Hasta no hace mucho tiempo la única imagen que teníamos los argentinos de los exiliados eran hombres como el «vasco» o el «gallego», viejos republicanos españoles y padres de alguno de nuestros amigos. De pronto la historia se hizo simétrica: los hijos de ese «vasco» o «gallego» debieron huir de los tiranos criollos rumbo a la tierra de sus predecesores. Así, los hijos, para salvar la vida, iniciaban el destierro en el país de sus padres, mientras estos permanecían exiliados en la tierra de sus hijos. Ya en la tierra de sus padres, estos nuevos exiliados debían encarar la vida otra vez: buscar medios de subsistencia, leer otros periódicos, asimilar nuevas costumbres y aceptarse de pronto extranjeros. En aquellos primeros momentos, el presente era vivido como una ficción, sólo el pasado tenía sentido como realidad. A muchos exiliados latinoamericanos les resultó muy difícil superar esa sensación de vida provisoria esperando el postergado regreso. Es cierto que la mayoría de los exiliados argentinos no esperaban que la oscuridad de la sociedad argentina iba a permanecer por tanto tiempo. No olvidemos que, incluso, algunos de esos exiliados iniciaron sus destierro un poco antes del 24 de marzo de 1976 debido a la persecución de la Triple A, que de alguna manera prefiguró la barbarie que se avecinaba. Debemos considerar que no solo hubo asesinatos, desaparecidos y perseguidos durante la dictadura, sino que también reinó el terror, es decir el miedo. He podido verificar esta situación al conocer muchos exiliados en Suecia que huyeron impulsados por ese terror, que no se apoyaba en la persecución directa sino en nada más y nada menos que en el temor que despertaba el terrorismo, el terrorismo de Estado. En el prólogo a la publicación de la Conadep, Córdoba, Luis Rebora (mi padre) afirmaba:
… fue una época en que el temor no era necesariamente la consecuencia de la culpa, porque el objetivo de la represión no fue nunca la justicia, ni siquiera los culpables, sino la imposición del terror.
El comportamiento de los exiliados en su diáspora dependió de innumerables factores como el país adonde llegaron (México, España, Brasil, Suecia, etc.), de la suerte en resolver su supervivencia, de la ideología que llevaban como mochila, del oficio o profesión que podían ofrecer, etc. He podido observar, por ejemplo, que la capacidad de integración a las nuevas realidades era inversamente proporcional al nacionalismo de su discurso ideológico. Otro aspecto que pude advertir es que los núcleos sociales que se formaban en Suecia estaban determinados en primer lugar por la unidad idiomática, y de ese modo confluían argentinos con chilenos, uruguayos y españoles, donde se generaba un intercambio de experiencias vitales, personales, ideológicas y políticas que, incluso, facilitaba abandonar algunos dogmatismos propios de la época y de la edad. En ese marco era fácil advertir que las ideas nacionalistas de muchos argentinos los hacían más proclives a rechazar integrarse en tierras lejanas, era a ellos a quienes les resultó más difícil superar esa sensación de provisionalidad, a pesar de que era imprescindible comprender que esta vida no admite paréntesis y que es en cada momento y lugar definitiva e irreversible para cada persona. Más allá de la actitud vital que se adoptó frente al exilio, son pocos los que pudieron escapar a la crisis de sus relaciones afectivas o familiares.
Por mi parte, luego de abandonar Suecia opté como nuevo lugar de residencia por la ciudad de Granada. Fue una decisión libre, ya que no estuvo predeterminada por ninguna circunstancia concreta que podría favorecer nuestra integración y con ello su elección, fue sólo la belleza de la ciudad, su vitalidad cultural y sobre todo la intuición de que podría llegar a ser lo que realmente fue, es decir, una ciudad que se pudiera adoptar como propia. Allí creamos, junto a mi compañera de entonces y madre de mis hijas, un espacio cultural que convocase a los artistas e intelectuales granadinos, andaluces y latinoamericanos, es decir, un lugar de encuentro que sea fecundo para la creación, el pensamiento, la amistad e incluso el amor. El lugar se llamó La Tertulia y aún sigue funcionando con nuevos jóvenes que aportan las ilusiones de la época actual. Allí se estableció un diálogo cultural entre los artistas e intelectuales del exilio y la intensa vida cultural granadina. Participaron en diversos proyectos artistas como Daniel Moyano, Oscar Ferrigno, Ricardo Carpani, Mario Benedetti, Juan Gelman, Fernando Vegal, Fabiana Gabel, Celia Guevara, Luis Alberto Quesada, entre otros, y tuvimos la posibilidad de conocer y dialogar con Rafael Alberti, Francisco Ayala, Paco Ibañez, Joaquín Sabina, Ángel González, fuimos testigos entusiastas del surgimiento literario de la corriente poética de la «otra sentimentalidad», formada, entre otros, por los poetas Javier Egea, Luis García Montero y Alvaro Salvador. Estamos hablando de 1980, cuando aún persistían las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay. En La Tertulia se formó el activo Comité Latinoamericano de Solidaridad que, con motivo de la caída de la dictadura militar argentina, organizó una embajada cultural con el lema: «De Granada a Buenos Aires, un brindis por la democracia». En esa numerosa embajada cultural participó el célebre cantautor granadino Carlos Cano, que interpretó «el tango de las madres locas», y se presentó el libro Argentina 78 del poeta granadino Javier Egea, que en uno de sus versos decía:
Yo te digo, Videla,
que viven los poetas con los ojos abiertos
y miran y conocen y sienten conociendo
y entonces dos caminos:
Apoyar a la muerte o defender la vida.Por eso va mi canto hacia ti como un grito,
como un puño gigante.¿Quién eres tú sino la vida rota,
sino toda la muerte vestida de payaso?
Luis García Montero formó parte también de esa embajada cultural, y fue en el Teatro San Martín de la ciudad de Buenos Aires donde leyó un texto que parece escrito deliberadamente para el tema que hoy nos convoca, en el que afirmaba: «Sin embargo, el desprecio por las tiranías de América Latina ha sido para nosotros un sentimiento de manifiesta convocatoria social, que ha llenado plazas y calles sobre todo desde que se acabaron nuestras propias tiranías. Y no solo porque España conozca suficientemente la desesperada lucha por la libertad, ni tampoco porque siga en el aire de Granada la sombra de García Lorca, simbolizando a tantos hombres desconocidos que han sido asesinados sobre la piel del mundo. Ni siquiera se trata de hacer otra vez referencia a ese hermanamiento tradicional entre España y América, que todos hemos aprendido desde la infancia, y que es verdad, pero que ha dejado de ser suficiente. Por el contrario, si la reciente democracia ha dejado una alegría sin freno, es también porque nos ha ofrecido una manera distinta, más cercana, más entrañable de conocer a un pueblo. Si algo nuevo trajo el exilio es el convivir diariamente, en relaciones de hermanamiento cotidiano, reuniéndonos en salas de estar de las ciudades que son los bares, los cafés y en esos espejos públicos que son las mesas redondas, los actos de solidaridad con los hombres que sufren, es decir, con todos nosotros. Solo podemos hablar de nuestras experiencias, sabemos que hay otras y que han sido duras. Pero en Granada, sobre todo a partir de que Horacio Rebora apareciese como un pájaro solitario para vivir su exilio con nosotros, el hermanamiento ha sido perfecto. Fundó La Tertulia, un local tan argentino como granadino, y descubrimos por ella que los caminos suelen ser los mismos para la gente de bien, dejábamos las mismas huellas por el afianzamiento de nuestra democracia y por el inicio de la suya…».
En 1981 editamos un libro que llamamos: Granada Tango. Libro para bailar con las ciudades y en solidaridad con nosotros mismos. Participaron en ese libro, además de los poetas granadinos, los escritores Julio Cortázar, Mario Benedetti y Daniel Moyano, e incluía también un excelente ensayo sobre el tango del profesor de la Universidad de Granada Juan Carlos Rodríguez. Me parece relevante mencionar estas experiencias porque ejemplifican el diálogo fecundo que se produjo entre los artistas e intelectuales exiliados y el mundo cultural de España que, justamente, estaba viviendo el efervescente momento del posfranquismo y el inicio de la transición democrática. Quizás este libro fue el punto de partida y origen del Festival Internacional de Tango de Granada, que tuvo su primera edición en 1989. Este festival desde sus orígenes concibió el tango como cultura urbana contemporánea, y fue también un punto de encuentro de aristas provenientes de distintos géneros, como Enrique Morente, Tete Montoliu, Miguel Ríos.
Quizás todas las experiencias vividas, a algunas de las cuales me estoy refiriendo en este texto, nos permitieron concebir el tango como una manifestación cultural urbana y contemporánea y con ello susceptible de incorporarse a la vida cultural de ciudades distintas y distantes a su cuna rioplatense. Pasaron por el festival granadino figuras del tango como Pugliese, Goyeneche, Horacio Ferrer, Eladia Blázquez, Rubén Juárez, Leopoldo Federico, Juan Carlos Copes e incluso Julio Bocca y Maximiliano Guerra.
Hoy el Festival de Granada es un festival que está integrado de manera estable en la vida cultural granadina. El tango ya es junto al jazz y al rock una expresión cultural imprescindible en la programación cultural de las principales ciudades del mundo. Esto ha sido posible no solo debido a la naturaleza del género del tango, sino también al destierro de miles de argentinos diseminados por las ciudades del mundo.
Cuando cayó la dictadura, escribía un artículo que terminaba diciendo:
Argentina ya ha terminado su noche triste de casi ocho años. Los exiliados argentinos ya podemos volver, o mejor: optar entre alejarnos de aquí o quedarnos lejos de allá, pero esta opción será de día, con la cara descubierta y sin tristeza.
Lo que en todo caso importa es si hemos logrado conquistar aquí lejos un presente, si aceptamos que la vida del exilio es la vida misma y si seremos capaces de crearnos una patria a nuestra medida, con las cuatro o cinco ciudades, de países distintos, que hemos amado. Siempre nos sentiremos lejos de esas ciudades a pesar de que regresemos a nuestra querida ciudad natal.
Pasaron los años, y ya he vivido 40 años de vida intensa en Granada, el tiempo suficiente para que el verbo «volver», quizás, pierda dirección y sentido.