Para analizar los cambios en nuestra percepción y valoración de la imagen y de la palabra en la nueva era, deberíamos establecer antes de nada el punto de partida. Las personas de mi generación —en términos amplios— nos hemos educado en unos valores que están ligados a una realidad mucho más palpable y cercana. ¿Cuál es nuestra relación con la imagen y la palabra y en qué sentido ha ido sufriendo cambios?
Mi intervención se centrará en esta evolución, tratando de determinar en qué medida los cambios han supuesto una transformación profunda en nuestra manera de relacionarnos con los demás e incluso en la visión que tenemos de nosotros mismos.
Las diferentes formas que hoy puede tener un libro y la multiplicidad de las pantallas de todos los tamaños en nuestra vida cotidiana y profesional nos han mostrado una realidad enormemente amplia y han creado la ilusión de que es abarcable. ¿Tiene la palabra el mismo papel que ha tenido en el pasado?, ¿la invasión de imágenes a que estamos continuamente sometidos le ha restado valor a la idea de imagen tal como la concebíamos en el pasado? ¿El arte y la literatura quedan seriamente afectados o siguen siendo una especie de territorio al margen de todos los demás?
«No podemos bañarnos dos veces en el mismo río». La frase de Heráclito sigue siendo muy poderosa para mí. Veo el río fluyendo y en medio de la corriente, sumergido hasta la cintura, a un hombre delgado, de aspecto evangélico, con cierto parecido a San Juan Bautista. Acude al río, a esa especie de poza, todas las mañanas. El agua le bautiza todas las mañanas. Nunca la misma agua, nunca el mismo río. Y, a fin de cuentas, tampoco él es, todas las mañanas, el mismo hombre. Es un hombre con un día más.
Cuando escuché la frase por primera vez yo era casi una niña. En el colegio religioso donde estudié, y donde, con la gloriosa excepción de los domingos, transcurrían las más largas horas del día, los manuales de literatura y de filosofía recogían textos de los autores más importantes. En las clases de filosofía solían preguntarnos qué nos parecía más acertada: la visión de Heráclito o la de Parménides. ¿Quién podía acertar en la respuesta? Si la pregunta solo se hubiera referido a la imagen, no hubiera habido duda para mí. Heráclito se imponía. El río y la poza donde se baña el profeta.
Las palabras creaban imágenes muy poderosas. Las imágenes eran muy importantes en aquellos tiempos. Se destacaban sobre la letra impresa.
Un cuento ilustrado ganaba todas las batallas. Me encapriché, y finalmente me compré un libro de horas de buen formato y tapas que imitaban el pergamino —para colmo, escrito en francés, lengua que estudiaba pero que no dominaba, ni mucho menos— , simplemente para tener en mis manos aquel maravilloso papel en el que se habían impreso maravillosas escenas, muy coloridas, de las diferentes estaciones del año.
Pese a mi gran admiración por las imágenes, nunca se me ocurrió aventurarme yo misma a trazar esbozo alguno. Las palabras me resultaban más cercanas. No se trataba, siquiera, de cercanía. Eran parte de mí. Las imágenes, en cambio, venían de fuera. Esa era mi percepción. Y, como lo que venía de fuera me impresionaba mucho —me fascinaba y me asustaba a la vez— , las palabras fueron, desde que tengo recuerdo, mi refugio.
Evidentemente, mi infancia se enmarca en un tiempo que ahora resulta muy remoto, casi incomprensible. Sin televisión, sin pantalla alguna en las manos. Jugar al escondite, saltar a la cuerda, jugar a las muñecas, a los recortables, al mecano, hacer puzles, leer… Esos eran los entretenimientos habituales. Las tardes de los domingos invernales transcurrían dentro de casa. En el cuarto que llamábamos «de jugar» he pasado muchas horas entretenida con esa clase de juegos. En el verano, el territorio se ensanchaba. No sé cuándo, apareció la piscina, que era un juego en sí, un lugar para estar dentro y para estar al borde, para tirarse en zambullidas desde el trampolín, para tiritar envuelta en la toalla, para tomar el sol…
Casi dos mundos opuestos: la palabra y la imagen. Las palabras, dentro de mí. Las imágenes, fuera.
Quizá esto sea una exageración. Pero las primeras impresiones siempre tienen algo de verdad. Con el tiempo, los contornos van desapareciendo. No es tan fácil hacer separaciones. Y todo fluye. No nos bañamos dos veces en el mismo río.
El último terceto del famoso soneto de Quevedo:
encierra para mí esa gran verdad que a veces se nos revela: el continuo fluir de la vida, la naturaleza fugitiva de las cosas, de nosotros mismos.¡Oh, Roma!, en su grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
Ni las palabras ni las imágenes pueden significar para mí lo que significaron en el pasado. La infancia que les ha tocado vivir a mis nietos no se parece mucho a la mía. ¿Qué importancia tienen para ellos la palabra y la imagen? Elaborarán sus recuerdos con otros materiales, con otros puntos de referencia. Las pantallas están su vida, en sus manos, sus dedos de deslizan con asombrosa rapidez y acierto con ellas. Raras veces se equivocan.
Es, de todos modos, fascinante el proceso en que se van haciendo con el lenguaje, con las palabras, con las expresiones verbales y las construcciones gramaticales. Es fascinante porque el lenguaje resulta fascinante para ellos. Mis nietos —un niño y dos niñas— han revelado un extraordinario interés por las palabras. En cierto modo, su interés me ha cogido por sorpresa. A todos los observadores de la adquisición del lenguaje les sucede lo mismo, según creo. Todos nos asombramos de la rapidez del proceso de aprendizaje del lenguaje que está basado, sin duda, en lo mucho que a los niños les interesa hacerse con él, pero no sólo quieren hablar, sino hablar con precisión, con corrección. Quieren entender y se entendidos. Es algo más que un acto de voluntad. Les gusta, disfrutan con ello.
El asunto está en la sociedad que les ha tocado vivir. En ese aspecto, no se ve tanta valoración. Evidentemente, no flota en el aire la idea de la importancia de expresarse bien, con precisión y elegancia. ¿La imagen se ha comido a la palabra? La velocidad, la inmediatez, ese continuo y precipitado fluir del tiempo que nos transmiten las noticias que recibimos del mundo exterior no dejan espacio para el pensamiento, la reflexión, la serenidad.
La era digital. Internet. Hemos entrado en otro tiempo, en otro espacio. ¿Qué papel tienen en él las palabras? Muchas veces, se convierten en abreviaturas, se reducen, se quiebran las frases. Muchas veces, son sustituidas por pequeñas imágenes. Pero, ¿no han sufrido también cambios la percepción e utilización de la imagen?
Más que la imagen fija, lo que en la actualidad está de moda es la imagen en movimiento. Pequeños vídeos. Breves, fugaces escenas de la vida cotidiana de un bebé, de un gato, un chiste sobre un político. Eso es lo que, de pronto, se hace viral. Es decir, se propaga por la red. Esas imágenes las ven millones de personas. Muchas de ellas han escrito un mensaje «Me gusta». Eso liga a todas esas personas entre ellas. Establece un vínculo. Este es un aspecto nuevo de la vida. Los vínculos que crea internet. Los vínculos propios de la era digital.
Han cambiado mucho las cosas, sí. El río en el que nos bañamos en la infancia es muy distinto al que río en que se bañan nuestros nietos. Heráclito tenía razón.
Tanto la palabra como la imagen han sido lanzadas al espacio sideral. Millones de palabras van de un lado para otro, como una constante lluvia de estrellas. Palabras escritas en diferentes idiomas, palabras abreviadas, deformadas, palabras voladoras. ¿Qué valor tiene una sola palabra en medio de las otras? Parecen casi intercambiables. unas veces van en una dirección y otras, en otra… Y nunca se detienen.
Aquí abajo, en la tierra, en el terreno de lo literario, las palabras no han renunciado a su valor. Aquí abajo, aún pensamos que una palabra no puede ser sustituida por otra impunemente, y ponemos mucha atención en las traducciones, que sin duda son imprescindibles si buscamos el mutuo entendimiento entre los seres humanos.
Aquí abajo, una imagen fija nos sigue conmoviendo de una forma distinta, única. La intensidad y fuerza de esa imagen fija no es comparable a la de las imágenes en movimiento. Eso es otra historia, pensamos.
Aquí abajo, ciertamente, las cosas han cambiado mucho. Cambiar es nuestro destino. Los ríos no son nunca los mismos. Nosotros, tampoco. Pero lo fugitivo, ese fluir del agua, «permanece y dura». Las palabras son capaces de convocar a una imagen muy poderosa, insustituible. Estas palabras de aquí abajo. Sigo creyendo en eso.