin dar la espalda a mi potencial lector argentino o latinoamericano. Con tal criterio he sustituido algunas voces. Ejemplo: no saco, que aquí sugiere 'bolsa', sino chaqueta, dicción que no es extraña al argentino, ¿verdad?». «¿Verdad?». Podemos oír un grito ahogado en ese «¿verdad?», un gesto de desesperación, porque la elección de la lengua (y dentro de ella, la de sus infinitos matices) indica en qué sistema literario puede o quiere insertarse un escritor, indica por quiénes y de qué modo desea ser leído y revela también el costo que ese escritor está dispuesto a pagar para encontrarse con sus lectores. Cuando comencé a publicar y se abrió tímidamente alguna posibilidad de editar mis libros fuera de Argentina, la lengua, esa materia con la que trabaja un escritor, comenzó a presentarse como un obstáculo. «No es el libro, no es la historia, es el lenguaje… tan argentino», se me dijo en muchas ocasiones.
En 1876, Juan María Gutiérrez, preocupado por el lenguaje rioplatense (como Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, sus colegas de la Asociación de Mayo), rechazó públicamente la propuesta de integrar la Real Academia Española, lo que provocó una serie de cartas con un periodista español que también polemizó acerca de ello con Sarmiento. La cuestión de si hablar castellano o una de las lenguas originarias del territorio que ocupa nuestro país y en el caso de hablar castellano, qué castellano hablar y escribir, en fin, la pregunta acerca de si era conveniente seguir a pies juntillas a la Academia Real del país del cual estábamos independizándonos o si debíamos dejar que la lengua, aun siendo la misma —la misma y otra, por cierto— se independizara a su vez y corriera a su aire, aceptando nosotros, sus hablantes, las transformaciones que le íbamos dando, se discutió aquí en la segunda mitad del siglo xix, una discusión que nuestros prohombres dieron por saldada hace ya más de 150 años. Esa cuestión, que en nuestras carreras de letras se estudia como «la polémica acerca de la lengua», polémica que es por supuesto lingüística y estética, pero por sobre todo fuertemente política, se dirimió en el marco del movimiento estético/político romántico, y la llevaron adelante Gutiérrez, Echeverría, Sarmiento y Alberdi, los cuatro grandes escritores románticos argentinos, a la vez cuatro políticos centrales, lo que es casi decir los fundadores de nuestra literatura y de la nación. De todo ello emergió la convicción de que ese castellano que se hablaba no necesitaba sujetarse a los dictámenes de su casa central, «de modo que ser un hablante o un escritor argentino es también ser un usuario de la lengua desobediente ante la demanda de casticidad».
La tercera cuestión aparece cuando reparamos en la lengua como un capital no sólo simbólico, cuando comprendemos su faz económica, y entonces nos preguntamos: ¿quién usufructúa los dividendos que da esta lengua en el mundo? El gobernador de la provincia dice «sabemos que es un recurso natural inmenso, un bien renovable que se multiplica con el uso, que gana valor cada día y hoy es deseable inclusive para los nacidos y criados en otras lenguas», lo cual coloca en primer plano este aspecto de la lengua como capital económico. A la hora de certificar internacionalmente los cursos de aprendizaje como lengua extranjera, las «jornadas internacionales para profesores de español», como suelen llamarse, ¿quién certifica?, ¿quién obtiene los dividendos de esas acciones? ¿Se distribuyen esos dividendos entre los diversos países en que se habla castellano o se trata de un recurso que le pertenece mayoritariamente a instituciones españolas?
Todas las relaciones humanas están mediadas por la política, atravesadas por diferencias de poder, y ese poder se materializa en el lenguaje que, citando a Bajtin, es «producto de la actividad humana colectiva y refleja en todos sus elementos tanto la organización económica como sociopolítica de la sociedad que lo ha generado». La búsqueda de uniformidad, el paso de un rasero que aplane las particularidades de nuestros castellanos, va en consonancia con la persecución de un mayor rendimiento económico, con que libros, películas y series, publicaciones en papel o digitales, cursos de enseñanza y literatura destinada a niños y jóvenes sirvan para la mayor cantidad posible de usuarios. Por eso la persistente búsqueda de un castellano a la española o un latinoamericano neutro que permita a esos productos circular en todo el continente, viajando más y mejor, penetrando de modo más rápido, sin que importe que eso sea a costa de nuestras singularidades y vaya —como de hecho va— contra la riqueza del idioma. Baste escuchar en nuestro país a alumnos, hijos o nietos, hablando de leños, carros y neveras para comprender lo que digo. ¿Por qué hablan como hablan los personajes en los programas infantiles enlatados? ¿Por qué se subtitula una película de un castellano a otro, como sucedió con la ya citada Roma y sucede con tantas otras? ¿Es porque los españoles no comprenden la palabra orilla y necesitan que se la traduzca como borde? ¿O se trata de simplificar y uniformar para atraer el mayor número posible de espectadores hacia una película o una serie que pueden generar mucho dinero? Empresas y capitales multinacionales promueven la ampliación del mercado del castellano, en su modalidad española o en lo que llaman americano neutro para, en lo uniforme y hegemónico, reforzar el monopolio de la lengua como negocio; buscan un idioma de modalidad única (para tantos hablantes de culturas tan distintas), a costa de su depredación, del mismo modo que los monocultivos en su búsqueda desmedida de dinero van contra la riqueza del suelo y la diversidad que nos ofrece la naturaleza. Víctor Klemperer, en su libro sobre las transformaciones de la lengua alemana durante el Tercer Reich, registra en su diario de manera minuciosa cómo el lenguaje se va falsificando, va perdiendo su singularidad y su verdad, lo que constituirá la más potente difusión del nazismo en todas las capas de la población. La vida de una lengua, si en algún sitio reside, es en lo particular, en su inestabilidad; la uniformidad como estrategia económica, la monolengua, la neutralidad, lo que produce es destrucción, depredación. En ese arco ingresan las industrias de la lengua, el turismo idiomático, la corrección política donde se incluyen los debates actuales sobre si el lenguaje es inclusivo o no y en qué medida esa inclusión incluye la diversidad de todo tipo, no sólo la de género.
Pero volvamos a nuestra resistencia ante la demanda de uniformidad en los modos de decir; ya que el pensamiento se construye en y con el lenguaje a través del cual se manifiesta, podríamos avanzar un paso en nuestro razonamiento y decir que se trata en realidad de una demanda de uniformidad no sólo en los modos de decir sino también en los modos de pensar. Por eso, si bien muchos acceden a esas demandas, otros tantos nos sostenemos en el desacato, el desacomodo, el rechazo a una lengua apta para todos los públicos. No se trata de un capricho, se trata de una búsqueda de identidad que se refleja en el modo de hablar y de escribir, desvíos de cierto extranjero deber ser para encontrar en lo individual más hondo, allí donde refracta lo social, ecos de la lengua de un pueblo, una región, una comunidad, un sector social, búsqueda de un contrapoder frente a lo hegemónico.
Se dice que la lengua no es de las instituciones, sino de los hablantes, y aunque así es en lo que hace al uso cotidiano, no parece suceder lo mismo en el aprovechamiento económico que una lengua provee, porque sin dudas no es mayoritariamente el castellano argentino, ni el mejicano ni el peruano, ni el boliviano, el que se comercializa en la enseñanza internacional del idioma, en las pruebas de aptitud, sino la modalidad española que por la vía del país que la lleva a la práctica se beneficia con esos recursos.
La falta de políticas públicas sobre este asunto vuelve vulnerables a los individuos, a las culturas y a la identidad de nuestros países. Sin duda el Estado español encuentra en la extensa difusión de esta lengua en Latinoamérica una posibilidad muy fértil de desarrollo económico, y perder ese control —aceptar su deshomogeneización, comprender y respetar las libertades de un territorio donde vive el 90 % de sus hablantes— sería perder ingresos. Pero nuestra lengua —al igual que nuestros recursos naturales— no puede medirse sólo en términos económicos, porque se trata de una construcción colectiva que es necesario sostener cuidando los derechos lingüísticos de la comunidad y de sus individuos. Todo esto es también responsabilidad del Estado (de cada uno de los Estados), cuyo rol debe ser activo, instrumentando políticas que defiendan y promuevan esos derechos, los que se refieren a las variedades del castellano y los que se refieren a las lenguas de nuestros pueblos originarios. En territorio argentino hay más de 19 lenguas (aymara, huarpe, wichí, mapuzungun, qom, quechua, pigalá, guaraní, entre otras) que lograron sobrevivir —no sin resistencia, no sin persistencia— desde que el rey Carlos II prohibió por decreto el uso de las lenguas nativas, lo que nos demuestra una vez más que leer y escribir son instrumentos de poder. «Entre letra y letra hay un confesionario, entre palabra y palabra un mandamiento», y «más allá del margen de la hoja que se lee, bulle una Babel pagana en voces deslenguadas, ilegibles, constantemente prófugas del sentido», dice el chileno Pedro Lemebel. Tal vez no muchos ciudadanos argentinos saben que en nuestro país hay 3000 escuelas bilingües donde concurren niños de 32 pueblos originarios y trabajan (o trabajaban hasta el anterior gobierno nacional, según palabras de la escritora Sandra Comino, partícipe del ahora vaciado Plan Nacional de Lectura) 1800 educadores, docentes auxiliares en Lengua y Cultura Aborigen.
La cuarta cuestión, el lenguaje inclusivo.
«El Congreso de la Lengua se ocupará del presente del español, pero no discutirá sobre lenguaje inclusivo», han dicho a la prensa, con total firmeza, las autoridades de la Academia. «Tendremos participación igualitaria entre varones y mujeres», se dijo y yo no puedo dejar de preguntarme si habrá habido mujeres y en qué proporción en las decisiones de contenidos. Desconozco si la Academia y el Instituto tienen mujeres en sus directorios, pero si las tienen, ellas no han dado sus opiniones a la prensa; se dijo que hay 250 ponentes de 32 países. ¡250 ponentes y ni una sola mesa de discusión sobre un tema como es la inclusión de género, vivamente presente en la agenda actual, tanto de América Latina como de España!
El lenguaje inclusivo nos pone delante de la carga ideológica de la lengua, que habitualmente nos es invisible. Claro que compartimos la lengua y que ella no es de nadie, ni siquiera de las buenas causas. Claro que corremos riesgos de que el lenguaje inclusivo se vuelva pura corrección política. Claro que no sabemos qué pasará con la literatura, ni si es posible escribir en lenguaje inclusivo de un modo lo suficientemente cargado de ambigüedad como para conservar la función poética del lenguaje, de un modo que además de hacernos pensar, nos conmueva, nos emocione, nos complejice. Claro que no sabemos, y menos puedo saber yo, qué sucederá en el largo plazo, si ese lenguaje que viene a irrumpir se estabilizará en la lengua y en tal caso de qué modo, si ingresará y de qué manera a nuestras literaturas, pero sabemos de su uso y expansión en ciertos sectores sociales (especialmente urbanos) y en jóvenes de cualquier género, y vemos cómo impregna y permea los usos públicos, periodísticos y políticos, y entonces resulta asombroso que no se haya incluido siquiera una mesa de discusión sobre algo que está moviendo los cimientos de nuestras sociedades.
En la lengua se libran batallas, se disputan sentidos, se consolida lo ganado y los nuevos modos de nombrar —estos que aparecen con tanta virulencia— vuelven visibles los patrones de comportamiento social. Palabras o expresiones que llegan para decir algo nuevo o para decir de otro modo algo viejo, porque el lenguaje no es neutro, refleja la sociedad de la que formamos parte y se defiende marcando, haciendo evidente que los valores de unos (rasgos de clase o geográficos o de género o de edad…) no son los valores de todos. Algo que no existía comienza a ser nombrado, algo que ya existía quiere nombrarse de otro modo, verdadera revolución de la que no conocemos sus alcances, ni hasta dónde irá, ni si abarcará un día a la mayor parte de la sociedad, a sus diversas regiones, a las formas menos urbanas de nuestra lengua y a todos sus sectores sociales. No podemos prever su punto de llegada, pero sí sabemos que está entre nosotros de un modo tal que no podemos obviar. Lo que queda claro, lo insoslayable, es que se trata de una cuestión política, de que la lengua responde a la sociedad en la que vive, al momento histórico que transitan sus hablantes, porque, como dice también Victor Klemperer, «el espíritu de una época se define por su lengua». El asunto entonces es cómo se las ingeniará la lengua para conservar un territorio común entre sus hablantes, para seguir siendo en su diversidad, sus diferencias y su riqueza, un «lugar de reunión», para usar el nombre de un libro y de un poema de nuestro Alejandro Nicotra.
«La lengua es mía pero no sólo mía», entonces cada uno de nosotros es dueño de la lengua, siempre que tenga la conciencia suficiente como para advertir su componente social. Este código compartido, este contrato entre hablantes, esta libertad tiene siempre por límite el deseo de ser comprendidos, porque no hablamos solos ni para nosotros sino para comunicarnos con otros. Ante esa complejidad, sólo caben la diversidad y la flexibilidad; por otra parte, la lengua nos da todo el tiempo muestras de saber transformarse sin destruirse y, finalmente, «sacudir el lenguaje es —en palabras de Althusser— una forma entre otras, de práctica política».
Otra cuestión, el castellano como lengua de las ciencias y del conocimiento.
El posicionamiento del castellano como lengua científica y filosófica nos lleva a la disputa ante el inglés como lengua dominante, a entrar en diálogo y tensión con otras lenguas y contra la imposición de una lengua única para el universo científico. En fin, que el mismo razonamiento sostenido en defensa de las variables americanas del castellano ante su variante oficial se aplicaría en este campo de disputa en el que nuestro idioma está en condición de minoría con respecto a la lengua oficial de las ciencias, el inglés como lengua única. «Una tarea de principal importancia es la recuperación del castellano como lengua del saber, lo que no equivale a promover un provincianismo autoclausurado y estéril sino un universalismo en castellano que se acompaña con el aprendizaje de muchas otras lenguas para acceder a todas las culturas y entrar en interlocución con ellas contra la imposición de una lengua única. El desarrollo del castellano como lengua del saber, del pensamiento y del conocimiento académico postularía un internacionalismo de otro orden, babélico y no monolingüe, y requeriría un cambio radical en nuestra cultura de autoevaluación universitaria y científica», dice el cordobés Diego Tatian, y el argentino/mexicano Enrique Dussel, en su libro Filosofías del sur, pregona que las diversas tradiciones se dispongan para un auténtico y simétrico diálogo, gracias al cual cada una aprendería muchos aspectos desconocidos, más desarrollados por otras tradiciones. «Se trataría de un mutuo enriquecimiento que exige situarse éticamente reconociendo a todas las comunidades con iguales derechos de argumentación, superando los centrismos hoy vigentes que llevan a la infecundidad y frecuentemente a la destrucción de descubrimientos de otras tradiciones», dice.
«La amenaza de una lengua de comunicación única es muy real. Contra esa amenaza, es necesario que cada uno hable su lengua y más de una lengua», dice Bárbara Cassin. Lugar común la lengua y el pensamiento, donde lo común no aspira a lo uniforme, lo aceptado por todos ni lo ya dado, sino a un territorio que, abrigando las singularidades, permita encontrar en un tesoro acumulado por generaciones de escribientes y de hablantes las palabras que nos permitan abrir la historia, decir cosas nuevas y a la vez reconocer la radical igualdad de los seres humanos.
Para ir cerrando
«El lenguaje da acogida a la experiencia de los hombres, nos promete que lo que se ha experimentado no desaparecerá del todo», dice John Berger. «Una novela, un cuento, un poema», dice también él, «usan los mismos materiales que el informe anual de una corporación multinacional. El hecho de que estén hechos con casi las mismas palabras y similar sintaxis no significa más que el hecho de que un faro y la celda de una prisión puedan construirse con piedras de la misma cantera, unidas con el mismo cemento». En fin, que casi todo depende del modo en que se articulan las palabras, el modo en el que cada uno de nosotros se vincula con el lenguaje como lugar de reunión, en el convencimiento de que él es —además de instrumento práctico— vehículo de expresión de la subjetividad de un individuo y de una sociedad, tesoro fecundado por múltiples desvíos e innovaciones, sostenido por generaciones de hablantes y escribientes como motor de creación, factor de mutación, de transformación, para dar testimonio de lo vivido e imaginado, de la ligazón con lo sagrado, la celebración de lo acontecido y el lamento por lo perdido; en fin, para construir memoria e historia.
Entre lo personal y lo político, lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo, crece esta lengua nuestra. Para que su energía no se pierda, para que eso que habita en ella y es fácilmente corrompible no pierda su música, nervio o alma —la diversidad puesta a vivir en nuestras bocas—, ella se distancia de lo oficial, de lo abstracto, lo general, lo convencional, en busca de lo sepultado bajo capas de artificios, condicionamientos y convenciones, porque cuando por mentirosa, farragosa, fangosa o inexacta, por excesiva, hinchada, henchida o esnob, por grandilocuente, críptica o burda, se corrompe la relación entre las palabras y las cosas, todo el delicadísimo equilibro, todo el misterioso artefacto, se desploma.
«La homogeneización a través de una lengua, la búsqueda de una lengua de nadie producto del capitalismo», dice Barbara Cassin y nos advierte sobre «la amenaza de un lenguaje único para la comunicación. Necesitamos diversidad en las lenguas, como parte de la diversidad de los ciudadanos. Cada palabra es el resultado de una historia y de una serie de representaciones, pero solo adquiere su significado, que designa una cosa y no otra, en su diferencia con otras palabras de la misma lengua. Cada lengua tiene su forma de inventar, de inventariar, de describir, de concebir, de comprender. Una lengua es una energía y se inventa todo el tiempo». Sabemos que las leyes son necesarias para sistematizar la lengua y enseñarla a las siguientes generaciones, y sabemos también que una lengua está en permanente movimiento y que, de no ser por esos movimientos, desvíos, disidencias y transformaciones, estaríamos hablando hoy lenguas romances o latín vulgar… de hecho el castellano comenzó desobedeciendo, como lo muestran las Glosas Emilianenses, esas anotaciones al margen en un códice escrito en latín, que en el siglo x u xi algún monje hizo para aclarar algún pasaje, anotaciones en un modo de decir en el que ya hablaba el pueblo pero que todavía no había pasado a su forma escrita. En fin, que en una lengua cabe un mundo, y en ese mundo caben los disensos y las luchas.
Digo esto sabiendo del lugar en el que estoy, deseando profundamente que unos y otros, de aquí o allá, podamos volvernos más y más conscientes de que la uniformidad no es el camino para que la lengua que compartimos se mantenga viva; pienso entonces en congresos de la lengua donde el país receptor intervenga activamente en los contenidos, en un congreso que revise su nombre, un congreso donde se discutan los beneficios económicos de la enseñanza de castellano en el mundo y donde no se vuelva costumbre traducir en un país el castellano de otro país, porque si hay riqueza en esta lengua nuestra, esa riqueza no está en la rigidez sino en la posibilidad de aceptar la potencia de lo diverso y de lo múltiple, la riqueza del permanente movimiento, como sin ir más lejos han hecho los hablantes de lengua inglesa —donde la estandarización proviene de la literatura, los medios y el uso— en sus distintos modos de hablarlo y escribirlo.
Necesitamos oírnos en nuestras semejanzas y nuestras diferencias, en los múltiples meandros que ofrece este idioma nuestro en el que Cervantes y Rulfo, Sor Juana, García Márquez, Gabriela Mistral y Roa Bastos, Teresa de Ávila, Luis de Góngora, Elvira Orphée y José Donoso, César Vallejo, Quevedo, Borges, Blanca Varela y Juana Castro, Gil de Biedma, Lemebel, Lugones, Arguedas, Watanabe, Sara Gallardo y Onetti, Humberto Akabal, Arlt, Saer y Rosario Castellanos, entre tantos otros, abrieron con mano de seda y de hierro los intersticios de la lengua que de mil maneras les había sido impuesta, para poder decir lo que aún no había sido dicho.
Alfabetizando a población chiriguana en la frontera salteña, nuestra educadora María Saleme entendió que no servían las cartillas hechas en Buenos Aires, que tenía que empezar por la palabra agua, porque el chiriguano es hombre de río, y cuando lo hizo en los valles calchaquíes descubrió que la palabra nudo no era agua, sino tierra. Adrian Bravi, escritor argentino de lengua italiana, en un libro que se llama La gelosia della lingua, cuenta acerca de una tía que emigró a Argentina en un barco en el que faltó agua potable y donde murieron casi todos los niños de brazos, una tía que podía contar lo vivido en castellano pero al intentar decirlo en italiano, se quebraba porque «al evocarlo sus recuerdos tomaban vida propia».
¿Es borde la palabra? ¿O es orilla? ¿O es canto, o línea, o costa, o ribera, o margen? Cada uno tiene sus razones para decir de uno u otro modo «porque la lengua es mía, pero no solamente mía». Esa lengua en la que nuestros recuerdos toman vida propia, en la que podemos razonar y conmovernos, conocer y cuestionarnos, aprender e imaginar, hasta que lo nombrado adquiera vida propia. Porque, como en la parábola que relata Gershom Scholem, aunque no sepamos encender el fuego ni encontrar aquel lugar en el bosque, ni seamos ya capaces de rezar, podemos seguir contándonos unos a otros nuestras historias y la historia. Perder eso sería perdernos, sería una nueva forma de barbarie.