Pienso en algunas ficciones escritas en español que desafían o interpelan la idea de futuro. No pienso del lado de la lengua en uso, me posiciono en un territorio que conozco mejor y que es el de la enseñanza de la literatura. Sin el afán de realizar un mapeo exhaustivo, leo algunos ejemplos del presente que discuten las potencialidades de una lengua literaria y que trazan, incluso desde posiciones disidentes, líneas de fuga, diálogos y tensiones entre España e Iberoamérica. Pienso en ficciones en tránsito, en tránsito de nombres de autor, de imaginarios, de fábulas; en eso que Julio Ortega llamó lo transatlántico y que generó y genera el debate en universidades españolas y americanas.
En el año 2010, en ocasión del otorgamiento del doctorado honoris causa de la Universidad de Buenos Aires, Josefina Ludmer leyó el texto «Lo que viene después. Una periodización literaria». Experta en el trazado de series, Ludmer amplió allí sus reflexiones sobre las literaturas postautónomas, tantas veces comentadas, criticadas, parafraseadas y enseñadas y que darían forma a su libro Aquí América Latina. Una especulación (2012). En el texto leído en Buenos Aires Ludmer sostuvo:
También podría decirles que lo que viene después es un modo de vivir un presente que no puede ver del todo su futuro porque está abierto e indecidido; a lo que viene después le cuesta imaginar el después. No puede ver el futuro pero contiene entero su pasado y lo sueña todo el tiempo; en cierto modo es el pasado con algo diferente.
Y agrega: «Lo que viene después forma series, como el “after post” de los nocilla españoles y como dice alguien en Los topos de Félix Bruzzone». No sabemos si al decir «after post» Ludmer se refería a Afterpop, libro de Eloy Fernández Porta en el que el autor teoriza las condiciones sobre las que se gesta y se produce la literatura de la generación Nocilla, espacio también desarrollado por Agustín Fernández Mallo y Vicente Luis Mora, entre otros. Me interesa remarcar aquí otra cosa.
Lo que llama la atención es la serie que pueden formar los Nocilla españoles y Félix Bruzzone, unos escritores que incorporan la ciencia como un modo de hacer literatura y un autor argentino que pensó, entre otros materiales, las formas que adquiere la memoria histórica en la literatura. ¿Es posible armar —y me detengo en el alcance a la vez práctico y bélico de la palabra— series así? ¿Qué gana y qué pierde la literatura, la teoría, la lengua, en esa apuesta? ¿Será ese el futuro de la lengua literaria iberoamericana? Ensayo algunas conjeturas a partir de algunos ejemplos.
Como sostiene Jorge Panesi sobre la obra de Néstor Perlongher, hay ciertos escritores que hacen enloquecer a la lengua: «Cuando una lengua se vuelve loca deja salir a los monstruos, los desata, los desvela; cuando una lengua se vuelve loca son las locuras del mundo las que combaten con ella» (2018: 189). En el caso de Perlongher, su obra «le dio una dimensión poética a la lengua de las locas» (189), ese cimbronazo que ya estaba en el pasado que Perlongher puso en el futuro, en Góngora, en Lezama, en Rubén Darío.
Pero en esa diáspora hay regreso. Es lo que hace Eduardo Mendicutti en Una mala noche la tiene cualquiera (1982), el monólogo de la Madelón, la travesti que espera noticias sobre el intento de golpe de Estado del 11 de febrero de 1981 en España. La lengua de la Madelón se desata:
Qué sobresalto, por Dios (…) Y a mí es que iba a darme algo: un ataque, un soponcio, una alferecía. Malísima me estaba poniendo. Una descomposición de cuerpo estaba entrándome que no la puedo ni explicar (…) Claro que yo necesitaba algo urgente: una tila, un valium, lo que fuera. Un tío. La verdad es que a mí lo que me arregla el cuerpo es un tío, y hasta creo que lo dije en voz alta.
(10)
La lengua loca de la Madelón, la que puede sostener e imaginar el deseo, es también la lengua de la comparación, del ejemplo. El texto avanza: «Qué número, por Dios, como en Sudamérica: hala, a tiro limpio, todas al suelo, se acabó lo que se daba, guapos» (10).
¿Por qué la voz travesti recurre al ejemplo sudamericano para futurizar el horror? ¿Cómo conoce, quien en el pasado fue Manuel García Rebollo, la trama de las dictaduras sudamericanas? ¿Cómo aprendió, quien solo declara leer revistas del corazón, la lengua de la violencia lejana? ¿Por qué no le alcanza el ejemplo del horror franquista que conoce mejor y necesita migrar al otro continente?
Ese salto está en la forma, la que va de un género a otro sin escalas, del femenino «todas al suelo», al masculino «guapos» y declara lo que a veces no alcanza. Para la Madelón el futuro está afuera, es eso que su lengua no puede repetir en el presente y que la hace tambalear. En la escena final, la de la manifestación en Puerta del Sol, la Madelón encuentra por fin su futuro: «A mí me entró un escalofrío, y le eché a mi morenazo los brazos al cuello, y le dije bajito, para él solo: —Ay, niño, qué rica es la libertad…» (163).
Otro ejemplo de lo que quiero sostener aquí viene de otra lengua loca, del francés en el que Roland Barthes escribió Diario de duelo, comenzado al día siguiente de la muerte de su madre. El 7 de junio de 1978 el diarista registra:
Hablar de mamá: ¿y qué, Argentina, el fascismo argentino, los encarcelamientos, las torturas políticas, etc.?
Eso la habría herido. Y la imagino con horror entre las mujeres y madres de los desaparecidos que se manifiestan por aquí y por allá. Cómo habría sufrido si me hubiese perdido.
(2009: 269)
Otra vez quien escribe necesita el ejemplo sudamericano para imaginar la tragedia presente, pero en este caso ese «por aquí y por allá» es muestra del conocimiento que el crítico francés tenía de la situación argentina. El futuro inimaginable de una vida sin madre es lo que provoca el salto de espacio, ese enloquecimiento con el que se busca a la ausente, a la desaparecida. Y eso arrastra, de manera obvia, a la lengua materna, insuficiente ya para la comparación.
Y si armamos series transatlánticas encontramos otras ficciones en las que también la madre desaparece. Podemos pensar en Esperando la carroza, la película argentina dirigida por Alejandro Doria en 1985 en la que las lenguas se mezclan y hacen estallar el futuro que la reciente democracia imaginaba. Como sostiene Daniel Link (2009), una de las potencias de la película está, entre otras operaciones notables, en el modo en que se invierte y se abisma el gran tema de la literatura y la política argentinas, el de la búsqueda y el reclamo del cuerpo de los hijos por parte de la madre. En este caso son los hijos quienes buscan a la madre desparecida, lo que pone en valor la recordada frase final del personaje de Susana. Al decir «De todos nosotros me río» adelanta la apertura de unas heridas que futurizan un presente hablado por mujeres.
Las mujeres también hablan e imaginan el futuro de una lengua: «Cuando te vea por primera vez / me voy a hacer la que no te conozco / como una nena acalorada» (2005: 29), dice uno de los poemas de Solos y solas, de Tamara Kamenszain y pone en el centro de la escena la interrogación sobre los modos de invertir un tiempo. Al poner el pasado en el futuro, la lengua poética hace un corte y recupera a la ausente, a la nena acalorada que viene a decir la lengua del amor.
Dejo en suspenso a la niña porque volveré a ella o a ellos y me detengo en los artificios de la lengua para decir la memoria. En 2010 se publicaron en Argentina dos textos poéticos que de algún modo venían a desajustar una política de la lengua literaria. En el momento en que las poéticas intentaban recuperar una memoria traumática en la ficción, estos dos libros hablan de la pérdida de ella y de los efectos que ese abandono tiene en la lengua. Me refiero a El eco de mi madre, de Tamara Kamenszain y a Desarticulaciones, de Sylvia Molloy, textos en los que se discute no solo las condiciones de la desaparición sino el futuro de las que se quedan hablando: «¿Cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria» (19), plantea Molloy y sostiene una pregunta doble, ya que ese yo no es solo de la que se va sino también de las sobrevivientes, las que se visitan en el poema y ensayan una farsa de la conversación imposible. Así lo dice un poema del texto de Kamenszain:
Como mi madre que a veces me trata de usted
y yo me doy vuelta para ver quién soy,
la amiga de Sylvia que perdió el voseo
la desconoce hablándole de tú.
Correctas educadas casi pomposas
estas rehenes del alzhéimer
ponen a congelar la lengua materna
mientras nos despiden de su mundo sin palabras.
Sin embargo si te canto tu canción infantil
la neurona del idisch se posa dulce sobre tus labios
y todo lo que nunca entendí en ese idioma
lo repito con vos viejita, y me queda claro.(27)
¿Hay futuro para una lengua cuando se ha perdido el origen? Esta es una de las preguntas que intenta contestar Vivir entre lenguas (2016), de Sylvia Molloy. Allí, bajo el título «Pérdida» la autobiógrafa declara:
Perder una lengua, quedarse deslenguado. En la familia de mi madre eran once hermanos. Los tres mayores hablaron de chicos el francés de sus padres, que me imagino espeso, meridional; luego la familia se volvió monolingüe. Los padres, mis abuelos, ¿seguirían hablando su francés en privado, cuando se contaban cosas, cuando hacían el amor? Nadie puede contestar esa pregunta. Es como si el francés, en esa familia, se hubiera escondido en el clóset. Pienso: si yo hubiera tenido hijos, ¿en qué idioma les hubiera hablado? ¿Cuál habría reprimido?
(14)
A pesar de que nadie puede contestar esa pregunta, la pregunta por la lengua de la intimidad, el texto ensaya opciones, salta de una lengua a otra, imagina escondites (justamente en el clóset) y planifica una ficción familiar en que los hijos se quedan mudos. ¿Qué lengua hablamos los iberoamericanos para decir aquello que reprimimos? Y si nos soltamos, ¿no estaríamos entrando en el terreno de la exhibición desmesurada? ¿Hay que enloquecer la lengua o replegarla? ¿Y en ese repliegue regresivo decirlo todo antes de que sea tarde? Es lo que hace Tamara Kamenzsain en su último libro, El libro de Tamar (2018). En el postergado ejercicio explicativo del poema que su exmarido deslizó por debajo de su puerta, la novel narradora se detiene y sospecha de su paráfrasis. Porque solo la que llegó hasta allí puede declarar el fracaso de explicar el poema: «Arrancados del transitorio albergue metafórico, estos versos quedan tan desnudos que hasta a mí, que una vez los escribí, me dan vergüenza» (53).
Como la nena acalorada del poema de Solos y solas o como la que se repliega sobre sí y asume una posición de escritura minorizada o como la Madelón «quieta, en cuclillas, pegadita al transistor» (9), existen nuevas posiciones de una lengua en tránsito, en este caso la que va a la infancia, ese lugar sin lengua que sin embargo las contiene a todas.
Sin rodeos, estalla una verdad: «Nadie escribe su infancia en su infancia, siempre se la escribe —cuando se puede— en la vejez» (2004: 57). Con esa declaración contundente, el crítico argentino Nicolás Rosa nos aleja de cualquier ilusión relacionada con los nexos entre infancia y escritura, pero agrega que en toda autobiografía existe un momento inaugural que la determina, aquel en el que el sujeto es aún infante, ese chispazo que Rosa llama ‘escena arcaica’ y que se convierte en una atractiva develación pero al mismo tiempo en un peligroso horizonte.
¿Podemos evitar la escritura de nuestra propia escena arcaica? ¿Dónde está el límite entre lo que construimos como objeto de investigación o de lectura y eso que llamamos, a falta de una categoría más comprensiva, vida? Y suponiendo que logramos o no distinguir esas dos esferas, eso que producimos como resultado de ese éxito o ese fracaso, esa escritura, ¿a quién va dirigida? Y sobre todo: ¿A quién le importa? ¿Es lo mismo ser profesor que escritor? Y si somos solo profesores, ¿debemos también evitar la referencia pasada al origen de lo que somos?
La literatura argentina del presente parece no esquivar esa pregunta y construye una zona en la que la infancia es interrogada en términos de potencia, es decir, de esa fuerza que hace avanzar al sujeto o hacerlo huir para adelante, donde lo espera la lengua fuera de tiempo. En esto parecen insistir las ficciones de Samanta Schweblin, quien en su novela Distancia de rescate (2014) metaforiza en el título el espacio necesario para que una madre pueda salvar a un hijo y al mismo tiempo construye una lengua tan denotativa, la que muestra por exceso la definición de lo literario, que daría vergüenza también a Kamenzsain. Hay otros ejemplos que construyen las ficciones de Mariana Henríquez, de Selva Almada, de Luciano Lamberti, de Federico Falco, de Julián López, de Sergio Bizzio, de Martín Kohan, de Mauro Libertella, entre otros.
¿Hay distancia de rescate? Pienso un último ejemplo, una ficción tan admirada como criticada sobre la que no emito juicio valorativo, Roma, la película dirigida por Alfonso Cuarón. Me detengo en algunos destellos: el mixteco en el que hablan las criadas, el niño que no entiende esa lengua y que pide explicaciones, la familia salvada por el personaje de Cleo de los peligros del mar en una exposición precisa de la distancia de rescate, Cleo declarando que no deseaba tener a su hija, la casa sin estantes de la que se ha ido el padre pero que queda repleta de libros en el final, la casa habitada solo por mujeres y por niños y toda la ficción de futuro que esas escenas nos permiten imaginar. Y entre todas, termino con una, con la que vuelve de manera insistente sobre el sonido y las imágenes de los aviones, lo cual puede deberse a la cercanía de la colonia Roma, que da título a la película, con el Aeropuerto Benito Juárez del Distrito Federal mexicano. Pero, en ese lejano 1971 que enmarca temporalmente el relato, los aviones pueden ser también la profecía atroz de un futuro cumplido, el de esos medios de transporte que llevaron a México, entre otros destinos, cuerpos y lenguas, ficciones y autobiografías, utopías y catástrofes del gran exilio latinoamericano.