El fenómeno del exilio, desde el fondo de sí mismo, es una decisión personal en la que inciden factores de todo tipo: cuestiones políticas; catástrofes ambientales; hambrunas; necesidades básicas como la salud, la educación o la higiene; la esperanza de un mejor futuro laboral; la preservación de la familia; la libertad de expresión; la convivencia racial, etcétera. Llámense exiliados, transterrados, refugiados, expatriados o emigrados, el proceso de desarraigo es el mismo. Como lo definió Ortega en su conferencia sobre el novecentismo en el Teatro Odeón de Buenos Aires en 1916, era un dolor, un descontento latente de un destino incompleto que, con los años y las nuevas generaciones, esa recepción del extraño en una patria de adopción pasaba a conformar la porosidad social de una nación. Era un poder atractivo que, según Ortega, podría convertirse en un proceso solidario o turbulento. En efecto, requería de un esfuerzo aunado y común con un poder imperativo del Estado nacional para mantener la laboriosa convivencia de grupos humanos de sangres diversas, y aun antagónicas. El lado positivo del proceso era constatar la capacidad de un pueblo criollo joven, abierto al torrente inmigratorio, como fuerza porosa tiñendo con su «peculiar matiz» la civilidad de una nueva alma colectiva: la americana.
En el caso específico de las masas españolas que se movilizaban hacia el nuevo continente, este fenómeno incluía a grupos regionales diversos, entre los que se encontraban exiliados «diplomados», que escapaban de guerras carlistas y del fracaso de la primera república de 1874. Se da el caso, por ejemplo, de Antonio Atienza y Medrano, director de la revista España entre 1903 y 1906, quien se exilió en la Argentina luego del fracaso de la primera república.
Estos ciudadanos debieron con dificultad insertarse en el mundo de la docencia, la prensa, y otros quehaceres propios del intelectual ilustrado, encontrando un nicho profesional en editoriales, como traductores o creadores de un nuevo arte cultural. Ortega, en plena guerra mundial de 1914, reconoce el talento del pueblo joven argentino que habría sabido romper «con el hermetismo tradicional de las razas», conformando un volumen social perfectamente poroso donde podían entrar hombres y mujeres de todas las lenguas, religiones y costumbres en un contexto vital y promisorio como era el argentino. Pero era también una movilización de masas que a su vez exigía obligaciones, adaptaciones a una realidad étnica que se componía y descomponía con la recepción del extraño. La vida del emigrado o exiliado, podría ser exitosa o también desordenada, inquieta, turbulenta, e insolidaria, por ser un proceso que requería un esfuerzo aunado con políticas de Estado que facilitaran la integración. Fenómeno que no dejaba de ser una expulsión histórica para el que se apartaba de sus raíces nativas. Tal fue el caso de los expatriados que retornaron a sus lugares de origen al no poder integrarse a la patria de adopción.
Desde la colectividad española Ortega percibe esa añoranza dolorosa «en miembros que no tenemos», muñones cortados de su territorio natal que a lo largo del tiempo habrían «al voleo» sembrado y preservado su cultura entre extranjeros y criollos establecidos. La pregunta que dejó pendiente Ortega a las autoridades nacionales argentinas, con cierto optimismo novecentista, como desafío para el primer centenario se condensa de este modo: «¿Acertaréis a precaver todas las exigencias que van delante de ese magnífico futuro?». Años más tarde, en el contexto de otra gran crisis en Europa, la Segunda Guerra Mundial, que como la guerra de 1914 «mantenía a todos suspensos sobre el abismo de la vida», se repite la misma desazón. Con la caída de la monarquía, el colapso de la Segunda República que derivó en la Guerra Civil en España, tenía lugar este otro panorama sombrío. Esta vez Ortega es él mismo un exiliado, un muñón cortado de su entorno, un intelectual que no encuentra seguridad laboral, económica o profesional, y lo más grave en un pensador que llega a Argentina en 1939 es no entenderse hablando con su público, gentes que ignoran el registro personal de su conciencia ante los graves sucesos que se dirimían en Europa.
Ortega había partido al exilio en 1936, amenazado de muerte por ambos bandos en la contienda española. Se instaló en Francia hasta que Hitler avanzó sobre Europa, movilizándose con su familia hacia Sudamérica en 1939. La Institución Cultural Española y el Instituto de Biología del Dr. Bernardo Houssay desde Argentina intervinieron para solucionar el colapso de la Junta para Ampliación de Estudios de Madrid, que había dejado a científicos e intelectuales becados a la deriva en centros de investigación de Europa. Fueron sus ayudas económicas soluciones interinas en medio del gran caos del exilio. Ortega, sin cátedra, sin libros, sin medios económicos estables, recurre a Amigos del Arte y a Victoria Ocampo para sobrevivir en Francia. Desde allí viaja a Holanda, Portugal, y con un proyecto editorial de alta docencia filosófica social con su editorial Espasa Calpe de Argentina retorna a Buenos Aires, donde permanece de 1939 a 1942. Ante el fracaso de dicho proyecto, y con escasa circulación de sus obras prohibidas por orden del Gobierno de Franco, Ortega se aleja de América y se recluye finalmente en Portugal.
En este Congreso sobre la Lengua, me gustaría destacar cuál fue la gran frustración del riguroso filósofo español, que vivía de su pluma y de la traducción de sus obras a lenguas extranjeras. Él percibió que el uso y el abuso de sus textos con fines políticos se convirtió en un gran problema, ya que estaban expuestos a merced de propagandas beligerantes en ambos bandos que entorpecían el verdadero significado de sus palabras. El fascismo nazi europeo, los nacionalismos extremos, el nacionalcatolicismo de Falange, el republicanismo socialista exacerbado, el comunismo y otros medios de difusión nacionales e internacionales obstruían la claridad de pensamiento que para Ortega era condición fundamental para esclarecer conceptos. Esta situación anómala se tornó en la gran problemática de su última docencia entre argentinos. A este panorama dramático se le podría añadir cierto aire de frivolidad porteña en que, como decía Ortega, cada uno cantaba como un jilguero haciéndole decir a uno lo que no quiere y, como consecuencia, hiriendo susceptibilidades.
Estas reflexiones se encuentras plasmadas en «Meditación del pueblo joven» desde la Universidad de La Plata. Allí, Ortega expone con cruda sinceridad el dilema de la «tiranía del lenguaje». Ante un vulgo como el sudamericano, acostumbrado a contraponer libertades y tiranías, él observa cómo se esclaviza la raíz misma del ser humano que es su pensar. En este contexto expresa su descontento e invita a encarar una docencia filológica para recuperar el sentido histórico de la lengua. «Si yo continúo algún tiempo en la Argentina, y si en la Argentina interesan de verdad las exploraciones insospechadas del puro pensamiento intacto de política… yo expondría en Buenos Aires… lo que creo haber hallado sobre este asunto… ideas… que constituyen nada menos que los principios de una nueva filología». Ortega reafirma que en tiempos bélicos, el vocablo es equívoco; que el idioma que normalmente adquiere diversas significaciones, variaciones permanentes «que experimentan una misma palabra en el diálogo de hombre a hombre, en el viaje siempre nuevo de tal labio a tal oído», ese sacramento de la humana comunicación que es entenderse hablando, en tiempos de alteración se ha visto entorpecido por la pasión política. «Confieso —le advierte a su público universitario— que a veces me quedo un poco espantado al ver cómo se malentienden algunas cosas que digo, cómo se entienden del revés». De donde le resulta una paradoja, «que el auténtico hablar se compone principalmente de silencios». Para decir algo, nada más que algo, «tenemos que renunciar a decir todo lo demás». Como exiliado, y como pensador que comparte con los argentinos la misma lengua materna, a Ortega le resulta imposible expresar «algo que nos urge decir» incluso en castellano.
Esta falla en la comunicación entre pares se habría convertido en la porción más trágica de su vocación como intelectual. Con sus obras en el extranjero se exponía a malas traducciones e interpretaciones de sus textos, pero en el habla hispana era aún más dramática la impenetrabilidad personal en relación con las cosas más simples y acotadas, fenómeno que se extendía a la cuestión internacional entre naciones donde la hostilidad hacía imposible entenderse para dilucidar un futuro en Occidente. Ortega en América optó por su lema «ensimismamiento y alteración» (título de sus conferencias en Amigos del Arte) en que proponía a los argentinos, lejos del escenario bélico, reflexionar sobre la situación internacional, dado que el europeo vivía, a su entender, en estado de alteración. Encontró, sin embargo, en la sociedad porteña pasiones que funcionaban con gran presión sobre el extranjero; pasiones sin freno, sin inhibición, que se disparaban subitáneamente sobre el que pasaba, sin posibilidad de diálogo constructivo. Se lamentaba de que estas pasiones, que solían ser políticas, erosionaban amistades íntimas, sin ocasión de entendimiento mutuo entre amigos.
Al alejarse Ortega de su público argentino en 1942, habría advertido que también América estaría en crisis; que comenzaba en ella una nueva historia al término de su adolescencia, y que los argentinos debían «en todo rigor de la palabra» iniciar la cuesta hacia su propio destino incierto. Y advierte, al concluir «Meditación del pueblo joven», que para el criollo «termina el vivir ex abundantia», con una población que se densifica y ocupa espacios públicos.
En vísperas del advenimiento del peronismo, se despedía Ortega con la sensación de que Argentina entraba en una nueva etapa histórica en que el lenguaje inocuo, libre de contenido político, pasaba a ser un instrumento de poder popular en la militancia de masas en la que tendrían que convivir exiliados, emigrados, transterrados, republicanos o nacionalistas. El entramado social los absorbió colectivamente, sacrificando su identidad de origen y las «causas» ideológicas que día a día quedaban obsoletas en el complejo revoltijo sudamericano, preservando en común su larga latinidad amestizada.