En los siguientes párrafos trataré de desentrañar cómo las nuevas tecnologías podrían estar transformando la manera en que empleamos el idioma español y en qué medida están modificando la forma en que hacemos periodismo. Lo haré desde mi doble condición: soy un hombre de letras que también entiende el lenguaje de las máquinas; he dedicado mi vida a escribir, pero programo computadoras desde los 15 años y me conecté a Internet hace casi un cuarto de siglo.
Antes de plantearnos si las nuevas tecnologías están modificando el uso del idioma (probablemente, sí, aunque de modos inesperados, inadvertidos, a veces poco comprendidos o mal interpretados), deberíamos admitir un hecho incontrastable. Estamos asistiendo, al menos en ciertos ámbitos, a una descomposición cultural mayúscula. Lo percibo en mi actividad académica. Los alumnos —que estudian Periodismo, una disciplina directamente emparentada con el lenguaje— casi no han leído literatura y poseen escasa información sobre cultura general; en otros casos, sobre todo en los niveles primarios y secundarios, hay incluso dificultades para la compresión de textos. Algunas ortografías, simplemente, aterran.
Se sostiene, además, que no hace falta saber nada, porque todo está ahí, en Internet. Ambos razonamientos —viciados, como espero demostrar enseguida— se alimentan mutuamente y contribuyen a construir un escenario complejo, con muchos responsables y una constelación de causas. Por lo tanto, y no es la primera vez que vemos este fenómeno, resulta más fácil y cómodo atribuirles la crisis a Internet, YouTube y los celulares. Esto es, a mi juicio, una simplificación.
A modo de ejemplo, una contradicción cotidiana. Nos rasgamos las vestiduras porque los chicos no se despegan del celular y casi no leen. Pero lo hacemos mientras chateamos o miramos una serie en Netflix. Si nosotros mismos hemos caído en la hipnosis de las pantallas, ¿qué se supone que harán nuestros hijos?
Los niños son grandes imitadores. Es la única forma que tienen de aprender qué es ser adulto. No llegan al mundo con otro manual de instrucciones que su entorno familiar, primero, y la escuela y sus compañeros de aula, después. Adquieren de este modo desde las palabras y la pronunciación de su lengua materna hasta los usos y costumbres. Si se grita, si se razona, si se come con moderación, si se lee o si, en cambio, se miran pantallas. Para el docente, y experimento esto a diario, es muy frustrante. En general, para cuando el niños de escolariza, la tradición familiar (si se lee o si se miran pantallas) ya está instalada, muchas veces de modo irreversible.
Como la imprenta de Gutenberg, que no es la causante de las malas novelas, Internet no es la culpable de que la lectura y la cultura general estén en crisis. La Argentina tiene una fecunda tradición literaria, y Buenos Aires, una de las ferias del libro más importantes del mundo. Pero cuando les pregunto a mis alumnos si sus padres leen libros o si tienen una buena biblioteca en casa, la respuesta es con demasiada frecuencia: no y no. Por añadidura, la universidad en la que dicto clases recibe alumnos de casi toda América Latina. El dilema es, como mínimo, regional, y me atrevo a sospechar que trasciende nuestras fronteras.
Ahora bien, hace 13 años que tengo allí mi cátedra de Internet para periodistas. En 2006 los alumnos también mostraban serias limitaciones lingüísticas, y habían nacido una década antes de la llegada de la Internet pública a la región y un cuarto de siglo antes de los smartphones. Es decir, cursaron los años clave de su aprendizaje sin contacto con la Red. Sin embargo, tendemos a escondernos detrás de un lema confortable: la culpa es las nuevas tecnologías.
En cuanto a que todo lo que necesitamos saber está en Internet, obviamente, no es cierto; el esfuerzo monumental de la Wikipedia o el Proyecto Perseo, de la Universidad de Tufts, entre muchos otros, son maravillas de nuestra civilización, pero todavía es imposible reunir en un solo lugar todo lo que la humanidad sabe.
Pero aun cuando existe un volumen formidable de conocimiento disponible en Internet, de poco le servirá a una persona que lo ignora casi todo, desde las leyes del movimiento de Newton hasta el mecanismo de la fotosíntesis, desde el año en que cayó Constantinopla hasta cómo se hace el pan. Si no sabe casi nada, ¿por dónde empezaría a preguntar? Parafraseando, ex nihilo nihil fit.
En el peor escenario, y no es de ninguna manera un escenario infrecuente, consumirá toda esa información sin ningún espíritu crítico.
Habiendo echado un poco de luz sobre la crisis lingüística y cultural, es momento de reflexionar con más de precisión acerca de dónde y cómo podrían las nuevas tecnologías modificar el empleo del idioma en sí. El problema es que no queda claro a qué nos referimos cuando hablamos del idioma. ¿Nos referimos a las destrezas lingüísticas inscriptas en nuestro ADN y expresadas en las áreas cerebrales de Broca y de Wernicke y en la peculiar anatomía de nuestro aparato fonador? ¿A la pobreza de léxico? ¿A la redacción calamitosa o telegráfica? ¿A la forma (supuestamente) rudimentaria de la escritura online?
Desarmemos este rompecabezas, que está compuesto por al menos cuatro piezas: la genética, el léxico, la redacción y, claro está, la escritura.
Les daríamos demasiado crédito a las nuevas tecnologías, si creyéramos que pueden cambiar nuestro ADN. El ADN se alterará, tal vez, por efecto de la evolución. O las habilidades verbales de un individuo se degradarán a causa de una lesión cerebral. Pero no por Internet o los celulares. No tienen tanto poder.
Internet y los dispositivos digitales pueden suprimir, tal vez, ciertas destrezas intelectuales, al menos durante un tiempo, mientras que fortalecen otras. Por ejemplo, la lectura de textos extensos requiere un entrenamiento, que debe empezar, idealmente, temprano en la vida. El consumo constante de mensajes cortos en el chat, de breves correos electrónicos, y el picoteo de no mucho más que epígrafes en la Web muy probablemente desalienten la lectura de obras extensas. La prevalencia de medios audiovisuales podría atentar también contra esta capacidad. Los videojuegos, por otro lado, mejoran la coordinación psicomotriz fina, mientras que los medios audiovisuales han simplificado el aprendizaje de muchas disciplinas y han llevado conocimiento allí donde antes estaba vedado por las distancias que separaban a esas poblaciones de los centros urbanos.
Pero nada de esto alterará nuestro genoma. Han transcurrido escasamente 40 años desde la aparición de las primeras computadoras personales (la Apple II, en 1977, y la IBM/PC, en 1981). El ADN cambia con el transcurso de centenares de miles años. Eventualmente, en un futuro que no es lejano, la ingeniería genética podría ser capaz de una modificación de este tipo. Pero el lenguaje, como función cerebral de la especie, permanece intacto frente a las nuevas tecnologías.
El vocabulario, al revés que el ADN, es adquirido. Puesto que, según todo indica, se lee poca literatura, no se aprenden nuevas palabras. Así, el idioma se va empobreciendo. Nunca se pasa de asombro a perplejidad, de perplejidad a estupor, de estupor a pasmo. «Abstruso» y «arduo» siempre se expresan por medio de la palabra «complicado». «Cosa» se usa en reemplazo de miles de términos más precisos. Y «aprieto», «dilema», «obstáculo» y «contratiempo» terminan siendo, simplemente, «problemas». Esto es grave, no solo por la pobreza semántica a la que conduce, sino también porque somos seres simbólicos. Para el que conoce el nombre y las características de los árboles, pasear por un bosque es una experiencia muy diferente de la de aquel que no tiene ni idea y le da lo mismo un fresno que un abedul, un ceibo o una haya. La falta de palabras, la falta de léxico, es una forma de ceguera. Lo que no tiene nombre en cierto modo no existe. Curiosamente, y como se verá en las conclusiones de este artículo, hoy es más fácil que nunca, gracias a las nuevas tecnologías, hallar sinónimos e ideas afines, navegar por los diccionarios, obtener e incorporar la palabra exacta o evacuar dudas gramaticales.
Respecto de la redacción, fuera de los chats y correos electrónicos, tampoco se escribe mucho y bien. Por eso, un número de técnicas que los escritores conocemos van cayendo en desuso, con consecuencias a veces catastróficas. He visto una cantidad alarmante de alumnos que ni siquiera ha fijado el concepto de oración. En ocasiones, he debido explicar lo que nunca pensé que tendría que explicar: que en español una oración empieza con una mayúscula y termina con un punto.
Es cierto, como se verá enseguida, que en Internet, especialmente en el chat, no usamos una escritura convencional; esto sin duda contribuye a la descomposición del idioma en cada individuo. Pero una cosa es escritura y otra redacción. Los textos fragmentarios y anómalos, con escaso vocabulario, con una gramática textual deshilachada y sin ningún mérito en el ritmo o el tono, no son el resultado de las nuevas tecnologías. Son el resultado de una educación a veces devastada, a veces obsoleta, a veces impartida sin ninguna equidad social. Y son, antes que nada, el resultado de que en el entorno familiar suelen recibir ejemplos contrarios a lo que se pregonan. Si queremos que nuestros hijos lean, debemos dejar el celular y ponernos a leer. Libros. De papel. Delante de ellos.
¿Por qué libros de papel y no libros electrónicos? Porque cuando un chico —un gran imitador, insisto— nos ve leyendo un libro de papel sabe que estamos leyendo un libro. Si nos ve leyendo en el celular o en la tablet, pensará que estamos chateando por WhatsApp o mirando una serie. Vemos las cosas como somos, no como las cosas son. También les ocurre esto a los niños.
Por supuesto, el Estado debe estar presente y cualquier campaña destinada a promover la lectura entre los más jóvenes siempre es bienvenida. Pero el ejemplo parental es insustituible.
¿Garantiza el ejemplo parental que el chico se convertirá en lector? No, pero al menos no habremos desperdiciado esos primeros tres años en los que el recién nacido incorpora desde cómo moverse en un espacio tridimensional, su cerebro aprende a interpretar lo que sus ojos captan y asocia una serie de escenas cotidianas (aunque no lo notemos) con lo que en el futuro considerará normal. Si se leen libros o se mira la tele.
Observemos ahora la escritura. Es una invención humana, una tecnología que permite plasmar el habla. Desde que los sumerios y los egipcios la crearon, la escritura ha demostrado ser excepcionalmente dúctil. El bustrofedón de los griegos era adecuado a los grandes monumentos. En ese formato, se leía la primera línea de izquierda a derecha y la siguiente, de derecha a izquierda; la tercera, de derecha a izquierda y la cuarta, al revés; y así, alternativamente, hasta el final. Tenía sentido, porque ahorraba mucho caminar innecesario y evitaba que el lector se confundiera de línea al llegar al otro extremo del muro. Pues bien, hoy nos parecería una aberración.
La scriptio continua, también común entre los griegos clásicos y en la Roma de la República y el Imperio, no solo empleaba exclusivamente mayúsculas, sino que no dejaba espacio entre las palabras. Hay numerosos motivos por los se usaba este formato, pero uno es significativo: los sustratos disponibles para escribir eran escasos y costosos, así que no tenía sentido malgastarlos en espacios en blanco. La scriptio continua era una forma de adaptar una técnica —la escritura— a restricciones de la época. Lo mismo hicimos, hace un cuarto de siglo, al adecuar nuestros textos al escaso ancho de banda del que por entonces disponíamos en Internet.
La escritura se adapta, pero en la actualidad la scriptio continua nos parecería propia de una persona casi iletrada, y resultaría ininteligible.
Los dos ejemplos antedichos demuestran que la escritura es una técnica, como el óleo o el fresco, como la imprenta o la metalurgia, y las técnicas tienden a evolucionar y a adaptarse.
De esta suerte, la escritura meticulosa del libro o del periódico es una obligación, porque el interlocutor y buena parte del contexto están ausentes. Hacen falta ahí todos los signos de puntuación, todas las mayúsculas, todas las tildes, la gramática escrupulosa, el vocabulario preciso. Como en una partitura, basta un puntillo de menos en la página de un violinista para que toda la interpretación se descalabre.
Pero en la Red las cosas son muy diferentes. En el chat, nuestro interlocutor sí está presente, al otro lado de la línea, y lo que importa es comunicar de forma rápida y eficiente mensajes instantáneos y fugaces. Suena por completo fuera de lugar el que una persona escriba como en la página impresa. Porque esa no es la norma en Internet.
La escritura de los chats no es primitiva, no hay per se allí ninguna falla. Se trata simplemente de una norma diferente. Esa norma dicta que debemos comunicar, rápido, de la forma más económica y eficiente posible, un mensaje instantáneo y fugaz. No hay tiempo para la prosa prolija, y además es por completo innecesaria, porque casi todo en la Red es volátil. Para el caso, tampoco somos demasiado gramaticales al conversar en persona o al enviar mensajes de audio.
Yo, que soy obsesivamente meticuloso con el artículo o la página del libro, escribo sin mayúsculas y casi sin signos ni tildes en WhatsApp. Rápido, eficiente, instantáneo y fugaz. Es, una vez más, la escritura adaptándose a un nuevo entorno. Lo hizo docenas de veces durante sus más de 5000 años de historia. No es un defecto, es la manifestación de su poder de adaptación. Es un nuevo bustrofedón, una nueva scriptio continua.
Ahora bien, una persona que escribe en el chat con errores aterradores de ortografía y usa expresiones casi incomprensibles no solo usa mal el idioma, sino que también viola esa norma básica de Internet, porque no se está comunicando de forma eficiente, no se le entiende, deberá repetir una y otra vez su emisión. Es curioso, cuanto mayor es la formación lingüística de una persona, más fácil le resultará comunicarse en el chat respetando la norma de Internet.
Un aparte para los emoticones. Se dice que por culpa de Internet hemos pasado del buen texto a algo parecido a los primitivos jeroglíficos egipcios. Sé que para ninguno de ustedes es una noticia, pero los jeroglíficos egipcios, en su etapa madura, como descubrió Champollion con la Piedra de Rosetta, no eran ideogramas ni pictogramas. Eran texto. Sabemos esto desde 1822, y todavía el prejuicio subsiste.
Los emoticones y emojis son, sí, ideogramas y pictogramas, y cumplen una función clave en las comunicaciones digitales. Si uno tuviera que explicar que lo que acaba de decir es solo una broma, levemente irónica y con una pizca de picardía, necesitaría varios párrafos. Eso mismo se expresa, grosso modo y sin lujos, mediante un guiño. ¿Es texto? No. Pero funciona bien y es coherente con la norma del chat: rápido, eficiente, instantáneo y fugaz.
Pero hay algo más, y es decisivo. Una parte sustancial de la comunicación humana es no verbal. Se basa en miradas, gestos y actitudes corporales. Eso es lo que transmitimos con los emoticones y los emojis. ¿Por qué? Porque el chat está mucho más emparentado con la conversación (lo es, de hecho) que con la página impresa. Si sonreímos o guiñamos un ojo al hablar en persona, si damos un abrazo o aplaudimos, ¿por qué no hacerlo en el chat? De nuevo, esa es la norma. Usar los emoticones y emojis no solo no está mal, sino que es lo correcto. Los veteranos de la Red los usamos desde antes que se popularizara el término millennials.
Por otro lado, la idea de representar emociones mediante signos gráficos no es nueva en absoluto. Fue planteada por Ambrose Bierce en 1912, y Scott Fahlman, del Departamento de Inteligencia Artificial de la Universidad Carnegie Mellon, inventó los emoticones en 1982.
¿Sería mejor, para expresar las sutilezas del alma, la letra sola, el texto inspirado? Por supuesto que sí. Se llama literatura. Pero en Internet no tenemos la intención de hacer arte, ni el tiempo para eso. Solo estamos charlando.
Se me dirá que los emoticones no ayudan a mejorar las empobrecidas destrezas lingüísticas de los más jóvenes. Es cierto, pero tampoco fueron diseñados con ese fin.
En suma, es muy probable que Internet y las nuevas tecnologías no contribuyan a mejorar la crisis que atraviesa el español (y la cultura general), al menos en ciertos ámbitos y con matices que sería imposible explorar en este breve texto, y también es posible que empeoren ese escenario. Pero el origen de esa crisis está —para empezar, porque tampoco son los únicos actores— en la educación y, sobre todo, en el ejemplo parental. Esto último es serio, porque significa que el problema tiende a retroalimentarse.
¿Usamos el idioma de maneras nuevas por el advenimiento de las nuevas tecnologías? Queda claro que sí, y eso ya ha ocurrido en el pasado.
Todavía más, estas tecnologías ponen a disposición de cualquier hablante de nuestro idioma muchas y muy poderosas herramientas, empezando por las que ofrece la Real Academia en su sitio web. El caso es paradójico, porque tal vez parte de la respuesta para aflojar la tensión entre las nuevas tecnologías y el empleo del idioma esté, precisamente, en las nuevas tecnologías.
El periodismo, desde luego, ha cambiado con la llegada de las computadoras e Internet. Era imposible que no ocurriera, porque estas tecnologías son equivalentes al libro impreso; están causando cambios paradigmáticos. Esto es, no existe actividad humana que no se transforme, se haya transformado o vaya a transformarse a causa de la digitalización. Algunas se resisten, como se resistió al libro cinco siglos atrás, pero es en vano. El poder de cómputo liviano y económico y una red mundial de alta velocidad por fuerza alteran toda la ecuación de las sociedades organizadas.
Los periodistas hemos tenido que incorporar conceptos que 40 años atrás, cuando me inicié en esta profesión, eran por completo exóticos. Los bits, los cerebros electrónicos, los algoritmos, los protocolos TCP/IP, el código fuente, y muchos otros. Debimos asimismo integrar estas tecnologías a nuestra profesión, y pasamos así de la máquina de escribir y el teléfono de baquelita a las notebooks y los mensajeros con cifrado asimétrico, para citar solo dos. La hora de cierre dura ahora todo el día. Pasamos de la radiofoto a la imagen en altísima calidad enviada por correo electrónico o mediante WhatsApp. Es verdad, asimismo, que la dinámica de la Web es muy diferente que la del papel; hoy incorporamos imágenes, videos, vínculos, mapas. Se hizo también necesario aprender a usar hashtags y a titular de formas más atractivas. Y disponemos de métricas tan precisas que hace tan solo un cuarto de siglo habrían sonado a ciencia ficción.
Todo eso es cierto. Pero, en lo que concierne al idioma, debimos también sortear muchos mitos. Por ejemplo, hemos descubierto que las personas leen textos más largos en la Web que en papel, simplemente porque en la Web no pueden notar de un vistazo la extensión del artículo, mientras que en el papel lo observan, sospechan que les llevará mucho tiempo leerlo, y lo dejan para después. Con no poca frecuencia, se interponen otras urgencias, y el artículo termina traspapelado. Así que al final no era cierto que en Internet debíamos escribir más corto, como se pregonaba hace una década.
En todo caso, debemos escribir cada vez mejor, porque uno de los peores enemigos del periodismo en Internet es el tedio. Hoy, para obtener una pieza más sabrosa no hace falta caminar hasta el puesto de diarios. Alcanza con hacer un clic. De modo que, en todo caso, Internet está obligándonos a refinar nuestra redacción. No digo que siempre se haga, pero es menester.
En cambio, el periodismo ha cambiado en otro sentido. Lo realmente nuevo de estos casi 30 años de Internet pública es que 4000 millones de personas acceden hoy a un poder que hasta 1990 era patrimonio exclusivo de los Gobiernos, las grandes empresas, algunas celebridades y, desde luego, los medios. Me refiero al poder de comunicar masivamente información, ideas y opiniones.
Se dijo, sin mala fe, aunque con cierta miopía, que esto equivalía al fin del periodismo. Una confusión. Porque el periodismo no es solo comunicar masivamente. Es, primero y antes que nada, investigar y verificar. Incluso la opinión es un trabajo extenuante y arduo que en no pocas ocasiones modifica la mirada del periodista.
Por eso, las noticias falsas y los tóxicos rumores virales hacen que nuestra actividad se haya vuelto clave para las democracias occidentales. Facebook, Twitter y Google se las ven en figurillas para resolver mediante inteligencia artificial un intríngulis que en las Redacciones hemos despachado hace más de 400 años. Es nuestro trabajo de todos los días: investigar, verificar, intentar averiguar qué es cierto y qué no. Este escepticismo controlado lleva años de entrenamiento; no alcanza con tener un smartphone y una conexión con Internet.
Otrora, nuestro oficio se asociaba con informar. Esa información surgía de verificar e investigar. Hoy, en cambio, la información se ha convertido en una commodity, una materia prima que se distribuye en las redes sin clasificar por calidad. Allí se cuelan las noticias falsas y los rumores virales, casi siempre inverosímiles, pero que muchos desean creer.
Defiendo desde que llegó Internet a nuestros hogares el que cualquier persona pueda publicar sus opiniones e ideas, incluso cuando no esté de acuerdo con ellas. Eso se llama libertad de expresión. Pero no es periodismo. La libertad de expresión es un derecho, no un oficio; es una garantía constitucional, no una profesión. Viene dada en nuestras democracias, no requiere años de práctica.
Creo que la inmensa mayoría de las personas tiene buenas intenciones, pero el que puedan difundirse mentiras a escala industrial y a un ritmo escalofriante hace que el periodismo de calidad sea el único contrapeso disponible. El peligro de las noticias falsas ha venido a demostrar lo que unos pocos venimos sosteniendo desde hace décadas: que este es el mejor momento de la historia para hacer periodismo y que en las redacciones estamos haciendo lo que venimos haciendo desde hace más de cuatro siglos. Esto es, buscar lo más parecido a la verdad que podamos en tiempo récord (y a veces bajo amenaza). No es nuevo, cierto. Pero es un pilar de nuestras democracias, e Internet y los algoritmos, por sí mismos, han demostrado ser incapaces de reemplazar esta actividad.
¿Podrán hacerlo alguna vez? Esto nos llevaría a analizar el estado actual de la inteligencia artificial, un tema muy extenso sobre la que también circulan bastantes mitos. Pero, para resumir, un asunto funciona, en este punto, como divisoria de aguas: la inteligencia artificial carece de consciencia, y eso le impone límites muy estrictos. Según un estudio de Carl Frey y Michael Osborne, de la Universidad de Oxford, los reporteros y corresponsales tienen solo un 11,4 % de posibilidades de ser reemplazados por la inteligencia artificial en el mediano plazo. En el estudio, el concepto de «periodista» ni siquiera figura. Opuestamente, los recolectores de residuos están en el 93,4 %, mientras que los asistentes sociales orientados a adicciones caen por debajo del 1 por ciento. Es lógico, sin consciencia, la máquina no puede comprender el concepto de «adicción».
Las máquinas podrían en un futuro cercano escribir razonablemente bien, pero el periodismo es también un ejercicio de la consciencia, no solo de la pluma.
¿Acaso podríamos simular consciencia, como tantas otras cosas que emulamos en las computadoras? Difícilmente. Todavía no tenemos una definición siquiera preliminar de qué es la consciencia humana. Además, no puede de ningún modo ser una simulación; nadie simula estar consciente de sí y de su entorno. Si lográramos que las máquinas alcanzaran la consciencia, posiblemente abordarían cuestiones propias de las máquinas, no de los humanos, y su periodismo sintético nos resultaría indigesto o anodino. Por añadidura, no es improbable, como se ha descubierto durante la última década, que en las mentes artificiales acontezcan procesos psíquicos que nos resultarán por completo ajenos.
De todo, uno de los cambios más profundos que han traído las nuevas tecnologías a las redacciones es que en la actualidad un periodista puede tener un contacto mucho más cercano con su audiencia. Ese diálogo, cuando se establece sanamente, enriquece mucho el resultado final. Durante gran parte de mi carrera, y en gran medida sin que lo notara, porque era un gaje del oficio, trabajé, como todos, sin percibir el pulso del lector. Ahora ese aislamiento es, por fin, cosa del pasado.
Las nuevas tecnologías han originado también desafíos para la industria, como los relacionados con la propiedad intelectual o el de la concentración del negocio publicitario en un puñado de gigantes, típicamente Google y Facebook. Por ahora, no obstante, es temprano para saber si tales dilemas se resolverán por medio de leyes, como la que acaba de promulgar la Unión Europea, o si la solución, como nos ha enseñado la revolución digital en estos años, surgirá del lugar menos esperado.
En suma, con la llegada de estas tecnologías los periodistas hemos debido aprender conceptos nuevos y hoy disponemos de herramientas muy diferentes (y mucho mejores) de las que teníamos hace medio siglo. En cuanto al español, se nos ha simplificado mucho el escribir bien. Los instrumentos están ahora en la misma pantalla en la que redactamos nuestros textos; encontramos la palabra justa o evacuamos una duda idiomática en instantes. Cuando la hora de cierre es tan acuciante, estas posibilidades valen oro.
Pero las transformaciones más profundas se produjeron en la relación con las audiencias y en la revalorización de la labor periodística, que funciona en nuestras democracias como un contrapeso contra la peligrosa industrialización de la mentira.