En su prólogo a la Gramática de la lengua castellana, Antonio de Nebrija escribe la célebre frase: «Siempre la lengua fue compañera del imperio». Señala además que estas entidades gemelas conviven en su nacimiento, su niñez, su madurez y también su ocaso. No obstante el uso actual de términos técnicos como la lingüística genética y las familias de idiomas, la noción del lenguaje como «un organismo vivo» vino a colapsarse en el auge del estructuralismo. Pero en los albores del posestructuralismo el nexo entre el lenguaje y la vida se ha vuelto a aparecer. Si bien el posestructuralismo no atribuye vida al lenguaje inerte, sí reconoce que las vidas de los hablantes están siempre arraigadas en el lenguaje. Vivimos en los lenguajes que nos rodean. Convivimos con ellos. Se entrehilan en nuestras experiencias. En su libro reciente El lenguaje y la subjetividad, Tim McNamara apunta que a la vez que el lenguaje nos constituye como sujetos también el mismo lenguaje nos sujeta a las fuerzas sociales regidas por el poder en ellos inscrito. Al considerar el español en los Estados Unidos, por ende, es menester enfocarnos precisamente en este nexo entre el lenguaje y la vida, entre el español y las vidas llevadas por millones de hispanohablantes a lo largo y ancho del territorio norteamericano.
En los últimos veinte años, la salud latina ha surgido como un foco importante de atención entre trabajadores de salud pública, investigadores de los servicios sanitarios, antropólogos médicos y lingüistas aplicados. La salud latina puede entenderse como la investigación de las condiciones y las desigualdades que afectan a poblaciones de origen hispano en los Estados Unidos. La salud latina es, por naturaleza, un campo altamente interdisciplinario ya que son múltiples los factores próximos y distantes que intervienen en la salud y el bienestar de la población incluyendo la política migratoria, las leyes laborales, prácticas y prejuicios culturales además de cuestiones lingüísticas y sociolingüísticas. Si bien la salud latina como una disciplina incipiente ha podido captar la atención de los líderes de la política de la salud y de los consejos para el estudio científico, apenas ha comenzado a fijarse en las dinámicas internas de «latinidad» que sostienen una identidad panétnica en la comunidad y en las fuerzas externas de racialización que constituyen a los latinos en los Estados Unidos como «el otro» y que los sujetan a procesos de discriminación nocivos a la salud. Quisiera, pues, enfocarme en estos dos aspectos de la salud latina con el fin de esclarecer la relación íntima y profunda entre el español en los Estados Unidos y las vidas de los latinos, entre el lenguaje, la latinidad y la salud latina.
Comencemos pues con una consideración de la latinidad. ¿Cuáles son las afinidades que sirven para unificar a las poblaciones latinas en los Estados Unidos? El término latinidad ha sido acuñado para describir y dar forma teórica a estas afinidades. Por un lado, la antropóloga Arlene Dávila y la socióloga Cristina Mora aseguran que la latinidad es un constructo erigido por activistas, ejecutivos de los medios y agentes publicitarios con el fin de reducir la variedad cultural de las poblaciones latinas a un factor singular y accionable, el idioma. Para estos no existe una identificación panétnica aparte de su invención. Jillian Baez, sin embargo, identifica algunos marcos teóricos opuestos que ha llamado la «latinidad política» y la «latinidad vivida». El idioma puede constituirse en el ancla de solidaridad y alianza estratégica entre distintos grupos latinos con el fin de lograr beneficios, ventajas o equidad. El sociólogo Felix Padilla acuñó la frase «conciencia étnica latina» para referirse a esta faceta de la latinidad. Más allá de esta operalización política, anota Baez, la latinidad también se expresa en un sentir vivencial que se experimenta a través de la participación en prácticas transculturales. La etnógrafa urbana Mérida Rúa explica que la latinidad vivida es el resultado de «intercambios ordinarios entre latinos de orígenes variados» (2001, p. 129). Estas visiones alternativas de la latinidad nos proveen de perspicacia para entender cómo la latinidad y su vínculo con el español informan la experiencia de la salud, el bienestar y la injusticia dentro de comunidades latinas.
La latinidad política ha sido una fuerza visible en el activismo a favor de la equidad salubre y de la justicia social. Las barreras del idioma y sus efectos adversos para los enfermos han venido a ser el foco de una lucha ardua para la equidad en la salud. Magdalena García fue una técnico de laboratorio en el Hospital Presbiteriano San Lucas en Chicago. Su colega, Victoria Pérez, recuerda que, como todas las latinas empleadas en el hospital, constantemente la buscaban para interpretar para pacientes hispanohablantes. En estas múltiples y repetidas instancias, Magdalena se dio cuenta de los abusos a los pacientes. Los pacientes no sabían a qué procedimiento se les estaba sometiendo; simplemente se le pedía que firmaran el consentimiento. Cuando los pacientes comenzaron a quejarse, los administradores del hospital despidieron a Magdalena acusándola de revoltosa y agitadora. Magdalena luego demandó al hospital por el abuso de los pacientes hispanohablantes y por la discriminación sistemática en contra de los empleados bilingües. En este caso vemos cómo el idioma se vuelve un foco del activismo político en la salud.
La latinidad vivida, por otra parte, nos da un marco para entender las negociaciones complejas que ocurren entre los latinos en sus interacciones con el sistema de salud. El médico e investigador David Hayes Bautista resume bien esta perspectiva al anotar que cuando una mujer latina embarazada no sale de la casa cuando hay luna llena, deja de masticar chicle o cuelga un hilo rojo en el abdomen pero aun así quiere ver el resultado de su sonograma o practicar las técnicas de Lamaze, nos encontramos frente a la continuidad y el cambio que caracterizan a la cultura latina. En la latinidad vivida se aprecia la conexión cultural y lingüística que sobre la marcha engendra un sentir de solidaridad y afinidad dentro del sistema de atención sanitaria. El psiquiatra cubano Felipe Santana recuenta su experiencia al atender a pacientes mexicanos inmigrantes en el sur de California. Dice: «Volví a mis raíces. Todo hizo sentido. Estaba presente con mis pacientes. Comencé a usar las herramientas culturales apropiadas. No hacía falta que hiciera preguntas. Tampoco tenía que ser sistemático. Todo lo que necesitaba saber lo supe por medio de la conversación, allí se revelaba todo sin que yo tuviera que hacer ninguna pregunta» (Santana, 2008 p. 26). Las palabras de Santana nos demuestran cómo, a través del idioma, se generan lazos terapéuticos de confianza.
Estas aproximaciones a la latinidad nos dibujan una imagen de las dinámicas internas que forjan las experiencias de los latinos en el área de la salud. Pero ¿cuáles son las fuerzas externas a las que los latinos son sujetados en sus experiencias en el sistema de atención sanitaria? La racialización de los latinos es un proceso bien documentado que remonta a los primeros contactos entre anglos y mexicanos en el siglo xix y anglos y puertorriqueños en los inicios del siglo xx. Esta racialización ha venido a nutrir toda una serie de políticas de control poblacional, siendo las políticas migratorias y las reproductivas las más sobresalientes. La deportabilidad ha sido concepto clave en la construcción del latino como el otro, como el indeseable. Las deportaciones masivas de personas de origen mexicano en los años 30 del siglo xx, como nos muestra la historiadora Natalia Molina, se llevaron a cabo con la ayuda de los organismos de salud pública. Si bien la deportabilidad fue una herramienta de control poblacional preferida, ésta se acompañaba por otra igualmente siniestra, el control de la fertilidad. Entre 1930 y 1970 se llevó a cabo un programa masivo de esterilización forzada entre mujeres mexicanas en California y mujeres puertorriqueñas en la isla. La demanda de Madrigal contra Quiligan nos detalla los pormenores de la iniciativa. La queja alegaba que la incidencia de esterilización era mayor entre mujeres latinas y que los procesos de consentimiento eran coercitivos, se les decía que, si no firmaban, los bebés iban a morir; se les pedía una firma a trueque de anestesia epidural. La esterilización forzada dejó a sus víctimas en depresión severa, con problemas matrimoniales y en el borde del suicidio. Como resultado del caso se estableció el uso obligatorio de formas de consentimiento en español y un período obligatorio de espera de 72 horas en todo caso de ligadura de trompas. Estas políticas de control poblacional, junto con otras más recientes como la separación de familias en la frontera y la detención indefinida de hombres, mujeres y niños en centros a lo largo del país, se conaturalizan con el idioma, imbricándose en la experiencia de ser hispanohablante en los Estados Unidos.
En estas reflexiones he intentado compartir algunas de las formas en que el idioma se inserta en la salud latina. Por un lado, he anotado que el idioma sirve como punto de encuentro que potencia el activismo político y que genera lazos de confianza. Por otro lado, he señalado que el idioma se vuelve un marcador de la otredad y la racialización que afectan a la población latina en múltiples maneras. Esta doble visión nos incita, como profesionales del idioma en Estados Unidos, a una tarea doble de animar y alentar el uso del idioma en los centros de asistencia de salud y también de confrontar y cambiar las políticas que provocan daños a los hispanohablantes en la nación.