Primero, quiero agradecer la invitación para participar en el CILE. Compartir toda la semana con personas tan sabias y que han creado y crean tanto impacto en sus ámbitos profesionales está siendo una de las experiencias intelectuales más estimulantes de mi vida. Volveré a casa con energías renovadas para seguir estudiando y trabajando y seguir dando lo mejor de mí. Espero que para ustedes también sea una experiencia motivadora.
Somos afortunados. Posiblemente estemos siendo testigos de un cambio social y cultural mayor que el que supuso la invención de la imprenta hace más de quinientos años. No en vano estamos inmersos en plena Revolución Digital, la Era de la Información o llamémosle Tercera Revolución Industrial, como la define Jeremy Rifkin, presidente de la Fundación de Tendencias Económicas. En 2016 Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, va más allá y defiende que estamos al borde de una revolución tecnológica, la cuarta, que modificará fundamentalmente la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos. Aboga que en su escala, alcance y complejidad, la transformación será distinta a cualquier cosa que el género humano haya experimentado antes. Estos cambios vendrán de la mano de avances tecnológicos emergentes como son la inteligencia artificial, la robótica, la computación cuántica, la biotecnología, la impresión 3D o los vehículos autónomos.
Todos los grandes cambios económicos, sociales o culturales tienen su reflejo en el lenguaje, y en este caso no iba a ser menos, teniendo en cuenta que una de las transformaciones que nos afecta de forma directa a las personas es la manera en la que nos comunicamos.
Este cambio de paradigmas en la comunicación ha hecho que radicalmente modifiquemos la manera en la que estudiamos, trabajamos, educamos a nuestros hijos o hablamos con nuestros seres queridos.
Detengámonos un momento en analizar un hecho sencillo y cotidiano que todos hacemos como es mirar el móvil.
Como dato, ya hay más líneas móviles que habitantes en el planeta. En particular en Argentina, en el transcurso de la primera hora nada más despertarnos, el 95 % ya ha revisado su móvil y para una de cada cuatro personas es la primera y última cosa que hacemos en del día, según datos de Deloitte. Esto implica que directamente consumir información, leer y escribir han pasado a formar parte de nuestra existencia.
Leemos y escribimos más.
¿Cómo leemos? Estamos en la era de la sobreinformación y esto evidentemente repercute en la forma en la que consumimos dicha información. Leemos noticias, artículos y blogs en diagonal, sin acabarlas por completo. Somos capaces de consumir grandes cantidades de ideas cambiando rápido de foco y profundizando menos. Desde luego los profesores que nos enseñaron a hacer resúmenes y esquemas y quedarnos con la esencia de lo redactado bordaron su cometido, porque se nos da de maravilla. Por desgracia, quizá nos cueste mantener la concentración en un libro por tres horas seguidas, como hacíamos antes, pero somos capaces de digerir cientos de mensajes de Twitter en 10 minutos, quedarnos con las ideas que nos interesan, indagar en los datos que se nos han quedado en el tintero y aportar con propuestas propias. Recientemente han proliferado cursos para practicar técnicas de lectura rápida para dar cabida a la entrada de todavía más conocimiento. ¿Es necesario que lleguemos a esos extremos?
¿Cómo escribimos? Mal. Escribimos mal, sobre todo en las redes sociales, aunque tengamos autocorrector, aunque intentemos activamente escribir correctamente, nos equivocamos. Cometemos errores porque en el contexto en el que usamos las redes no revisamos, escribimos rápido y enviamos sin pensar. Es como cuando nos trabamos al hablar pero seguimos, porque se entiende el significado y pararnos a rectificar sería más antinatural. Con las redes pasa algo parecido. Un mal uso del lenguaje nunca es justificable ni será beneficioso, pero no me atrevería a decir que este mal uso atente contra la buena salud del lenguaje. Nunca tantas personas han estado preguntándose cómo se escribe una palabra o qué expresión es la mejor para explicar lo que tienen en mente. La gente escribe más que nunca.
No me entiendan mal, no legitimo las faltas, sino que entiendo que hay contextos de uso diferentes. La manera en la que escribimos en las redes es diferente a cómo redactamos un informe, escribimos un ensayo o un libro. Se trata de otro registro. La escritura en redes sociales está impregnada de oralidad, que además está más relacionada con las emociones que nunca. ¿Hay peligro de que acabemos introduciendo esos errores en otros contextos? ¿Hace esto que cambie el lenguaje escrito en general? Yo lo veo más como un nuevo ámbito de escritura que convive en paralelo con el otro, pero no afecta a su integridad. Este nuevo ecosistema es tan volátil y cambiante que todavía está cogiendo forma. Hace 15 años, cuando cada mensaje por móvil costaba dinero, empezamos a prescindir de las vocales y utilizábamos un pseudolenguaje que solventaba un problema en un ámbito muy concreto. El lenguaje, por suerte, es una herramienta viva y flexible que utilizamos para facilitarnos la vida. Este era un ejemplo muy claro de ello. Ahora que no tenemos esa limitación, escribimos las palabras enteras y el autocorrector subsana los errores que cometemos cuando intentamos escribir rápido mientras andamos por la calle en un teclado demasiado pequeño para nuestros dedos.
Estamos ante una nueva escritura que nace desde la necesidad de una comunicación más visceral, emocional e instantánea, que no encontramos en cualquier otro ámbito literario. La realidad es que darle solución a esta inmediatez y la necesidad de expresar emociones nos han llevado por ejemplo a inventar emojis, iconos que muestran sentimientos, para reforzar el mensaje o evitar malentendidos. Incluso el uso de los memes, que se transforman en imágenes icónicas, comunican un mensaje con muy poco texto pero con una carga semántica fuerte. Se ha convertido en un movimiento casi pop.
¿Cómo afectan estos supuestos errores gramaticales, ortográficos o de puntuación a nuestros jóvenes? Quiero creer que los niños y niñas saben diferenciar contextos y entienden que, aunque usen palabras mal escritas, saben que hay una manera correcta de hacerlo, y en eso estamos nosotros, los padres y educadores, ayudándoles en el proceso. Aparte de las redes sociales, los jóvenes en edad de aprender tienen toda la información que necesitan en sus manos, algo inaudito hasta ahora. Pensemos que cada joven lleva el conocimiento universal en su bolsillo. Lo que tenemos que hacer es saber gestionar toda esta sobreinformación y guiarles para que hagan buen uso de ese privilegio.
Los creadores de tecnología somos conscientes, o deberíamos serlo, de la responsabilidad que implica cada nueva aplicación, cada nueva web que publicamos, del impacto que estamos creando en la sociedad. Por eso me emociona y me inspira ver iniciativas como el del Captcha, que tuvo como objetivo el reto de conseguir digitalizar todos los libros y documentos creados antes de la era virtual. ¿Cómo lo consiguieron? El concepto es tan brillante y exquisito que pone los pelos de punta. Déjenme explicárselo en un minuto. ¿Conocen ese sistema de acabar los formularios web en la que hay que introducir una serie de letras aleatorias para que el sistema entienda que no somos un robot y que hay un ser humano dándole al botón de enviar? Un paso desagradable que todos hemos tenido que pasar. De hecho, se calcula que hace unos diez años, en un día se completaba 200 millones de veces, y si hacerlo cada vez llevaba aproximadamente 10 segundos, se perdían 150 000 horas al día, horas de frustración. Ahí entra Luis von Ahn, informático, empresario y profesor guatemalteco, fundador de las compañías Duolingo y Captcha, vendidos a Google hace 10 años. Se le ocurrió hacer algo productivo con todo ese tiempo perdido. En este proceso de digitalización de libros que Google tenía como reto, solía haber palabras que las máquinas no siempre eran capaces de interpretar, sobre todo cuando se trataba de libros antiguos o dañados, por lo que sólo podían ser identificadas por un ser humano. He ahí dos vertientes: una necesidad y un poder, el poder de la multitud. Les felicito a todos, porque con todo ese esfuerzo de rellenar esas letras en los formularios, todos ustedes ayudaron a digitalizar miles de libros identificando a ojo las parejas de palabras que se nos antojaban aleatorias.
Durante la redacción de esta ponencia me he visto en ocasiones con el impulso de utilizar palabras en inglés, que de forma natural utilizamos en el día a día en el ámbito tecnológico. La globalización también afecta al lenguaje y nuevas palabras que con el uso ya las hacemos nuestras van pidiendo su sitio. ¿Todos estos cambios que estamos comentando derivarán en nuevos vocablos y expresiones? Por supuesto que sí, como todo lenguaje sano debe ir evolucionando. El español es un idioma vivo y como tal irá desarrollándose.
Los cambios. Ese concepto tan necesario y tan temido que hace que sintamos pánico a lo desconocido. Cualquier elemento que atente contra el statu quo se nos presenta, de entrada, sospechoso. Como en cada revolución, es de esperar un proceso de zozobra, de ajuste y de no saber si lo que está pasando es algo nocivo o beneficioso, por el simple hecho de que los cambios van a tanta velocidad que cuesta hacer un análisis y recuento de daños. Los cambios cuestan, a cualquier nivel, y esta sensación de descontrol crea una incertidumbre desagradable.
Muchas veces leemos afirmaciones alarmistas sobre el impacto negativo que tiene la tecnología en la lengua española. Me parecen de un pesimismo desmesurado, ya que mi lengua materna es un idioma minoritario acostumbrado a enfrentarse a grandes amenazas. El euskera ha sabido mantenerse sano durante miles de años y evolucionar con su entorno histórico. Yo quiero entender que cada cambio tecnológico es una oportunidad para todos, una opción de adaptarnos a un entorno un tanto hostil pero con unas posibilidades que el ser humano no ha conocido hasta ahora. Posibilidades de hablar, de escribir, de ser escuchados. La democratización del conocimiento y de la palabra no nos tienen que dar miedo. Es el momento de dar oportunidades a las personas que antes no tenían acceso. ¿Todos los cambios son buenos? No siempre, pero son inevitables.
De cualquier forma, somos afortunadas.