En la primera mitad de los noventa, yo trabajaba escribiendo textos para un programa de televisión que se llamaba El otro lado. Era una mezcla entre ficción y periodismo. Fabián Polosecki, periodista en la vida real, simulaba ser un guionista de historietas que se había quedado sin ideas. En cada programa salía a buscar inspiración para sus historias; estas entrevistas, nacidas de una excusa de ficción, eran reales.
Uno de los programas estuvo dedicado a los hoteles, pero no a los hoteles de turismo sino a aquellos donde la gente se hospeda durante largos períodos, a veces durante años. En uno de esos hoteles vivía la viuda de un actor. Su marido había muerto de un ataque cardíaco unos años antes. Con respecto a esa muerte, y a la supuesta culpable de esa muerte, ella guardaba un rencor imborrable.
El marido actuaba en una obra que había recorrido durante años los teatros de la Argentina. La convivencia del elenco no era feliz: su partenaire —una examante— lo odiaba. A esta mujer la viuda la llamaba «la morocha». Por exigencia de la obra, en el último acto la actriz debía golpearlo en el pecho. La morocha lo golpeaba con fuerza creciente. Estos golpes, con el tiempo, le habían provocado un daño. La morocha sabía de la debilidad del actor, y sin embargo había seguido golpeando con fuerza hasta provocarle la muerte.
Esa era la historia que contaba la viuda. Lo más probable es que no haya habido ningún vínculo entre los golpes y los problemas cardíacos. Pero si jugamos a prestarle nuestra fe a la historia, vemos que se trata de un crimen perfecto: un crimen ejecutado a la vista de todo el mundo, y que aparece como una irreprochable muerte natural. La pequeña historia enlaza además dos elementos centrales de toda ficción, y hace del cruce de estos elementos —que suelen estar separados— el conflicto.
El primero de estos elementos es lo cotidiano, la repetición de los días en el almanaque. Es el estado del mundo antes del relato. Las novelas, las películas y los cuentos suelen comenzar con una cierta tranquilidad que luego será interrumpida. Aquí esa cotidianeidad está dada por las funciones sucesivas (y los golpes sucesivos). El segundo elemento es el acontecimiento, el quiebre que aparece en toda historia: aquello que no se repite, lo que sólo ocurre una vez. En este caso, la muerte del actor.
En español tenemos una fórmula para los cuentos: el «había una vez», o «érase una vez». El verbo en imperfecto destaca el estado del mundo antes del conflicto: nos sugiere la repetición amable de los días. Había una vez un rey, o una princesa o un castillo. El cuento «El pescador y su mujer», de los hermanos Grimm, enfatiza la repetición implícita en el «había una vez»: «Érase una vez un pescador y su mujer, que vivían en una cabaña junto al mar, y el pescador iba todos los días a pescar y echaba el anzuelo una y otra vez». Cuando un texto de ficción es adaptado al cine o a la televisión, lo que se pone en escena de un modo más directo o más sencillo es el acontecimiento, el conflicto, lo que ocurre una vez. El arte audiovisual ha nacido para mostrar el resplandor de los hechos. La cotidianeidad, lo repetido, pertenecen sólo al mundo de lo escrito: desde luego, la rutina aparece en películas o series, pero los medios para dar cuenta de la repetición de los días son indirectos o sofisticados. A veces esto está resuelto a través de una voz en off, que es un recurso que recuerda a la escritura.
Hay un cuento de fantasmas inglés, anónimo, que nos habla de una mujer que todas las noches sueña el mismo sueño. El sueño es muy simple: camina por un bosque hasta encontrar, en un claro, una casa. Se acerca a la puerta, golpea, y cuando están a punto de abrirle, se despierta. Un día, mientras recorre en auto una zona agreste, ve de pronto entre los árboles la casa de sus sueños. Baja del auto y golpea la puerta. Le abre un hombre de barba blanca, muy amable. Ella no dice nada de su sueño, simula que está interesada en comprar la propiedad. «Ah, pero no le recomiendo que la compre, señorita, esta casa recibe la visita de un fantasma», dice el hombre. «¿Y quién es el fantasma?», pregunta ella. «Usted».
En este relato, la repetición ocupa un lugar de importancia. Es esencial para el cuento que sepamos que el sueño no ocurrió una sola vez, sino muchas veces; es esta repetición, y no el contenido del sueño, lo que confirma su naturaleza anómala. Si lleváramos este mínimo relato a una pantalla, observaríamos que la escena del encuentro entre la protagonista y el hombre de barba blanca puede filmarse sin mayores problemas, mientras que la idea de la repetición inicial exigiría un procedimiento más complicado.
Frente a los otros lenguajes, es propio de la literatura el poder imbricar lo cotidiano con lo extraordinario de un modo que los otros medios ignoran. Y la literatura es capaz de inculcar en el lector la noción de que una experiencia se da dentro de una colección de experiencias, o dentro del marco de una vida; la idea de que el relato no cuenta todo, sino que hay algo que ocurrió antes y algo que ocurrirá después.
En uno de sus relatos, «Un accidente absurdo», Graham Greene nos presenta a Jerome, un niño inglés que estudia en un internado. Un día el director lo llama para darle una mala noticia: su padre ha muerto en un accidente. No fue un accidente común: estaba en un viaje por Nápoles cuando un enorme cerdo le cayó encima desde un quinto piso. En Nápoles la gente suele criar cerdos en los balcones, explica el director, y este cerdo había engordado tanto que el balcón cedió. El niño lo único que pregunta es: «¿Y qué pasó con el cerdo?». Pasan los años, Jerome se convierte en un hombre, pero ve que su relación con el mundo tiene un obstáculo: cuando cuenta la muerte de su padre la gente, por más que quiera mostrarse compasiva, apenas puede aguantar la risa. Y él no quiere que se rían de su tragedia. Se da cuenta de que la clave del humor está en la sorpresa: entonces trata de disolver el asombro. Y cuenta: en Nápoles la gente suele criar cerdos en los balcones; algunos de estos animales alcanzan un peso extraordinario. Y entonces… De todos modos su vida es una serie de fracasos amorosos hasta que conoce a una chica que lo deslumbra. Está tan enamorado que se demora en contar la historia de la muerte del padre. Hasta que al final se la cuenta. Cuando termina, ella, muy seria, le pregunta: «¿Y qué pasó con el cerdo?». Entonces él se da cuenta de que encontró el amor de su vida.
El relato anticómico que prepara Jerome es justamente instalar la repetición (la costumbre napolitana de criar cerdos en los balcones) en el terreno de lo extraordinario: el accidente. Jerome hace lo contrario que haría un buen narrador: convierte lo excepcional en norma, lo único en serie.
Si tuviéramos que contar algo de nuestra vida, algo que nos identificara como una huella digital narrativa, ¿qué contaríamos? ¿Aquello que hacemos todos los días, o que hicimos durante años, o algo que nos pasó una sola vez?
Hay un personaje secundario de la película El ciudadano que tiene muy claro qué historia, qué instante, lo representa. Recordemos que la película tiene la forma de una investigación acerca de la misteriosa palabra que un magnate de la prensa, Charles Foster Kane, pronuncia antes de morir: Rosebud. A un joven periodista le encargan averiguar el significado de esa palabra. Entrevista, entre muchas personas, a un antiguo colaborador de Kane. El periodista imagina que la palabra misteriosa debe referir a algo muy importante en la vida de Kane. Pero su entrevistado no opina lo mismo, y le da una lección sobre la memoria: «Un hombre puede recordar cosas que a usted no se le ocurriría que pudiera recordar. Tome mi caso. Un día de 1896 yo estaba cruzando a Jersey en el ferry y cuando salíamos otro ferry llegaba y en él había una muchacha esperando el momento de bajar. Tenía un vestido blanco. Llevaba una sombrilla blanca. La vi sólo durante un segundo. Ella no me vio, pero no pasa un mes sin que piense en esa chica».
En el relato de la viuda del actor lo repetido, las funciones y los golpes en el pecho, se convertía en lo único, la muerte del actor. Aquí ocurre al revés: lo único, la visión fugaz de la muchacha, se convierten en lo cotidiano. «No pasa un mes sin que piense en esa chica». Es esa repetición lo que da sentido al relato, lo que refleja la melancolía del personaje y la idea de que el hecho central de una vida puede ser un segundo de felicidad, un instante de iluminación.
Una antigua sentencia latina decía: «De ti, lector, trata la fábula». Si persistimos en el oficio de lectores es porque adivinamos, en la lejana peripecia de los héroes, un espejo cercano.