En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela de ciencia ficción que Philip Dick publicó hace más de medio siglo, los sobrevivientes de un destruido planeta Tierra conviven con androides en medio del polvo radioactivo, la omnipresencia de la tecnología y una dificultad para distinguir a los androides de los seres humanos. Hoy, en 2019, por coincidencia el año en que ocurre Blade Runner, la película de Ridley Scott en que se inspira la novela, nos pasamos la vida en las redes sociales donde tenemos una gran dificultad para distinguir qué es verdad y qué es mentira. Están en boga los verificadores de datos, pero Internet es una muchedumbre de estímulos más allá de noticias sobre tragedias, corrupción, pobreza, finanzas, famosos, guerras o fútbol. ¿Sueñan los ciudadanos con periodistas eléctricos? ¿Sueñan los ciudadanos con el trabajo de periodistas digitales? ¿Sueña la gente leyendo The New York Times o navegando por El Faro.com, o viendo el telediario de Al Jazeera? Desde la corrección política, sí. En otras palabras, el periodismo sigue siendo urgente y necesario para criticar al poder y sus espejismos de bienestar, pero la mayoría de la gente no vive pendiente de él, vive como si no lo necesitara. ¿En qué puede contribuir el uso del idioma para convertir el periodismo en más necesario y singular para los ciudadanos que en su mayoría «prefieren no saber», no enterarse de malas noticias, que a decir verdad son la mayoría de noticias? En producir más sentido y menos indiferencia y para ello hay que volver a acercarnos a la gente, y la gente no se emociona tanto con los datos y las denuncias, sino sobre todo con las experiencias y una mirada inesperada pero certera de los acontecimientos.
Más que una aventura de la lengua y su capacidad de explicar y conmover, gran parte del oficio periodístico consiste aún en nuestra dificultad para transmitir una experiencia: bombardear más información no significa entender. No significa hacer que me importe lo que antes no me importaba. Las crónicas son un oportunidad para intentar dar sentido, emoción y singularidad a una realidad que nos llega a gran velocidad, caos y confusión. Una avalancha de datos no permite entender experiencias como la valentía, el miedo, la rebelión, el talento, la solidaridad o la traición. La más justa definición de acontecimiento es del historiador Michel de Certeau cuando dice: «Acontecimiento es lo que no se comprende». Eso: los periodistas trabajamos con lo que no se comprende. No basta con denunciar y es insuficiente ser testigo de un acontecimiento.
A menudo usamos una lengua que en lugar de revelar sirve para ocultar lo que pensamos. El periodismo, lo sabemos, es el reino del eufemismo. En lugar de explicar y transmitir la experiencia de la furia contra una decisión injusta, por ejemplo, decimos «indignación». En lugar de transmitir el dolor de una pérdida, decimos «pena». Se dice que un hombre aymara le dijo a Vicente Huidobro: «No cantes a la lluvia, poeta, haz llover en el poema». En tiempos de dificultad de distinguir qué es verdadero y falso en la vertiginosa y nerviosa confusión de las redes, en tiempos de reporteros robots ensayados en salas de redacción autómatas y de una progresiva masificación de la inteligencia artificial que trata a la gente como sujetos de despilfarro y error, los ciudadanos no sueñan con periodistas digitales, pero aún queremos entender qué está sucediendo. Ese acto de entendimiento nos desborda de impaciencia o de aburrimiento y no espera los tiempos de la academia. Hoy, cuando el anuncio de algunos acontecimientos los vuelve históricos incluso antes de que sucedan, los periodistas eléctricos necesitan inventarse un estado de lucidez y calma, un desenchufe del coro donde todos hablamos a la vez, y predomina la ira y el malentendido, uno de nuestros retos es convertir el dato en conocimiento y el acontecimiento en experiencia. Nos portamos como ventrílocuos de la corrección política y repetimos palabras como resiliencia, sororidad, empoderamiento, sostenibilidad, sustantivos políticos muy edificantes pero cacofónicos: de tanto repetirlos sin matices ni contradicciones los hemos ido convirtiendo en una costumbre voluntariosa y bienintencionada que nos hace asentir pero que es incapaz de explicar y conmover, en una comunidad de fonemas incapaces de contagiar la virtud de su sentido y así acabamos empobreciendo una experiencia personal y colectiva. Este no un problema de «neologismos» ni de «anglicismos», sino de que los neologismos que pronunciamos para expresar un fenómeno acaban siendo la evasión de una responsabilidad. No tanto con la responsabilidad de «enriquecer el idioma», sino con las señoras y señores desconocidos a quienes los periodistas debemos explicarles el siempre esquivo sentido del presente o del pasado reciente. Digámoslo sin eufemismos, si mediante cierta conciencia y búsqueda de la lengua los periodistas digitales no nos esforzamos por convertir el dato en conocimiento y los acontecimientos en experiencias, eso no es evasión de impuestos: es evadir el sentido contradictorio de lo que llamamos realidad.
Pronto desaparecerá la palabra «digital», un adjetivo al que de tanto repetir acabamos tratándolo como un sustantivo más cegador que iluminador. Pronto dejaremos de decir «periodismo digital» que se convertirá en un pleonasmo como «lo vi con mis propios ojos». ¿Usamos hoy en el Congreso de la Lengua las palabras «virtual» y «ciberespacio» que años atrás nos sonaban tan modernas y futuristas? En ese sentido, lo que llaman «periodismo digital» no se trata tanto de tecnología, velocidad y el ágora donde abundan las interjecciones y los anónimos; se trata de entender la lentitud humana para entender un presente casi siempre invisible y confuso, un modo irracional de recordar y olvidar los acontecimientos. Se trata de toda la gente caminando por la calle mirando su teléfono y no a la calle. Se trata de confundir lo llamativo con lo significativo, de preferir lo estadístico a lo esencial. En última instancia, de cambiar la historia por la quincena.
Uno de los retos del periodismo es alejarse de los eufemismos y acercarnos a la experiencia del conocimiento. ¿Cómo llamamos a los papás y las mamás que exhiben emocionados una foto del feto de sus bebés? ¿Cómo explicar a quien insiste en escribir a sus amigos muertos en sus muros de Facebook? O por el contrario, ¿cómo, a quienes se sienten culpables de eliminar de su cuenta de Facebook a alguien que acaba de morir? ¿Cómo describir a las personas esclavas de revisar de instante en instante el teléfono para confirmar la aprobación de sus amigos? ¿Cómo llamar a la gente que empieza un discurso diciendo «no estoy en contra de los gay, pero…», «no estoy en contra del feminismo, pero…», «no soy de los que les gusta hablar de los elogios que recibe, pero…»? ¿Cómo llamar a los que en nombre de la equidad lingüística en lugar de decir todos y todas han empezado a decir todes o todxs? ¿Cómo llamar a quien arrepentido elimina un tuit o al justiciero entre comillas que hace una captura de pantalla de quien lo va a borrar? ¿Cómo nombrar a quienes se jactan de su sinceridad y de empezar con la expresión “¿quieres que te sea franco?”».
La tendencia a no ofender ha provocado una epidemia de conciencia limpia, la nueva cortesía purgante de ofrecer disculpas todo el tiempo. Vivimos tiempos en que están sobrevalorados lo sincero y lo espontáneo y, en ese sentido, ¿cómo definimos a un profesional de la espontaneidad que es encantador cuando se equivoca? ¿Cómo explicar el miedo a hacer el imbécil por ser espontáneo? ¿Es justo llamar «promiscuos» a quienes hoy prefieren elegir una serie de parejas en Tinder en lugar de la soledad o la monogamia? ¿Debemos redefinir los adjetivos «puritano» y «heroína», los verbos «investigar» y «ofender»? ¿Cómo llamar a los que cada semana dicen «confieso que»? ¿Cómo llamar a los que fotografían todos los platos que comen? ¿Cómo entender a quienes en redes actúan como fieros sicarios y en persona les sobra la calma de un budista zen? ¿Cómo educa a sus hijos una madre soltera que tiene dos trabajos y cinco hijos? ¿Cuál es la diferencia entre una mujer y un hombre policías? ¿Cómo llamamos a esos ciudadanos que se sienten comisarios de la moral pública y que se convierten en justicieros aburridos? ¿En qué piensa un matemático que trabaja para un banco y uno que investiga números primos? ¿Por qué nos llama menos la atención un niño manchado de petróleo en la selva del Perú que un niño predicador evangélico? ¿Cómo llamar a los que se indignan incluso cuando duermen? El idioma que se necesita para explicar estos fenómenos y escenas familiares exige una mentalidad que no divida al periodismo en provincias como datos o narración, pero sobre todo exige que pensemos en cómo contagiar la experiencia de gente tan diversa como remota, en pensar por qué el periodismo, en autopista electrónica o en trocha de mula, se ha alejado de la psicología de la gente, de los síntomas que hacen posible que damas, caballeros y niños presten atención a lo que está en sus narices y del otro lado del mundo, de detalles tan predecibles como misteriosos que nos hacen voltear la cabeza hacia lo que no nos importaba antes. No importa tanto si los ciudadanos sueñan con periodistas digitales. Importa que nuestro trabajo le dé más sentido a este mundo y el otro.