Entre los recursos retóricos de la obra de invención de Francisco Ayala (Granada, 1906-Madrid, 2009) figuran dos, de procedencia clásica ambos, que están íntimamente vinculados con el destino del exiliado autor en los años posteriores a la guerra civil española, a saber: 1) la elección del diálogo como medio de expresión poética; y 2) el empleo, tanto en textos narrativos como expositivos, de la metáfora de la vida como un viaje. En la República Argentina, primero, luego en Puerto Rico, seguido de los Estados Unidos continentales, Ayala iría constituyendo un importante conjunto de obras, ensayísticas así como de ficción, en cuyo contenido y composición se ve reflejada, también, su propia experiencia como refugiado.
Fondo y forma se complementan, pues, en un amplio corpus literario que, debido a las circunstancias históricas, y personales, relacionadas con su creación, suele estar asignado por la crítica a una especie de esfera extracanónica de obras cuya lectura, por razones de índole política, le fue prohibida tras la guerra a aquel público lector a que, incisivamente, se refiere el autor en su muy citado ensayo del año 1949 «¿Para quién escribimos nosotros?» (Confrontaciones, 1972). De una manera u otra, en el fondo de todo lo que escribió Francisco Ayala en el exilio se percibe una especie de eco de un pasado pasado ya, de un tiempo que nunca se recobrará. De ahí, quizá, la sensación que da gran parte de su obra de pertenecer, no tanto al canon español propiamente dicho como a un borroso opus literario universal. El terreno, tanto físico como intelectual, del exiliado está lleno de escollos.
La vida de Francisco Ayala, como la de cada cual, se caracteriza por una contraposición entre la duración en el tiempo —desde el nacimiento hasta la muerte—, por un lado, y por el otro, la inevitable repetición de ciertas coyunturas, características, situaciones, etcétera, propias de la condición humana, entre las que figuran, claro está, los tradicionales vicios y virtudes. Plus ça change, plus c’est la même chose, amonesta el adagio francés en un intento irónico de reconciliar el avance del individuo en la durée temporal con la inevitable reincidencia del ser humano en transgresiones que, simbólicamente, se remontan al mito del pecado original.
Esta dinámica —la de la recurrencia de ciertas acciones dentro de unas circunstancias a la vez particulares y universales— está en el meollo de la obra de invención de Francisco Ayala a partir del final de la guerra civil española, acontecimiento que sería para él una metáfora viviente, tanto de la condición humana como de los enormes, y casi insuperables, obstáculos que en su búsqueda vital debía superar. Aunque pueden detectarse anticipos del tema de la condición humana en ciertos escritos vanguardistas del autor, a partir del año 1939 se convertiría aquel en uno de los ejes de su obra de invención.
Debido a su propia naturaleza fugaz, la vida individual, finita, trascurre dentro de un tiempo limitado; por el contrario, las circunstancias ético morales dentro de las que se mueve uno —según nos recuerda el citado refrán francés, y reiteran las enseñanzas de la Iglesia— no cambian nunca: son perpetuas. Echando mano a una metáfora musical podríamos comparar la vida humana con una melodía única, individual, que se desarrolla contra un compás —un fondo de cadencias, rítmicas y repetitivas, diversas e identificables—, que, según ocurre en el caso de las anónimas voces de su lírico y hondamente conmovedor «Diálogo de los muertos» (Los usurpadores, 1949), no tienen ni «comienzo ni final».
Contra un telón de fondo de lo eterno de la condición humana, lo efímero de una vida —en este caso, la del exiliado viajero español Francisco Ayala—. Acto seguido: la escala bonaerense.
Si recurrimos por lo pronto a la clásica metáfora del hilo de la vida, no sería descabellado (que se me perdone la metáfora) añadir que a lo largo de aquella han de presentarse muchos enredos, o si se quiere, nudos: trayectos, encrucijadas, momentos de duda, tensión y decisión. Según consta en las memorias de Ayala —Recuerdos y olvidos (1906-2006)—, dos experiencias clave en la vida del entonces treintañero intelectual y creador español tuvieron su principio, y fin, en la capital de la República Argentina: un primer viaje que en el año 1936 realizó para emprender desde allí una gira de conferencias por diversos países hispanoamericanos (véase el apartado «Primera visita a Sudamérica» de sus memorias); luego otro —ahora, sin retorno— que en el año 1939 emprendió desde Francia para establecerse, finalmente, en el mes de agosto en el n.º 441 de la calle Defensa, vivencias estas detalladas en el apartado de sus memorias titulado, precisamente, «Mi Buenos Aires querido».
No fue, pues, el puro azar lo que en dicho segundo viaje dirigió los pasos de este exiliado escritor e intelectual a la capital argentina, sino su conocimiento previo de aquella ciudad y de su entorno cultural. Las fotos en aquella época representan al Ayala que en el año 1939 volvería a Buenos Aires para fijar allí su residencia con la frente aún lisa, las patillas morenas y la mirada bien tranquila.
Constituyen estas solo dos de muchísimas vueltas que daría de ahí en adelante ese peripatético intelectual y creador español, que supo aprovechar, por fortuna suya —y nuestra—, dichas circunstancias para forjar una obra única y, quizá en parte debido a dichas circunstancias, asimismo sui generis. A esta experiencia vital, enriquecida por todo tipo de lecturas —este hilo vital con nudos, previstos e imprevistos—, corresponderá, en su obra, la antes aludida metáfora de la vida como un viaje.
Tiene la vida biológica su principio y su fin; no así la condición humana, que, independientemente de quienes en su mortalidad no pueden sino encarnarla, es imperecedera. Me refiero —metafóricamente hablando, claro está—, no ya a una melodía que, tal como la vida, tiene un comienzo y un fin, sino a la música de fondo: al ritmo, constante, que no tiene ni principio ni fin. En el primer libro de la Biblia castiga Dios a nuestros primeros padres su desobediencia —el haber comido del árbol de la ciencia del bien y del mal— expulsándolos del paraíso y condenándolos, entre otras cosas, a la mortalidad… la cual, en el caso de los primeros hijos, Abel y Caín, no sería nada natural sino en cambio por asesinato, y lo que es peor: por fratricidio.
Para mitigar este castigo divino dispone el ser humano del libre albedrío (la voluntad) y, en la comunicación, del diálogo (la palabra), recurso retórico fundamental en el intercambio de ideas. Demasiado bien conocen los experimentados contrincantes de discusiones y debates los recovecos del intercambio verbal entre quienes en ellos participan. Mas no se trata aquí de un griterío como los que en años recientes se han puesto de moda en las denominadas tertulias (o, si se quiere, discusiones) televisivas, sino más bien de una respetuosa intercomunicación, oral o escrita, que se remonta al género literario del platonismo. Asentado en una manera de comunicación donde los participantes (que pueden ser más de dos) han de escuchar a la persona que tiene la palabra, luego, en su propia intervención, responder de tal manera que se vaya desarrollando el tema en cuestión, el diálogo permite —en principio— avanzar, progresivamente, hacia una resolución ojalá mejor. Para ello tiene que haber entre los participantes no solo intereses en común, sino también —es de esperar— un deseo de profundizar, al menos, en su comprensión del asunto/tema/problema y, con un poco de suerte, de llegar a un acuerdo que de algún modo haga avanzar la discusión.
En el principio era el Verbo (Jn 1:1), y desde entonces, con o sin Dios —recuérdese el castigo divino por la Torre de Babel (Gén 11:1-9)—, el «verbo», o sea, la palabra, ha venido desempeñando en la historia humana un papel, si bien decisivo, asimismo problemático. Por mucho que lo intente, esta característica que nos diferencia de las demás especies no nos hace más fácil la vida, sino todo lo contrario. Por ello, año tras año, generación tras generación, etcétera, el ser humano va indagando, experimentando, rechazando y aprendiendo por su cuenta del mismo modo, esencialmente, que sus antepasados. A la manera de un fondo musical, van entablando los vivos, tal como los interlocutores del «Diálogo de los muertos» de Ayala, «un diálogo…, sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas; o quizás, mejor,… una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda» [cursivas mías]. Es esta la inacabable, y rítmica, música de fondo que servirá de compás a la obra de invención de su autor durante sobre todo las dos primeras décadas de su exilio en las Américas después de la guerra civil española.
Antes de embarcarse (el 4 de abril de 1939) para el Nuevo Mundo, y tras casi una década de largo silencio narrativo, Francisco Ayala se valdría del antiquísimo género literario del diálogo como medio de expresión poética para su primera obra de invención. Fechado en 1939, y publicado en el número de diciembre de dicho año en la revista Sur, el «Diálogo de los muertos. Elegía española» fue redactado —según años después me contaría su autor— «de un tirón» en París al día siguiente del final oficial (el 1 de abril) de la Guerra Civil. Este poema en prosa, que debería ser —a juicio mío— de lectura obligatoria para quienes se preocupen realmente por el futuro de la humanidad, fue recogido luego, como una especie de epílogo, en el volumen de narraciones inspiradas en la historia española titulado —elocuentemente, también— Los usurpadores.
De raíces clásicas, el género del diálogo literario ofrece al lector, sin que intervenga en ello ningún punto de vista externo, el intercambio directo de dos o más interlocutores para que interprete por sí mismo aquel, no solo el significado de las palabras mismas, sino también el que pueda haber detrás de ellas —proceso receptivo, dicho sea de paso, por el que también habría de pasar cualquier destinatario ficticio dentro del mismísimo texto—… Incorporado, siglos después, al flamante género de la novela, que alcanzó su apogeo —a juicio de muchos— en los dos tomos, dialogantes asimismo entre sí, del Quijote, el diálogo permite, según lo demuestra el cambio paulatino en la relación Sancho/don Quijote de una y otra parte, unas modificaciones, y hasta transformaciones en las ideas, planteamientos e incluso creencias de la gente, pero se trata de un proceso lento que requiere asimismo, por parte de todos, una dosis de buena fe.
Parecería que estoy refiriéndome aquí a la política, y en cierto modo lo estoy haciendo, pues sin diálogo no puede haber democracia, cosa que conviene que el lector tenga en cuenta al escuchar a escondidas a los partícipes —pues es precisamente eso lo que, en su propio anonimato, ha de hacer el de este estremecedor réquiem poético de Francisco Ayala: espiar a los muertos, y al hacerlo, invadir su intimidad, perturbarles la paz—. Bajo tierra, «[s]epultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales», cantan aquellos su propia elegía. Dialogan, al fin, las voces ahora, demasiado tarde ya. El avance es lento, lleno de obstáculos, pero el de acá para allá se va convirtiendo, paulatinamente, en un coro unido en el reconocimiento de lo que queda de positivo en la humanidad.
Así, mediante la apelación vocal al diálogo, a lo que hay de positivo en la condición humana, expía el autor, en nombre de la humanidad, el terrible sacrificio. Siendo como es la condición humana, volverá a producirse todo aquello. La única salvación que tiene la humanidad reside, pues, en el diálogo, que de allí en adelante se convertiría en una de las bases temáticas de la narrativa ayaliana, empezando, claro está, en las historias de la primera de dos recopilaciones publicadas en Buenos Aires en 1949, la antes aludida Los usurpadores, cuyos primero y último textos —«San Juan de Dios» y «El abrazo»— ilustran dos maneras opuestas de solventar una situación cainita. El sentimiento ambiguo, cuasi fatalista, con que nos dejan las novelas cortas reunidas bajo el título de La cabeza del cordero (1949), también remonta al final del «Diálogo». Y ¿qué decir de las violentas usurpaciones noveladas en Muertes de perro (1958) y el extraordinario monólogo de expiación narrado en El fondo del vaso ?... Dos, siempre dos. Diálogo (im)posible. La unidad novelística del escritor Francisco Ayala en las dos décadas posteriores a la guerra civil española se remonta, sin lugar a dudas, a su conmovedor, y estremecedor, «Diálogo de los muertos. Elegía española», que a su vez podría considerarse una especie de obertura a su obra de invención para los dos próximos decenios.
«The song is ended /» («La canción se terminó /») reza la letra de la famosa canción del año 1927 con música de Irving Berlin, «But the melody lingers on» («pero la melodía perdura»): «You and the song are gone / But the melody lingers on» («tú y la canción os habéis ido / pero la melodía perdura». El tiempo y yo (1978 y 1992), otro de los temas principales de la obra de Ayala, encuentra expresión en la tradicional metáfora del viaje de la vida donde como música de fondo reemplaza lo rítmico/repetitivo una progresión melódica lineal que comienza con el nacimiento y concluye con la muerte… cuando quiera que se produzca, pues las Parcas pueden ser bastante sigilosas.
Este recurso retórico del que, tanto en su obra narrativa como en la ensayística, se vale el autor remonta, asimismo, a los clásicos. «El viaje como metáfora de la vida humana» titula nuestro autor su introducción a la tardía recopilación De mis pasos en la tierra (1996; 1998), alusión directa a la conocida redondilla con que termina la escena X del acto IV de la primera parte del Tenorio: «Clamé al cielo, y no me oyó / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, y no yo» [cursivas mías]. Se trata ahora de una técnica, no ya dialogística, sino expositiva, dentro de un marco temporal, cronológico y lineal que en el caso personal del exiliado escritor español Francisco Ayala corresponde a la primera, e importantísima, escala, en Buenos Aires (1939-1949), del que llegaría a ser un larguísimo viaje de vuelta suyo en el tiempo y el espacio.
Ambas alusiones literarias citadas por mí aquí son de fechas más bien tardías, reflejando así la perspectiva de un hombre, no solo maduro (reunió los textos para la primera edición del libro, el número 059 de la ya difunta Colección Crisol de Aguilar, a los noventa años de edad), sino también reintegrado a la vida literaria española y con una visión del pasado que resulta ser una especie de continuación de la adoptada por el autor en obras como El tiempo y yo y los tres primeros tomos de sus memorias (1982, 1983, 1988). (Es claro: para tener recuerdos —y contarlos—, primero hay que haber vivido…) Estas décadas de vida de Francisco Ayala —las que corresponden ante todo a su forzada ausencia de la madre patria (1939-1960), y en el sentido más amplio, a las dos décadas siguientes, cuando eligió vivir y dar clases en los Estados Unidos— constituyen, metafóricamente, la melodía vital a que nos referimos aquí.
El recurso retórico del que se vale nuestro autor para narrar sus historias no es, claro está, dialogístico, sino expositivo; suelen desempeñar también un relevante papel en sus historias factores circunstanciales como, por ejemplo, el ambiente, la época y, sobre todo, el tiempo, sobre cuyo inexorable paso no tiene el ser humano control alguno. Según queda evidenciado en su «Diálogo de los muertos», Ayala es consciente desde muy pronto de esta tensión entre lo recurrente, y eterno, de la condición humana, y lo lineal, y transitorio, de cada vida individual.
La suya propia abarcaría 103 años, de los que pasaría unos veinte (1939-1960) sin pisar tierra española, experiencia esta que dejaría unas huellas indelebles en su multifacética obra literaria, así como —inevitablemente— en su vida personal.
Con la excepción del año 1945, que pasó entero en Río de Janeiro, donde, además de impartir en su universidad clases de sociología, redactó gran parte de su importante Tratado de sociología, y de estancias entre 1941 y 1943 en la ciudad de Santa Fe, en cuya Universidad Nacional del Litoral había sido contratado como profesor de sociología, Ayala estuvo afincado en Buenos Aires. No es cuestión aquí de entrar en detalles acerca del desarrollo y final, entre mayo y septiembre de 1945, de la II Guerra Mundial, en la que, como es sabido, no participó la República Argentina, sino de situarnos en un tiempo —el período posterior a la contienda—, no solo de rehabilitación estructural sino, y sobre todo, de autorreflexión. A las búsquedas e incertidumbres existencialistas de la posguerra —me refiero aquí a las de figuras como Sartre, Camus, De Beauvoir, etcétera—, y a la crisis moral e intelectual de aquel período tan intensamente vivido por muchas personas en el mundo entero (se empezaba, ya, a hablar, y actuar, en términos globales), quisieron responder un grupo de intelectuales bonaerenses con la creación de una nueva publicación que se editaría entre enero/febrero de 1947 y septiembre/diciembre de 1949, año al final del cual inició su fundador, Francisco Ayala, la que sería su eventual partida de Argentina.
Emprendido a la vuelta de su estadía brasileña, este ambicioso, y singular, proyecto intelectual, de proyección internacional, va precedido en la obra ayaliana por dos publicaciones, de índole distinta, en cuyo fondo se puede divisar, directa o indirectamente, la propia experiencia, así como dotes de observación, de su autor: el penetrante y conmovedor opúsculo titulado, sencillamente, Jovellanos (1945), y el antes referido monumental Tratado de sociología, publicado en tres tomos por la editorial Losada en Buenos Aires en 1947. Podría calificarse el primer lustro que pasó Francisco Ayala en Argentina como una especie de preparación para los siguientes —y últimos— cuatro años, que desde el punto de vista intelectual así como creador resultarían ser especialmente productivos.
Influido, quizá, en parte por su experiencia personal en Brasil, a la que alude en el apartado «Balance de un año» en sus Recuerdos y olvidos, en párrafo aparte —redactado, conviene recordar, en el año 1988— advierte en retrospectiva Ayala:
… no se olvide que aquel año [1945] terminó la Segunda Guerra Mundial, con lo cual se abría un capítulo nuevo —cargado de grandes promesas, según parecía y todo el mundo creyó entonces— para el futuro de la humanidad, y esta ilusión operaría en el ánimo de todos.
Prueba de ello está en el (anónimo) «Editorial», texto de tres páginas con que se inaugura el primer número (Año I, vol. I, enero-febrero 1947; ed. facsimilar, 2007) de la revista bimestral Realidad, que pese a no llevar firma me aseveró Ayala que de su pluma salió. (Como refugiado español —nacionalizado argentino— prefirió mantener un perfil discreto en aquella iniciativa intelectual). En esta llamada ética, política y social a las armas se insta al «hombre occidental», «su cultura, quebrantada por una crisis gravísima», a «asumir plenamente el carácter y la función de cultura universal». «No cabe retroceder —se lee un poco más adelante—; sólo nos es dado trabajar en la tarea inevitable, procurar que nuestra civilización, depurada y robustecida, se convierta en civilización ecuménica». Si ha «concretado nuestra cultura», prosigue, a América, «la ilusión el ensueño de Europa», «puede estarle reservado un papel capital en la necesaria extensión, presente y futuro, al mundo entero, de los principios, modos y normas de la cultura de Occidente».
El proyecto en sí —ambicioso, constructivo, alentador— fue a la vez una invitación y un reto que desde un punto de vista tanto ideológico como ético refleja, por un lado, un hito destacado en su propio desarrollo intelectual, y por otro, lo que se iría convirtiendo en un desengaño decisivo cuyas consecuencias estéticas pronto se advertirían en el nuevo tono sarcástico, rayando a veces en cinismo, que en algunas obras suyas de invención se deslizaría, perspectiva que ya estaba ensayando en privado en una serie de textos breves redactados en Buenos Aires —«observaciones, impresiones, estados de ánimo», los denomina en su prólogo a la primera edición de El tiempo y yo, en la que se publicaron por vez primera— que presagian, no solo la trágica ironía del contenido de las historias recogidas en La cabeza del cordero, sino, y sobre todo, el sarcasmo de algunos de los relatos (tres de ellos de contenido argentino, dicho sea de paso) recogidos luego en Historia de macacos (1955). Quizás —sugiero— esta complejidad de tonalidades y de enfoques refleje a su vez un proceso interno por el que a lo largo de estos cuatro años estuviese pasando nuestro autor. Lo cierto es que, junto con Francisco Romero y Eduardo Mallea, Ayala realizó durante tres años completos el extraordinario proyecto editorial que fueron los dieciocho números de la revista Realidad, proyecto interrumpido —según reza una nota «A nuestros lectores» al final del último— «en la esperanza de que nuevas circunstancias más auspiciosas nos deparen pronto la oportunidad de reiniciar con una nueva serie nuestra tarea».
Dichas «circunstancias» no se produjeron. El 5 de enero de 1950 viaja Ayala por primera vez a Puerto Rico, la isla a la que pronto se mudará. Mas no quisiera yo al llegar en mi crónica hasta este punto dejar de referirme al párrafo final del ambicioso y esperanzador «Editorial» de enero-febrero de 1947, pues unos setenta años más tarde (está fechado el presente texto en 2019) la consabida condición humana a la que tanto se refería a lo largo de su vida Francisco Ayala no ha cambiado en lo más mínimo (Plus ça change…). Y pienso —hablo ahora en cuanto ser humano, lectora y viuda del autor— en el terrible desengaño que habrían sentido los miles y miles de partidarios de la democracia y de la igualdad que una vez y otra habían de ver quedar en nada sus ensueños.
Realidad y ensueño daría como título a una recopilación de ensayos literarios del año 1963 Francisco Ayala, transformado, ya, en catedrático de literatura en Estados Unidos y reintegrado (más o menos) a la ingrata patria (alusión esta al título de un capítulo de sus memorias). Realidad y ensueño: elementos coordinados que se asocian, no solo a la literatura —y en especial, a la de Cervantes—, sino también a la vida humana: la tuya, la mía, la del propio hombre de carne y hueso que, tras fundar, criar y ver brillar Realidad, tuvo que sacrificarla a los tiempos que amenazaban ya.
«Realidad se llama esta publicación», comienza el último párrafo del ya citado «Editorial» preliminar al primer número:
porque intenta atender —desde nuestro mirador argentino y con la contribución de muchas mentes vueltas hacia el enigma de nuestro tiempo— a la vasta realidad contemporánea, a la que somos nosotros, a la total en la que deseamos insertar cada vez más nuestra presencia patente y operante. […] Hechos e ideas componen la maraña de lo real, sin excluir la realidad que es ansia y prefiguración de lo futuro. […] En este amplio sentido ponemos en nuestra portada realidad —síntesis del hecho y de la idea—, e ideas —suma del pensamiento y del ideal.
Leídas desde la perspectiva de hoy, son palabras que a su vez —y sin proponérselo, claro está— previenen en contra de los tiempos que enseguida vendrán, entre ellos el segundo mandato de Perón en Argentina, y en Estados Unidos, la guerra de Corea y el macartismo…
En resumidas cuentas, al mismo tiempo que a lo largo de la segunda parte de su estancia en Buenos Aires (1946-1949) concibió, diseñó, hizo realidad y, llegado el momento, suspendió la revista que así se titulaba, Francisco Ayala siguió participando, según en sus memorias cuenta, en la intensa vida cultural de la capital, colaborando en proyectos de las editoriales Sudamericana y Losada, y publicando en la revista Sur, de Victoria Ocampo, así como, con bastante regularidad, en la prensa diaria (véase Francisco Ayala en «La Nación» de Buenos Aires, ed. Irma Emiliozzi). Mención aparte merecen sus dos ya aludidas recopilaciones de relatos mediante las que de diferentes maneras dio cierre el autor al gran tema que desde los años treinta le había obsesionado: el de la guerra civil y del fratricidio como elemento fundamental de la condición humana: Los usurpadores, de inspiración histórica, y La cabeza del cordero, de contenido más contemporáneo. Interesa aquí tanto el orden en que fueron redactados los textos en cuestión (todos ellos fechados) como el hecho de que una parte del material que compone el primero de los libros es anterior a su segunda estancia en Buenos Aires mientras que la totalidad del contenido del segundo fue redactada tras su vuelta del Brasil: una fecundidad estética que corresponde sin lugar a dudas con la suya intelectual a lo largo de esta década claramente decisiva en la vida del autor.
¡Cuán diferente resulta ser, a veces y a posteriori, el porqué de nuestras elecciones personales!... Parecería que, en vez de dejarle complaciente, el propio éxito de los proyectos de Ayala le espoleó. Era hora de cerrar tanto la década como el libro, de pasar página, de cambiar, y la (entonces) floreciente isla del encanto, Puerto Rico, era un buen punto de partida para empezar una vida nueva en la que sería su segunda década del exilio.
Trocó, pues, el papel de un Quijote reformista por el de un errante, si bien desengañado ya, Persiles que, cuando al fin se mudó de residencia (desde Río Piedras a Nueva York), así como de materia profesada (de ciencias sociales a literatura en español), había incorporado también a su propia obra de invención otra visión, más cruda, más cruel, más sarcástica y burlona, de la realidad, cambio que, según consta en el ars poética expuesta de forma inequívoca en su «Carta literaria a H. Rodríguez Alcalá», del año 1963 y reproducida luego en Confrontaciones, fue bien consciente nuestro autor.
He aquí, pues, algunas de las raíces, tanto histórico sociales como humanas, de la conocida dicotomía de tonalidades en la obra narrativa de Francisco Ayala que se hace cada vez más evidente a partir de 1950: dicotomía que tomará forma más adelante en la que es, para muchos, su obra maestra: El jardín de las delicias (1971, 1978, 1990, 2006).
Mas esa es otra historia.
La vida de Francisco Ayala, como la de cada ser viviente, siguió adelante en el tiempo: aquel tiempo que ya en una recopilación de escritos suyos del año 1978 había figurado junto con el yo de nuestro autor en un emparejamiento (pre)destinado a prolongarse al menos veinte años más. Jubilado de la universidad norteamericana y reintegrado a la vida cultural e intelectual de una España nuevamente democrática, Ayala renace como el ave fénix de cuyas plumas se apropiará una década más tarde para el título de una recopilación de estudios de crítica literaria (Las plumas del fénix, 1989). A sus setenta y dos años, para los jóvenes españoles de aquel momento parecería nuestro autor una especie de antediluviano llegado de otro mundo; lo cierto es que había redactado una gran parte de su obra de invención lejos de su país natal… pero ¿quién hubiese podido imaginar en aquel momento que casi treinta años después, en 2006, celebraría, en plena lucidez, el centenario de su nacimiento?
El tiempo y Ayala, y contra este telón de fondo, la condición humana y su eterna lucha por el «poder» que —en palabras del ficticio prologuista de la referida recopilación de historias (alter ego del autor)— «ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación». Con una creciente sensación de desengaño, así como de indignación —que en su obra de invención se traduce en ironía, sarcasmo, mordacidad—, el futuro autor de El jardín de las delicias acabará por escindirse tanto anímica como estilísticamente…, talante que acabaría por confundir —y hasta disgustar— a ciertos críticos a los que, como en el caso del susodicho Hugo Rodríguez Alcalá, les incomodaba este supuesto agrio estilo nuevo del autor. Pero los tiempos, ay, habían cambiado… y junto a ellos, el talante de muchísima gente… entre ellos, Francisco Ayala.
El cual, pese a dedicarse en Estados Unidos al magisterio de la literatura española, siguió activo como el distinguido sociólogo que era, y en tal capacidad fue invitado a participar en reuniones profesionales, congresos especializados, etcétera, dedicados frecuentemente a temas relacionados sobre todo con América del Sur. En líneas generales yo diría que, tal como queda demostrado en el contenido de los tomos IV a VII de sus Obras completas, este interés suyo en las ciencias sociales, que a lo largo de los años tomaría muchas formas, duraría toda su vida —algo que deberían tener en cuenta, también, estudiosos de su (asimismo extensa) obra de invención—.
Tampoco rompió sus vínculos oficiales con la República Argentina, pues en la cronología publicada en la página de la Fundación Francisco Ayala consta que renovó su pasaporte argentino en 1953. En editoriales bonaerenses, también, publicaría importantes obras suyas. Consta igualmente en dicha cronología que a finales de mayo y comienzos de junio de 1958 estuvo en Buenos Aires, donde, además de visitar a familiares y amigos suyos, pronunció conferencias y participó en mesas redondas de temática más bien social, una de estas organizada por La Nación, periódico en que, según figura en la bibliografía anotada incluida como apéndice en el antes referido libro Francisco Ayala en «La Nación» de Buenos Aires, editado por Irma Emiliozzi, había seguido colaborando nuestro autor con textos de género diverso. Y como colofón a lo que a continuación voy a comentar, en el mes de junio de 1962 se encuentra de nuevo en la capital argentina para participar en un homenaje a Victoria Ocampo, reencontrarse con amigos, visitar la redacción de La Nación para saludar a su director y participar en la presentación de su novela El fondo del vaso.
Entre uno y otro viaje de Nueva York a Argentina tuvo lugar otro —para el cronista Ayala, intelectualmente inolvidable, y para el Ayala creador, inspirador— que quedaría plasmado luego en una de las crónicas más ingeniosas, y mordaces, salidas de su pluma. Sin adentrarme aquí en las estrategias retóricas de que en ella se vale su autor, solo diré que se las arregla para ser respetuoso y cortés al mismo tiempo que les echa a los eruditos anfitriones alemanes uno tras otro dardo venenoso, demostrando a lo largo del texto que, pese al trato poco —digamos— adecuado que habían recibido, ni él, ni desde luego los demás participantes de las Américas (no había sido invitado ningún especialista de España ni de Portugal), eran tan ingenuos como para no entender que todo el (costoso) simposio no había sido más que un pretexto para hacer ostentación ante los pobres invitados tercermundistas de una nuevamente rica y repuesta Alemania occidental.
«Alemania y el desarrollo latinoamericano. Un coloquio» se titula el artículo, publicado en La Nación el 14 de enero de 1962. La reunión de especialistas, americanos y, sobre todo, alemanes, había tenido lugar, entre «visitas a establecimientos industriales, a institutos de investigación y a centros culturales, sin contar las numerosas fiestas con que nuestros huéspedes procuraban agradar a sus invitados», entre el 6 y el 20 de noviembre (¡dos semanas enteras!) del año anterior. En el reportaje, empapado de ironía, alternan, de modo lingüísticamente paródico —Ayala conocía, por experiencia propia, tanto la lengua como la cultura alemanas—, hechos y glosas. Desde el punto de vista, no solo del contenido, sino formal (una mezcla estilística de lo periodístico con lo académico), el escrito es una delicia.
¿Hablar menos y hacer más? «Actions speak louder than words», decimos en inglés. Pero para entonces —o sea, tras los gastos de los festejos de dos semanas largas— no quedaría nada en la hucha alemana.
El recuerdo, también, perdura… y se transforma, a veces, en la semilla de una obra de invención. En este caso particular, y según consta en la introducción a la novela corta titulada El rapto (1965), existe un vínculo directo entre el viaje en tren desde Münster que en el otoño de 1961 había hecho Francisco Ayala tras asistir al congreso en cuestión y dicha obra de ficción. Mas aquella es otra historia, que en otro lugar desarrollo yo con la atención que merece.