La lengua cambia constantemente, crece, se modifica, se interrelaciona con otras lenguas. Aunque el «Limpia, fija y da esplendor» de la Real Academia ha sido reemplazado por el lema «Unidad en la diversidad», lo cierto es que esa supuesta diversidad está constantemente en entredicho. Se sigue discutiendo en qué país, en qué región de América Latina se habla un español más «puro», más «correcto», más «verdadero», como si esos adjetivos no fueran disparatados. Una y otra vez se alzan voces milenaristas acerca de los males que pueden acontecer en el futuro si se permite que la lengua siga modificándose sin control.
En los Mabinogion, relatos medievales de la literatura popular galesa, hay una historia estremecedora que da cuenta de lo antiguo que es ese terror, el miedo al cambio, común a toda la humanidad, porque implica una pérdida de la identidad que se asimila a la muerte. Se cuenta en uno de estos relatos que los jefes Kynan y Adeon, al frente del ejército galés que había tomado Roma, se pusieron en marcha y sometieron países, castillos, fortalezas y ciudades fortificadas. Mataban a los hombres pero dejaban vivir a las mujeres. A muchas se las llevaban con ellos. Tuvieron hijos. Y cuando se instalaron en Bretaña, decidieron cortarles la lengua a sus esposas extranjeras para evitar que corrompieran el idioma galés.
El temor a la corrupción del español (aunque deberíamos decir del castellano) se ve alentado por un mito claramente desmentido por la realidad y que sin embargo llega hasta nuestros días, a pesar de que el avance tecnológico de las comunicaciones debería definirlo como imposible: la idea de una posible fragmentación dialectal de la lengua española que diera lugar a nuevos y diferentes idiomas, como lo que sucedió con el latín al caer el Imperio romano. En la diversidad, unidad, se nos propone: como si esa unidad estuviera realmente amenazada en una era en que el aislamiento es un problema superado y a veces, incluso, sobre todo para los individuos, un anhelo imposible.
El futuro está hecho de pasado y de presente. Recordemos entonces que en el sigo xix, cuando las naciones latinoamericanas se independizan de la metrópoli, el idioma español se convierte en objeto de reflexión y debate. Y surgen ideas contrapuestas, siempre en relación con la identidad. Algunos escritores y políticos, llevados por cierto extremismo nacionalista, reniegan de todo lo español y tratan de promover la afirmación dialectal de su región. Otros consideran al español como prenda de identidad y de integración con el resto del continente. Coinciden en defender el español, pero ¿qué español?
Desde la perspectiva ideológica de la lengua estándar, en esa época las variedades del español de América Latina ocupaban una posición periférica y estaban subordinadas al español de Castilla, una jerarquización que respondía a siglos de subordinación política e ideológica. Para muchos pensadores latinoamericanos el modelo ideal de español unificado, el «español correcto», era el más parecido al de Castilla. Y el modelo lingüístico era el habla de las personas cultas, porque era la menos marcada por rasgos dialectales. El español de las zonas centrales, con gran poder económico y alto grado de desarrollo sociocultural, como México o Lima, tenía un prestigio que no detentaban las zonas periféricas y de bajo desarrollo, como Paraguay. Y las formas deslegitimadas y periféricas en relación con la norma peninsular eran consideradas como incorrección idiomática. Las lenguas indígenas ni siquiera eran objeto de debate, porque se las consideraba demasiado bárbaras o primitivas como para ser vehículo del deseado progreso.1
Un salto en el tiempo me lleva a 2016, cuando un grupo de intelectuales argentinos produce un documento titulado «Por una soberanía idiomática». Allí se señalan algunos problemas que siguen presentes desde el siglo xix y se proponen algunas ideas para superarlos en el futuro. Todos sabemos que la apelación a la diversidad, por ejemplo, ha quedado en entredicho a causa de las decisiones normativas y reguladoras que provienen de la RAE. Y que son, por supuesto, solo sugerencias, pero son sugerencias que la industria editorial española, establecida hoy en América Latina, incorpora inmediatamente. Incluso cuando se trata de un error, como el tema de la tilde en la palabra «solo» cuando reemplaza a «solamente». Un ejemplo: en el Diccionario panhispánico de dudas de 2005, el 70 % de los supuestos «errores» que se sancionan corresponde a usos americanos. Por supuesto, desde el año 2005 ha corrido mucha agua bajo los puentes y por suerte se han producido cambios profundos y perdurables en la Real Academia. Y sin embargo, el pluricentrismo, por el momento, no es más que un enunciado; hacerlo realidad es apostar al futuro. Es una oportunidad única, para América Latina, de recrear sus modos de integrarse y diferenciarse. Y creo que por ese camino hoy nos acompaña también España, cuando el actual director de Instituto Cervantes, el poeta Luis García Montero, expresa su convicción de que «el español será lo que quiera América».
Cito la declaración «Por una soberanía idiomática»: «El 90 % del idioma español se habla en América, pero ese 90 acata, con más o menos resistencia, las directivas que se articulan en España, donde lo habla menos del 10 % restante. Estos números bastan para comprender el interés en discutir los destinos de la lengua: sus usos, su comercialización, su forma de ser enseñada en el mundo. Si fuera sólo un asunto económico no tendría relevancia el tema, pero afecta a las democracias, a la integración regional, a la soberanía cultural de las naciones. Es tiempo, creemos, de sostener el camino de una lengua cosmopolita, a la vez, nacional y regional. Nuestro español, pleno de variedades, modificado en tierras americanas por el contacto con las lenguas indígenas, africanas y de las migraciones europeas, nunca fue un localismo provinciano». (En mi opinión personal, tampoco veo ningún mal en los localismos provincianos). «Fue lenguaraz y no custodio, es experiencia del contacto y no afirmación purista».
Lo cierto es que hoy necesitamos revalorizar el español de todas las formas posibles. En nuestro continente, la dispersión lingüística ha favorecido la explotación. Hoy está claro que las lenguas indígenas necesitan del español para su promoción, su defensa, su supervivencia. Es notable, por ejemplo, que una de las reivindicaciones del Ejército Zapatista haya sido el acceso a la enseñanza del castellano en los poblados indígenas de Chiapas.
En 1992 el Gobierno español crea el Instituto Cervantes, que en los últimos años ha ganado la batalla cultural por la enseñanza del idioma español en Brasil. El documento argentino «Por una soberanía» propone la creación de un instituto latinoamericano equivalente, al que quiere llamar, por supuesto, Instituto Borges… En fin, hablando de centralismo, todos lo intentamos, por supuesto.
Hay que aclarar que en esta cuestión del pluricentralismo no se trata en absoluto de enfrentarnos con España, todo lo contrario, lo que se propone es imitarla. Y no solo imitarla, también colaborar con ella en la defensa, la difusión y la lucha por la relevancia política y económica de nuestro idioma. ¿Es que acaso el español está en peligro? Sabemos, como mínimo, que está perdiendo algunas batallas. Hoy, la Unión Europea cuenta con tres lenguas de trabajo o lenguas «bisagra» (lenguas pivot, las denomina la propia UE): el inglés, el francés y el alemán. A pesar de ser la lengua europea de mayor proyección internacional detrás del inglés, el español ha quedado arrinconado y equiparado en número de traductores a idiomas como el polaco o el rumano.2 Para que la necesidad del español como lengua bisagra en la Unión Europea sea cada vez más contundente, América Latina debe jugar un papel esencial.
¿Por qué queda así arrinconado el español? Hay muchas razones. En palabras de David Sentado, un improbable y misterioso escritor filipino hispanohablante:
En la década de los 80, siguiendo la ley del péndulo, el país entero había sucumbido al virus de Babel, al nada discreto encanto de la diferencia, y ya casi ninguna de las diecisiete comunidades autónomas de España podía resistirse al lujo de tener selección de fútbol, derechos ancestrales de nación nacida en la noche de los tiempos o una lengua propia.
La lengua española salió perdiendo en ese proceso. Sumido el país en esa fascinación por la diferencia, el idioma español adopta el papel de «grado cero» lingüístico: es una base, un punto de partida presupuesto, un común denominador que, como todos hablan, carece de glamour.
Hoy la gran batalla de la lengua española no es la del número de hablantes (por esa cuestión ya no tenemos que preocuparnos), sino la del prestigio. Es una batalla cultural. Y, por supuesto, América Latina y España deben aliarse en la decisión de demostrar que la cultura no es para nosotros la cereza del postre, sino una manera de estar en el mundo. Debemos prestigiar la imagen internacional de nuestra lengua para que los hispanohablantes en Estados Unidos se sientan orgullosos de ella y de transmitirla a sus hijos. Debemos proponerla como instrumento de diálogo y así extender su influencia. El español necesita más presencia, por ejemplo, en los foros de investigación científica. Cuando en cada uno de nuestros países los intelectuales insistimos en la importancia del desarrollo nacional de la ciencia, que muchos políticos desprecian, debemos saber que también estamos luchando por la presencia y el prestigio de nuestro idioma.
El lingüista español Angel López García afirma que «lo que el siglo xxi está debatiendo es cuáles serán las lenguas internacionales del futuro y qué papel le cumplirá desempeñar a cada una». El gran reto del español es consolidarse como lengua alternativa a la lengua dominante, que obviamente es el inglés. No en una relación de rivalidad, sino como complemento. Así, el español podría establecerse como puente comunicativo entre distintas culturas rivales y enemigas. Al prestigiar la imagen de la lengua española potenciando su vertiente cultural, estamos incrementando su capacidad de instrumento de diálogo.
Hoy, por suerte, nadie tiene el poder de cortarle la lengua a quien aporta cambios al lenguaje, como aparece en la literatura medieval galesa. Ya sabemos que el diccionario es una herramienta útil y no un libro sagrado, ni un código legal.
Hoy América Latina tiene la oportunidad de desafiar al futuro luchando por el establecimiento de un pluricentrismo real de la lengua. Y de colaborar con España en la defensa del prestigio internacional de nuestro idioma.
No seríamos humanos si fuéramos capaces de conocer el futuro, no seríamos humanos si no intentásemos, inutilmente, anticiparlo.