Confieso que el tema de este panel me resultó perturbador porque no me reconozco dotes especiales de videncia o adivinación. En mi oficio de gramática estoy acostumbrada a describir y a tratar de explicar el funcionamiento de la lengua y de su enseñanza, mucho menos a predecir su futuro que, sinceramente, me sigue pareciendo brumoso, incierto y no siempre alentador. Por eso les pido que me permitan una licencia discursiva: la de seguir instalada en el presente, pensándolo como el futuro respecto de un pasado más o menos lejano, no solo en la realidad efectiva de la historia sino, a través de un ejercicio de razonamiento contrafáctico, la de conjeturar cuáles hubieran sido los efectos de recorridos alternativos.
Paso, entonces, a ocuparme de la gramática, de su historia y de un tema en particular que ha recibido valoraciones muy diferentes a través del tiempo: el de la variación. Ante todo, quisiera recordar que una de las innovaciones que introdujo la Nueva gramática de la lengua española (2009) fue incorporar la variación, y más concretamente, el español hablado en América, ausente en las ediciones anteriores. Esta posición se ajusta a la de la lingüística actual, que considera la variación una propiedad inherente al lenguaje humano, y no una anomalía que debe ser borrada, como la entendían quienes sostenían que entre las varias opciones solo una era la correcta. Ilustraré esta posición con dos ejemplos.
Frente al plurilingüismo resultante del aluvión inmigratorio que llegó a la Argentina entre fines del siglo xix y comienzos del xx y el creciente temor de deterioro o pidginización de la variedad local, el Consejo Nacional de Educación implementó en 1910 una política lingüística basada en la eliminación de los rasgos diferenciales, sobre todo del voseo. Más de medio siglo más tarde, en un Congreso sobre el presente y futuro de la lengua española, celebrado en Madrid en 1963, su presidente, un eminente filólogo, preocupado por los cambios cada vez más veloces que afectaban a la lengua, propuso crear organismos internacionales de radiodifusión para controlarlos; el objetivo era «la supresión de las divergencias dialectales»: no necesitaba aclarar cuáles eran las variedades que tenían que eliminar sus rasgos y cuál la variedad a la cual debían plegarse. Estos planteos parecen hoy no solo infructuosos sino incluso absurdos. Por eso asocio esta actitud —y la ideología lingüística que conlleva— al pasado, por más que sea sustentada por algunos contemporáneos, a veces hasta en congresos.
En el sentido contrario, desmienten la identificación entre el pasado y la ideología uniformadora Unamuno en sus artículos «Contra el purismo» aparecidos en El Sol (Buenos Aires, octubre-noviembre 1899) o Borges, por ejemplo, en «El idioma de los argentinos» (1928). Más radical incluso fue la posición del profesor cordobés Tobías Garzón (1849-1914), quien narró el proceso personal que lo llevó a despojarse de prejuicios normativos al decidirse a reflejar en su Diccionario argentino (1910) la variación léxica del país. En efecto, en la Introducción de su diccionario Garzón cuenta cómo se fue apartando de su intención inicial de formar un vocabulario de barbarismos al comprobar que las palabras, frases y modismos usados en la Argentina que la Real Academia no había registrado o que tenían una acepción diferente eran «tantos y tan generalizados en el país (y me refiero al lenguaje de la gente culta), que empezó a repugnarme el nombre de barbarismos». Esa constatación y ese sentimiento lo decidieron a cambiarlo por una denominación exenta de valoración, no la de Diccionario de argentinismos porque muchos eran compartidos por otros países de América, sino la más osada de Diccionario argentino, que revelaba «el estado actual de la lengua en la República Argentina y que en ella no se habla ya el idioma que hablan en España», aunque no presuponía la existencia de una lengua propia; «no hay una lengua argentina sino castellana», aclaraba el autor ante posibles malentendidos con la tesis rupturista planteada por Abeille en Idioma nacional de los argentinos (1900).
El carácter innovador de este diccionario se reconoce en su orientación descriptiva, en su intención de ser un diccionario integral, y no solo de regionalismos, en las fuentes variadas en que se basa, no solo literarias o lexicográficas, sino, sobre todo, periodísticas, en el lemario, que, además de indigenismos y ruralismos, incluye palabras que siguen siendo de uso corriente como coima, durazno, egresar, además de préstamos del francés o del inglés, así como de alrededor de treinta italianismos, de origen dialectal y procedentes de la lengua inmigratoria, marcados como familiares o populares (por ejemplo, chau, pibe o cocoliche) y, sobre todo, en sus coloridas y exactas definiciones.
En algunos casos, como gringo, discute la etimología del diccionario académico —de griego— y propone otra, muy atendible en mi opinión: «¿No será esta voz una síncopa, y epéntesis a la vez, de jerigo? Esta palabra, aunque no consta en el Dicc. de la Acad., la hemos oído de boca de los españoles, en el sentido de el que habla en jeringoza» (p. 230).
Estas y muchas otras innovaciones —cf. Lauria 2007, Resnik 2010— recibieron críticas acerbas de autores de la época, como «La inepcia ha llegado al punto de exhibir la parte corrompida de nuestro idioma, no al lado de la parte sana, sino como si la parte sana no existiera» (Nuestra lengua. Costa Álvarez, 1922, 279).
Menos conocida es una obra suya anterior La enseñanza de la gramática en los cursos elementales (1905), en la que expuso sus reflexiones sobre el «conocimiento del idioma adquirido ya empíricamente antes de que tuviese la más remota noción de gramática» y sobre la función del maestro en la zona polémica entre la adquisición y la enseñanza de la lengua. En este sentido, este educador reconocía en el niño, no una tabla rasa, sino un conocimiento del léxico y de la gramática de su lengua, similar a concepto de competencia chomskiana:
… un niño de ocho años posee ya un vocabulario bastante extenso (…); sin conocer tampoco los cánones de la sintaxis, concuerda acertadamente en la mayor parte de los casos las palabras variables, y da a las que tienen régimen el que les corresponde.
La gramática no es, entonces, el punto de partida, sino más bien un medio de perfeccionamiento de ese conocimiento, que debe ser desarrollado mediante la reflexión para que el niño llegara a reconocer «los principios más elementales a los que está sujeto el idioma que él habla por rutina», tarea no muy distante a la del gramático.
En lo que concierne al maestro, Garzón se refiere a los peligros que se ciernen sobre su labor: en este sentido señala que, si bien no es conveniente que imponga un esfuerzo excesivo a la mente infantil, menos aún lo es el error opuesto de limitarse a un tipo de actividad intelectual «cuando la mente tiene aptitud o está preparada para una actividad más elevada», reflexión que —entiendo— sigue siendo muy oportuna para el presente.
Las ideas visionarias que Tobías Garzón planteó en ambas obras y llevó a la práctica en su labor de lexicógrafo y educador no recibieron los aplausos de sus contemporáneos: su diccionario no fue seguido por otros integrales que registraran, sin prejuicios normativos, el habla de su gente; tampoco, que yo sepa, tuvieron continuadores sus ideas sobre la enseñanza de la gramática, que, más bien, se mantuvo en «la venerable rutina» de la que se quejaba Andrés Bello.
Haciendo un ejercicio del pensamiento contrafáctico que adelanté al comienzo, trato de imaginarme cómo hubieran sido la lexicografía y la enseñanza del español si las ideas y las prácticas de este ilustre cordobés hubieran recibido una acogida más entusiasta y generosa; no dudo en la respuesta. Ojalá la reciban en ese futuro que este panel nos ha convocado a imaginar.