La carta que me escrivieron los Incas es de letra de uno dellos y muy linda; el frasis o lenguaje en que hablan, mucho dello es conforme a su lenguaje y otro mucho a lo castellano, que ya están todos españolados; la fecha, de diez y seis de abril de mil y seiscientos y tres. No la pongo aquí por no causar lástima con las miserias que cuentan de su vida.
Garcilaso Inca ([1609] 1943: IX, XL, 246)
La conquista y colonización del antiguo país de los incas por parte de los españoles significó el choque de dos mundos culturales y lingüísticos. Desde el momento de la celada tendida por Pizarro contra Atahualpa en la plaza de Cajamarca, precedida por el requerimiento oficial de Valverde vertido al quechua por el intérprete Felipillo, ya se preludiaba el reordenamiento lingüístico y cultural del mundo andino, con la imposición de la lengua y cultura españolas subordinando a sus correlatos nativos. En el nuevo régimen establecido, como ocurre en casos semejantes, será la sociedad conquistada y colonizada la que se vea obligada a aprender los códigos idiomáticos y culturales del grupo de poder civil y religioso entronizado. Desde entonces, en un proceso de larga duración, que aún no acaba, los pueblos de habla nativa iniciaron el penoso camino de su castellanización. Dicho proceso adquirió, hasta donde es posible averiguar en la documentación disponible, por lo menos tres modalidades, que modernamente podemos llamar de adquisición por inmersión, de aprendizaje informal, y de aprendizaje escolarizado.
Pues bien, en nuestra exposición trataremos de rastrear las modalidades adquisitivas mencionadas, tal como ellas se ven reflejadas en la documentación disponible a la fecha.Los documentos en referencia consisten en un corpus de textos en castellano redactados por indígenas bilingües que aprendieron la lengua, en su modalidad escrita, en distintas circunstancias: en un primer caso, de manera privilegiada, en convivencia temprana con los españoles; en una segunda instancia, de modo más bien dramático, «seruiendo a los dotores»; y finalmente, de manera más llevadera, gracias a la escolaridad de sus beneficiarios, en los colegios de la nobleza indígena, creados por la administración colonial. En todos estos casos estamos hablando de escribientes que mostraron distintos grados de dominio del castellano, ya sea en la esfera pública, como intérpretes y traductores, escribanos de cabildo, y funcionarios menores; pero también en el ejercicio privado de la escritura cronística. Tales documentos, en especial los producidos por quienes aprendieron la lengua de manera informal, a diferencia de los que lo hicieron formalmente, ilustran, a más de cuatro siglos y medio de castellanización de las sociedades andinas, un largo proceso de aprendizaje inacabado, que se reedita allí donde los agentes de castellanización, en especial la escuela, no logran consolidar la variedad de castellano andino librándolo del castellano bilingüe o de contacto.
Tras la conquista española y la implantación del sistema colonial, la lengua oficial de los incas —el quechua—, devaluada social y políticamente, pasa a segundo plano, ocupando una posición subordinada respecto del castellano, erigido en el nuevo idioma oficial, dentro del orden diglósico y estamental establecido. Como ocurre en situaciones semejantes, del mismo modo en que en tiempos del incario los miembros de las elites locales y regionales debían aprender el quechua para ser reconocidos en su rango, esta vez dentro del régimen colonial, los grupos de la nobleza local debían aprender el castellano no solo para ser reconocidos como tales, sino también para ser admitidos como autoridades intermediarias entre el poder extra-continental y el resto de la población nativa.1 Solo que en esta oportunidad la castellanización de la elite nativa se hacía en medio de una atmósfera violenta de opresión social y cultural hasta entonces ajenas al mundo andino.2
Como se sabe, sin embargo, la empresa colonial no solo respondía a intereses mundanos o terrenales sino también a proyectos extra terrenales que, en el fondo, buscaban embozar y justificar los primeros. De esta manera, la evangelización del pueblo sometido se constituye en un imperativo para asegurar y consolidar el orden colonial. En función de ello, en una primera etapa (siglos xv-xvii), se echará mano del quechua (y también del aimara), asignándosele a esta lengua una función pragmática e instrumental, como medio de catequización. En una segunda etapa (siglos xviii-xix), una vez consolidado el régimen colonial, con la consiguiente aculturación de la elite nativa, se abandonará el empleo del quechua como medio de evangelización, y se optará por una decidida política de castellanización.
Tanto en la primera como en la segunda etapa, el proceso de castellanización se desenvolvía, sin que cambiara el régimen opresivo instalado, bajo dos modalidades fundamentales: la natural o espontánea y la inducida o administrada. La primera se daba como consecuencia inevitable del ordenamiento colonial, que territorializaba el campo idiomático, asignando diferencialmente sus códigos tanto a la sociedad dominante como a la casta dominada, y estaba librada a la mayor o menor accesibilidad de los miembros de esta con respecto a la de los estratos de aquella. Un ejemplo paradigmático de este tipo de aprendizaje sería el del cronista indio Guaman Poma de Ayala, quien declara haber aprendido a hablar y escribir el castellano, trabajosamente, «seruiendo a los dotores». La segunda modalidad, es decir el aprendizaje monitoreado de la lengua extra-andina, era alentada o propiciada por el poder colonial tras su instalación, no solo para los miembros de la elite nativa sino también para los niños del pueblo congregados en las escuelas de parroquias, a cargo de los curas doctrineros, y de cuyo funcionamiento eran responsables los encomenderos. Casi un siglo después, en la segunda década del siglo xvii, empezarán a funcionar con buenos auspicios los colegios de los hijos de la nobleza indígena, en Lima y en el Cuzco, aunque más tarde acabarán siendo cooptados por los propios españoles y criollos, con la consiguiente desnaturalización de sus fines iniciales (cf. Alaperrine-Bouyer 2007: cap. 5, § 8.1). En ambos contextos educativos, y en términos ideales, la enseñanza del castellano se daba bajo una modalidad directa, impartiendo clases de lectura, escritura, y de canto, a los cuales podía agregarse, en las escuelas de la nobleza nativa, las de latinidad. Todo ello se administraba en medio de un ambiente de hostilidad y prepotencia, supuestamente con el objeto de «hacer de bárbaros hombres», y naturalmente, como señalan los documentos de la época, «entre coces y puñadas» (cf. Quiroga [1569] 2009).
Ahora bien, entre ambas modalidades de enseñanza-aprendizaje delineadas, la documentación colonial permite visualizar una tercera vía en el camino de la ladinización oral y escrita, que ni estaba a merced de situaciones de libre accesibilidad ni de intervenciones compulsivas como la escuela. Y así, en parte por razones de azar y/ o de habilidades innatas, tenemos consignados algunos casos excepcionales de bilingües con estupendo dominio del castellano tanto hablado como escrito, gracias a circunstancias fortuitas de vivir y crecer al amparo de una familia castellanohablante de abolengo, o al hecho de frecuentar con mayor asiduidad a españoles dentro de la parroquia de indios. Esta modalidad, que puede llamarse de «inmersión», para usar una terminología moderna de la lingüística adquisitiva aplicada, tiene sin duda, en el contexto dentro del cual quisiéramos emplearla, aparte de su naturaleza excepcional, un carácter más bien individual antes que social.
Es de notarse, sin embargo, que tales modalidades, lejos de concebirse como tendencias excluyentes, deben ser asumidas como procesos que en la realidad se traslapaban y superponían. Y así, por un lado, la castellanización informal, de primeras letras si se quiere, no debió descartar del todo la conseguida en las escuelas de parroquia; y, por el otro, los colegios de curacas, al ser sitios de internado, y más aún, al devenir posteriormente en centros copados por criollos y españoles, actuaban como espacios de inmersión relativa.
En general, como quiera que hubieran operado las modalidades adquisitivas mencionadas, el hecho concreto es que muy pronto los naturales cayeron en la cuenta de que el saber leer y escribir en castellano era una poderosa herramienta que podían usarla incluso contra sus propios opresores, como lo demuestra la legión de indios letrados o semiletrados prestos a formular «capítulos» contra curas y encomenderos, los expoliadores tradicionales de su nación. Pero no solo bastaba el dominio de la lecto-escritura castellana, menos la destreza del intérprete, aun cuando gozara de reconocimiento oficial, pues había que hacerse letrado en cuestiones jurídicas y administrativas, manejar su código ritualizado, y devenir en activos pendoleros y escribanos de cabildo, o de avezados litigantes, de manera de participar activamente, defendiendo sus propios fueros, y aprovechando al máximo en beneficio propio y de su casta los resquicios que dejaba el sistema del aparato político-administrativo colonial.
Para ilustrar con ejemplos prototípicos las modalidades adquisitivas esbozadas previamente conviene que nos refiramos a la naturaleza de los materiales que permiten caracterizarlas en tanto manifestación concreta bajo la forma de un corpus escrito que en los últimos años ha venido incrementándose y enriqueciéndose gracias a la investigación archivística emprendida por historiadores, lingüistas y filólogos del área andina.3
Quienes naturalmente iniciaron la búsqueda de tales materiales fueron los lingüistas del área hispánica, más específicamente entre aquellos interesados en estudiar la génesis, configuración y modalización del castellano peruano en el contexto del régimen colonial inaugurado en el siglo xvi. Descontando los textos cronísticos clásicos redactados por mano indígena (Guaman Poma y Santa Cruz Pachacuti), y en ausencia de otros registros públicos o privados, que no fueran demasiado genéricos o anecdóticos, pero que portaran la voz del colonizado, así fuera accidental o esporádicamente, dicha averiguación obligaba a la búsqueda de fuentes inéditas no oficiales y cuasi proscritas, hundidas e insertas en carpetas y cuadernos arrumados en archivos arzobispales y parroquiales, cuando no en viejos expedientes notariales devenidos en patrimonio familiar, en espera del ojo escrutador del investigador curioso. Allí, en medio de fardos de legajos interminables de naturaleza jurídica, administrativa y religiosa, podían encontrarse, cual botín ansiado, los registros escritos de quienes, accediendo al mundo de la «ciudad letrada», dejaron testimonio de sus afanes y frustraciones cotidianas, expresadas no ya solamente «en lengua de indio», documentación que de paso sea dicho se pensaba inexistente, sino en el idioma foráneo acabado de conquistar. Una buena muestra inicial y temprana de este tipo de documentación fue la que dio a conocer nuestro entrañable colega y amigo José Luis Rivarola, en entregas sucesivas que fueron enriqueciéndose hasta poco antes de su sensible partida definitiva (cf. Rivarola 1990, 2000a, 2000b). En tales documentos, en la forma de edictos, pregones, memoriales y autos de fiscales y notarios indígenas, sin contarreveladoras cartas personales de caciques y segundas personas, se podía sorprender, en proceso de gestación y en distinto grado de acercamiento al modelo, el castellano de quienes no solo lo habían aprendido oralmente sino también en su forma escrita, dejando constancia de sus habilidades y conjurando al mismo tiempo el anonimato de otros tantos escribas y copistas indígenas que no alcanzaron la misma notoriedad. Los documentos estudiados y editados por Rivarola, cronológicamente situados entre fines del siglo xvi y todo el siglo xvii, provenían fundamentalmente de la región centro-andina serrana, en especial del Valle del Mantaro, una de las zonas de mayor gravitación respecto de la metrópoli virreinal en términos geográficos y político-administrativos. Con posterioridad a dichos hallazgos, igual de trascendentales fueron los obtenidos por Rosario Navarro Gala, esta vez provenientes de una de las parroquias más tempranas del Cuzco, al localizar y estudiar un libro de protocolo de escribano del cabildo de indios respectivo, con cartas de testamentos, codicilos, inventarios y ventas en almoneda de otorgantes indígenas, redactados por Pedro Quispe y sus ayudantes en el último cuarto del siglo xvi (cf. Navarro Gala 2015, 2016). De igual importancia para nuestro cometido, no solo por el origen temprano de su producción sino por su autoría indígena, son los documentos redactados por Juan de «albarado indio», recientemente editados y estudiados por Ofelia Huamanchumo (2016) sobre la base de su registro consignado en el Archivo General de Indias. Del lado de los historiadores, trabajos como los de Kathryn Burns (2005, 2014) y José de la Puente Luna (2016), informan sobre la participación activa de los escribas y notarios indígenas dentro del sistema jurídico y administrativo colonial, llamando la atención sobre la pericia alcanzada por ellos en el desempeño de sus funciones, y, en el caso del segundo de los autores mencionados, adjuntando como apéndices los productos textuales referenciados. En la misma dirección se orientan los estudios de Aude Argouse (2012, 2016), dando a conocer los más de trecientos testamentos redactados, en la segunda mitad del siglo xvii, por el escribano indígena Pascual Culquirayco, del por entonces pueblo de indios que era Cajamarca, aunque sin prestar la debida atención ni menos ponderación al producto textual descubierto (y del que apenas transcribe fragmentos). Finalmente, los trabajos de Ulrike Kolbinger (2012a, 2012b), con un enfoque más bien pragmático discursivo, premunida de nuevos hallazgos documentales, concretamente protocolos notariales, provenientes de los archivos del Valle del Mantaro, retoma el asunto de la producción textual de los escritores bilingües de la región, localizables en el archivo regional de Junín.
Los trabajos reseñados sientan la pauta de la urgente necesidad del trabajo de archivo que le aguarda al estudioso de las variedades del castellano peruano tanto en su modalidad hablada como en la escrita. En virtud de la consulta archivística, urgida por la necesidad de contar con informaciones novedosas y esclarecedoras sobre la materia, ha sido posible enriquecer y ampliar nuestra visión acerca del papel de eficiente agente mediador desempeñado por los escribientes indígenas en el seno de la sociedad colonial estamental.4
Los fenómenos de contacto idiomático que nos interesa examinar en el corpus de los escritores bilingües quechua-castellanos corresponden, siguiendo el deslinde teórico-metodológico propuesto por Anna María Escobar (1992, 2001), al castellano de los bilingües, es decir a aquel aprendido como segunda lengua, y no necesariamente al castellano andino propiamente dicho, o sea a la variedad sociolectal propia de la comunidad lingüística de quienes tienen en ella su lengua materna. De los rasgos diferenciales que separan a una y otra modalidad, elegimos, para nuestros propósitos, dos de ellos: uno de naturaleza fonético-fonológica y otro de orden morfosintáctico. El primero es el conocido fenómeno del trastrocamiento vocálico del castellano, que confunde las vocales altas y medias (no solo en tanto núcleos silábicos, acentuados o no, sino también formando secuencias vocálicas y diptongos), rebasando y traslapando los «márgenes de seguridad» exigidos por el sistema de la lengua peninsular; el segundo, es el tratamiento de la concordancia de género, número y persona, en los distintos paradigmas exigidos por el sistema de la lengua fuente, indexaciones desconocidas en el idioma de llegada. Los dos fenómenos se distinguen claramente, desde el punto de vista de la percepción de los mismos, en especial por parte del oído del hispanohablante, en un caso, por su marcada notoriedad acústica, y consiguiente intolerancia auditiva; y en el otro, por su naturaleza referencial abstracta, menos perceptible y domeñable desde la perspectiva del aprendiz de la lengua meta. En la medida en que ambas manifestaciones son cualitativamente distintas respecto de su producción y control, así como de su percepción y procesamiento, no debiera extrañar que el primero de ellos sea controlable, en términos adquisitivos, debido a su propia naturaleza, a la par que el segundo, de orden más abstracto, resulte más difícil de vigilar y controlar, deviniendo en uno de los rasgos más persistentes y definidores del llamado castellano andino.
Pues bien, tal como se verá en los casos que pasaremos a examinar, la enseñanza-aprendizaje formal del castellano en el mundo andino colonial, como registro oral o escrito, y admitiendo su carácter más bien limitado y asistemático, parece mostrarnos cierta eficacia en cuanto al control del primero de los fenómenos señalados, es decir el de la hipodiferenciación vocálica, mas no del todo el segundo de los mismos, o sea la discordancia gramatical, que persistirá tendiendo celadas al más escrupuloso y logrado distinguidor del sistema pentavocálico del castellano general.
De las tres modalidades de aprendizaje del castellano esbozadas, procederemos a introducirlas, ilustrándolas con los casos representativos seleccionados, siguiendo el presente orden: en primer lugar, documentaremos el aprendizaje de la lecto-escritura como resultado de un proceso que llamamos, salvando los tecnicismos modernos, de «inmersión»; en segundo término, examinaremos el dominio de las habilidades mencionadas a través de la relativa escolarización de los afectados por el proceso; y, en tercera instancia, abordaremos el aprendizaje «informal» de tales competencias, proceso que, de paso sea dicho, aún persiste en los ámbitos más recónditos y apartados del mundo andino, tras cumplirse cerca de cinco centurias del contacto inicial castellano-quechua.
Los casos ejemplares que examinaremos en este apartado son los de los indios Juan de Alvarado, chachapoyano, y Pedro Quispe, cuzqueño; el primero con actuaciones sorprendentemente tempranas en la primera mitad del siglo xvi, y el segundo desempeñándose activamente en los últimos decenios de la siguiente mitad de la centuria mencionada. En este, como en los demás casos, ofreceremos breves apuntes sobre la vida y los escritos dejados por el escribiente; y, a partir de estos, evaluaremos su competencia escrita en función del grado de dominio de los fenómenos fonético-fonológicos y morfosintácticos señalados previamente.5
Como lo adelantamos, los datos sobre la vida y obra de este ilustre personaje, apenas conocido hasta hace poco, se deben a las pesquisas archivísticas de Ofelia Huamanchumo (2016), y, en particular, a las escuetas informaciones proporcionadas por el propio escritor bilingüe en uno de sus textos manuscritos.
Pues bien, según las informaciones que esta investigadora pudo recolectar, el indio Juan de Alvarado, bautizado así con el nombre de su ayo, el mariscal Alonso de Alvarado, conquistador de la provincia inca de Chachapoyas, debió nacer hacia 1520, hijo del curaca Tomallaxa, en la localidad conocida entonces como Cotabamba, en el actual distrito de Chuquibamba. Acompaña al conquistador en su entrada y pacificación de la provincia mencionada iniciadas en 1535, en calidad de «lengua». Posteriormente, tras la batalla de Chupas (1542) viaja a España, siempre en calidad de fámulo y protegido del conquistador, donde permanece por espacio de tres años (1544-1546). De regreso al Perú, el protegido de Alvarado participa en la batalla de Xaquixaguana (1548), y prosigue colaborando con la corona tomando parte en la batalla de Pucará (1554), consiguiendo ser nombrado capitán de indios en el cerco contra el alzado Hernández Girón. En mérito a sus servicios por la captura del rebelde, pero sobre todo por su larga trayectoria de intérprete y soldado, se le concede el título de «lengua» oficial de la Audiencia Real de Lima, establecida en 1543. No se tiene noticia de la fecha de su muerte. En cuanto a su dominio hablado y escrito del castellano, es de suponerse que lo haya conseguido en edad temprana, bajo la tutela de su ayo, el conquistador, en los años de pacificación de su provincia de origen; luego lo habría perfeccionado en sus años de permanencia en España, para después seguir empleándolo, alternando con los españoles, durante su participación activa como soldado en las guerras civiles y como intérprete oficial en la audiencia limeña. El lenguaje jurídico-administrativo del que hace gala en sus escritos debió aprenderlo de su amo Alonso de Alvarado, quien, además de ser militar, gozaba de una buena formación académica de jurista. Dos son los materiales escritos que nos ha dejado de su puño y letra el intérprete chachapoyano: su «Memoria de los Chachapoyas» (1554), que narra los sucesos de la entrada de Alvarado en Chachapoyas, luego del apresamiento de su curaca principal de apellido Guaman, y que fue publicado por primera vez por Jiménez de la Espada ([1892] 1965: 164-168), de cuyo autor dice ser «un indio […], si bien ladino, o digamos culto, y muy españolado y más amigo de los conquistadores que de los conquistados» (p. 164); y la «Probanza» (1555), que escribe dando cuenta de las hazañas del cacique chachapoyano Guaman, leal al conquistador Pizarro, intercediendo a favor de los indios de dicha provincia, comenzando por los descendientes del curaca mencionado, y que es dada a conocer por primera vez por la investigadora mencionada. Finalmente, en cuanto a su destreza en el manejo del castellano escrito, podemos señalar que es propio de un escribiente semiculto, con dominio absoluto de las vocales españolas, en nada diferente al de los peninsulares, pero también, de manera sorprendente, sin las renuentes y consabidas discordancias gramaticales de género y número. En cuanto al fenómeno fonético-fonológico, no estará de más señalar que escrituras del tipo «rrisçebir», «estovimos», «descobrimiento», «duziendos», son normales en el castellano de la época.
De la vida de este notable escribano del cabildo de indios de la parroquia del Hospital de Naturales del Cuzco no sabemos nada, fuera de los textos protocolares que nos dejó, los mismos que fueron redactados en la década del 80 del siglo xvi. Desconocemos por consiguiente los factores que fomentaron y determinaron su aprendizaje del castellano tanto oral como escrito, y más aún su formación profesional como escribano de los naturales de su reducción. Todo parece indicar, sin embargo, que la parroquia en la que se desempeñaría como notario más tarde, dentro del antiguo casco urbano de la ciudad imperial, debió constituir un barrio indígena tempranamente hispanizado tanto social como administrativamente, según lo sugiere Navarro Gala (2015: cap. II), en su intento por reconstruir el contexto sociocultural que enmarcaba el contacto lingüístico quechua-castellano en el Cuzco de la época. No solo el establecimiento de escuelas en las parroquias de indios, contemplado por la corona desde comienzos del siglo xvi, y refrendado en el Perú por el Primer Concilio Limense (1551; cf. Vargas Ugarte 1954: cap. 1, 18-19) y por las ordenanzas de Toledo (1570-1571), generó espacios de alfabetización temprana de los hijos de los caciques y nobles, sino también la instalación de los cabildos indígenas, con funcionarios y autoridades intermediarias y dialogantes entre el poder español y el grupo sometido, contribuyó decisivamente a la adopción de patrones propios de una ciudad letrada, fomentando el surgimiento de una sociedad indígena hispanizada en materia jurídica y administrativa. La existencia de españoles avecindados tanto en la parroquia cuzqueña como en los repartimientos del Valle del Mantaro, no empece su reglamentación en contra, según se puede constatar en la documentación colonial (cf. Navarro 2015: cap. II, 44, y Puente Luna 2016: 72, respectivamente), creó indudablemente un contexto de mayor accesibilidad de la lengua dominante, fomentando la alfabetización entre los descendientes de la nobleza indígena con los cuales interactuaban por razones administrativas y de gobierno. Un entorno como el descrito habría sido el que propició en Pedro Quispe no solo el dominio hablado y escrito del castellano sino también su incursión en el mundo de la escribanía, apropiándose de la tradición discursiva de orden jurídico-administrativo de la época que le tocó vivir.
Pues bien, testimonio de su pericia en la producción de textos notariales es el libro de protocolo de escribano y testamentarios indígenas, correspondiente a los años comprendidos entre 1581-1587, que Navarro Gala edita y analiza tras su hallazgo en el Archivo Regional del Cuzco. En los mencionados protocolos figuran también, entre otros, los escritos de Antonio Nina Paita, cacique principal y segunda persona, del cantor Salvador Pasqual, y de García Siui Paucar, de quien no se sabe nada, todos ellos seguramente ayudantes de escribanía. En cuantoal nivel de castellano escrito alcanzado, según el estudio detallado efectuado por Navarro Gala (2015: cap. V), y en lo que respecta a los fenómenos de control seleccionados previamente, no se encuentran en Pedro Quispe los problemas consabidos de discriminación vocálica propios del bilingüe incipiente; otra es la suerte, sin embargo, en el caso del manejo de las reglas de concordancia de género y número, pues aquí «menudean» las faltas (entre sujeto y verbo, entre sustantivo y adjetivo, como también entre sujeto y verbo en las pasivas reflejas), que responden sin duda alguna a coerciones provenientes de la lengua nativa (cf. Navarro Gala: cap. V, 197). Notemos, finalmente, que los textos producidos por los ayudantes de escribanía mencionados, en diferencia marcada con los del escribano titular, incurren frecuentemente en el fenómeno de la motosidad, y también, en mayor medida, en el de la discordancia. Se nos ocurre, a riesgo de incurrir en pura conjetura, que esta diferencia notoria en el desempeño escrito del castellano por parte de Pedro Quispe, en contraste con el de sus ayudantes, podría deberse a una mejor exposición a la lengua, ya sea en la convivencia en casa de españoles o con el cura de la parroquia desde sus niñeces y mocedades, en una suerte de cuasi «inmersión».
Si bien, por disposición delas autoridades virreinales, comenzaron a establecerse escuelas en las parroquias de naturales desde muy temprano de iniciada la colonia, en las que se enseñaba a hablar el castellano, a leer, escribir, cantar y tañer, no tenemos información directa acerca del funcionamiento de las mismas ni de los resultados concretos de su rendimiento. Relativamente distinta es la actuación de los colegios de curacas que, proyectados por el virrey Toledo en el último cuarto del siglo xvi, solo comenzaron a operar en manos de los jesuitas, en el Cercado de Lima el del «Príncipe» y en el Cuzco el de «San Borja», en la segunda década del siglo siguiente. Concebidos para asegurar la asimilación cultural y religiosa de los hijos primogénitos de la elite nativa, futuros herederos de sus cacicazgos, los colegios devinieron en centros de reclutamiento obligatorio y hasta compulsivo destinados a impartir las mismas lecciones asignadas previamente a las escuelas parroquiales, con el agregado de la enseñanza de la lectura y memorización de la doctrina cristiana en castellano y en quechua, amén de la adopción de patrones culturales occidentales propios de la vida urbana y «civilizada» («religión y policía cristiana») de la época. No está claro si en tales colegios se enseñaba gramática, aunque es posible que, por lo menos en el colegio del Cuzco, se hubiera impartido no solo dicha asignatura sino también la del latín (cf. Alaperrine-Bouyer 2005, 2007: cap. 6, 196-198). De acuerdo con las constituciones respectivas, la edad de ingreso de los colegiales a dichos centros de enseñanza era a partir de los doce años, y el tiempo que duraban los estudios era de seis. Según se desprende de los registros consignados en el Libro de entradas del colegio limeño, la asistencia de los alumnos no siempre fue regular ni duraba el tiempo reglamentario establecido. Por lo demás, no es posible disponer de datos completos ni exactos relacionados con las listas de los colegiales, así como de la procedencia geográfica de los mismos, y en tal sentido el estudio de Alaperrine-Bouyer debe tomarse como un primer intento por abordar el tema, en espera de mayor indagación documental, especialmente archivística. No obstante las dificultades y los vaivenes por los que atravesaron, llegando a desnaturalizarse los objetivos para los cuales habían sido creados, los colegios funcionaron, salvando dos momentos críticos como la expulsión de los jesuitas (1767) y la revolución de Tupac Amaru (1780), hasta la víspera de la vida republicana nacional. Tal como puede verificarse a través de la documentación rastreada por la autora para algunos de los colegiales que salieron de sus aulas limeñas (cf. Alaperrine-Bouyer 2007: cap. 7), los logros de la enseñanza impartida y del aprendizaje obtenido, en cuanto al dominio del castellano hablado y escrito, pueden medirse a la luz de los textos de puño y letra producidos por ellos.
En lo que sigue nos ocuparemos de algunos de tales testimonios provenientes de tres excolegiales: Juan Apu Alaya y Juan Picho, del Valle del Mantaro, y Rodrigo Rupaychagua, de la serranía limeña. No hemos podido verificar la pericia escrituraria del cacique gobernador del pueblo de Ocros (Cajatambo), don Rodrigo Flores Guainamallqui, colegial ingresado en 1721, de quien, dice Alaperrine-Bouyer, que de su «educación recibida en el colegio del cercado conserva una gran soltura en la letra y en la expresión, como se puede apreciar en su carta autógrafa», que lamentablemente la autora no reproduce (cf. op. cit.: cap. 7, 212). Y en cuanto a Gerónimo Baltazar Limaylla, de vida harto sinuosa y picaresca, con ingreso en el colegio en 1648, cuyas cartas y memoriales fueron comentados y estudiados, entre otros por Zavala (1979: 150) y Pease (1990), hemos evitado traerlos a cuento, tratándose en verdad de un litigante de origen yunga, que acabará siendo desenmascarado como gran usurpador del cacicazgo de Lulinguanca, y en consecuencia desautorizado por la autoridad virreinal (cf. Puente Luna 2007: cap. 6, 295-210).6
Más conocido con el apellido fusionado de Apoalaya, y descendiente por línea directa del viejo cacique que gobernaba la parcialidad de Hananguanca al tiempo de la llegada de los españoles, y cuyos antepasados ya estampan su firma en la conocida «Descripción» de Andrés de Vega ([1555] 1965), se tiene pocas noticias respecto de su biografía, aunque son varios los documentos de orden procesal que testimonian los pleitos judiciales en los que se vio envuelto, como ocurrió con todos los herederos de los cacicazgos de la región (cf. Puente Luna 2007: cap. 5). Aun cuando no figura en las listas de ingresantes al colegio, se estima que el futuro curaca debió enrolarse en dicho centro de estudios hacia 1633, debiendo haber egresado de él, asumiendo la regularidad de su escolaridad, en 1639. Recluido en la cárcel local limeña durante dos años, acusado ante el tribunal de Lima por el doctrinero fray Diego Larrea, se encontraba litigando contra unos capitulantes, a quienes denunciaba por presentar falsos testigos (cf. Puente Luna 2016: nota 69), debió salir finalmente librado de tales cargos. Su deceso habría ocurrido en 1653. Como testimonio del nivel de eficiencia alcanzado en el dominio del castellano escrito, nos ha dejado dos cartas personales, dirigidas a su hermano don Gerónimo Socoalaya, alcalde ordinario del pueblo de Chupaca. La primera de ellas fue redactada el primero de diciembre de 1641, y nos la da a conocer Puente Luna (2016: Apéndice, 104-105); la segunda, del dos de enero de 1642, es la transcrita y estudiada por Rivarola (2000b: 53-54); ambos documentos pertenecen a los repositorios del Archivo Arzobispal de Lima.
Pues bien, en relación con el castellano escrito de Juan Apoalaya, creemos estar en condiciones de señalar que los juicios formulados por Rivarola al presentar la carta de 1642 pueden hacerse extensivos con respecto a la misiva de 1641. En ambos casos estamos ante un castellano «bien conformado y articulado», de una calidad que «preludia el nivel alto actual» (cf. Rivarola, op. cit.: 22-24). En efecto, para referirnos al control y el manejo de los dos rasgos lingüísticos seleccionados, diremos que, en el terreno fonético-fonológico, están ausentes en los textos los trastrocamientos vocálicos del aprendiz espontáneo de la lengua meta, con algún desliz prácticamente negligible en la primera carta («caea toda la casa»); y, en el aspecto morfosintáctico, como era predecible, asoman los problemas de concordancia de género («la proviçión diçen que lo tiene el corregidor pasado) y de número («son unos borrachos que a mi no me a de hacer nada»). En suma, podemos concluir observando, con Rivarola, que estamos ante el «testimonio de una competencia idiomática castellana mejor adquirida, con mínimos rasgos de transferencia lingüística» (p. 24).
Ingresado en el Colegio del Príncipe en agosto de 1650, de este colegial sabemos que fue indio principal de Sincos (Jauja), y que asume el cacicazgo y la gobernación de Lulinguanca en 1673. Como todos sus similares de la elite nativa del Valle del Mantaro, se vio envuelto en una serie de conflictos, acusado de brujería (cf. Puente Luna 2007: cap. 6), y cuestionado por apoderarse del curacazgo que, según sus contrincantes, no le correspondía. Enfrentado al visitador y juez eclesiástico Martínez Guerra, llegó a ser apresado por el corregidor y encerrado en el cepo del pueblo de Concepción, cabecera de Lulinguanca (cf. Alaperrine-Bouyer 2007: cap. 7: § 3, Puente Luna 2016: nota 67). El material escrito es un memorial que presentan los principales de su repartimiento en 1670, antes de asumir el curacazgo respectivo, y que se encuentra en el Archivo Arzobispal de Lima. El documento fue presentado por seis principales, cinco de los cuales lo rubrican, y es precisamente por la letra de la firma de Juan Picho que Rivarola le asigna la autoría del memorial.
En relación con el registro de los elementos diagnósticos manejados como pruebas de un dominio logrado del castellano escrito, podemos señalar, siguiendo aquí también el análisis ofrecido por Rivarola (2000b: XXVIII, 109-110), por un lado, la presencia de un trastrocamiento vocálico ligeramente anómalo, con cambio de altas inacentuadas en medias («senudales», «entrodusen», «foneral», «deligencia», «consederaçión», etc.), no del todo ajeno al castellano de la época; y de otro lado, algunas formas anómalas en la sintaxis (discordancias), por lo demás asombrosamente «fluida y bien formada».
Según los datos aportados por Alaperrine-Bouyer (cf. op. cit.: 7, § 4), este personaje, hijo y futuro sucesor del cacique de Guamantanga (Canta, Lima), quien fuera uno de los primeros colegiales, debió nacer hacia 1622. Su nombre aparece en la lista de colegiales en 1634 y se sabe que le sucedió en el cacicazgo a su padre en 1642. Al igual que los curacas del Valle del Mantaro, fue acusado de practicar la hechicería por el visitador Pedro de Quijano, a quien se le enfrenta en largos y engorrosos procesos judiciales. Se le conocen varias cartas escritas de su puño y letra, en las que, al decir de la autora mencionada, asombra «la soltura de su expresión escrita». Es una pena, sin embargo, que no se nos proporcione ni una sola muestra de tales escritos, situación que fue aliviada gracias al hallazgo de dos cartas redactadas por el mencionado curaca por parte de nuestro alumno Sergio Cangahuala.7
Ahora bien, de las cartas localizadas y paleografiadas por Cangahuala, podemos corroborar el juicio que le merece a la investigadora gala la redacción y composición de las cartas de Rodrigo Rupaychagua, cuya prosa suelta e impecable alcanza un nivel alto de dominio escrito de la lengua. En efecto, en cuanto al fonetismo, los textos de este indígena letrado asombran por estar libres de la consabida hipodistinción vocálica (formas esporádicas como «reseuire» y «reseviremos» son corrientes en el castellano de la época); y con respecto a la morfosintaxis, no se presentan los fenómenos de discordancia, aunque en este caso no debe descartarse la posibilidad de que la cortedad de las cartas no permita ser muy concluyente al respecto.
Dentro de esta modalidad comprendemos la alfabetización conseguida, no a través de una enseñanza regular como la impartida en los colegios de caciques,8 o a lo sumo, quizás, en las escuelas de parroquias de indios, sino sobre todo en el trato diario con los españoles, en calidad de gente de servicio, o, con mejor fortuna, de intérpretes o de escribientes semiletrados y anónimos, como los reportados por Guaman Poma, dispuestos a formular capítulos contra las autoridades civiles y eclesiásticas de sus parroquias y repartimientos, y hasta de ayudantes de escribanía, como los que redactan los testamentos en el libro de protocolo de Pedro Quispe. Dependiendo de su mayor o menor acceso al castellano, no solo hablado sino escrito, y librado a las habilidades adquisitivas individuales, el grado de eficiencia en el manejo de la lengua, atenuando las presiones ejercidas en el aprendiz por el sistema de su idioma nativo, podía presentarse de forma variada y heterogénea. Una buena muestra de este tipo de aprendizaje son las crónicas de Guaman Poma y de Juan de Santa Cruz Pachacuti, cuyos escritos constituyen un rico y vasto corpus ilustrativo del castellano aprendido como segunda lengua, hasta hace poco el único material disponible para su estudio. Gracias a la investigación archivística, que se acentúa a fines del siglo pasado y comienzos del presente, hoy contamos con una documentación que se viene incrementando a medida en que se acentúa el interés por el estudio de los fenómenos de contacto idiomático en la génesis del castellano peruano. En lo que sigue, aparte de comentar sobre los casos paradigmáticos que acabamos de citar, ofreceremos, a modo de ilustración, algunas muestras de dicha producción textual menor, en la forma de edictos, pregones y testamentos, en parte ya conocidas o dadas a conocer por los historiadores de la región, y algunas de ellas estudiadas recientemente desde el punto de vista lingüístico.
De los varios documentos dados a conocer y estudiados por Rivarola (2000b), elegimos, a los efectos de ilustrar la modalidad de aprendizaje que aquí interesa, la «memoria» autógrafa de Francisco Domínguez (1587) y las «notificaciones de edictos» firmados por los escribanos de cabildo «nombrados» Juan Alonso Napanpoma y Francisco Lorenzo Guaripata (1591), en ambos casos provenientes del Valle del Mantaro, y correspondientes al siglo xvi. No se tiene información sobre los redactores de los textos, más allá de lo que puede inferirse a partir de los mismos. El primer documento, que ilustra un manejo estereotipado del lenguaje jurídico o administrativo, ha sido presentado y analizado por Rivarola (1989, [1994] 2000a: cap. VI, 142-145, 2000b: 37-39); el segundo, que consiste en dos notificaciones de edictos sobre el inicio de juicios de residencia a los corregidores indios de la región, fue igualmente dado a conocer y estudiado por el mismo investigador (cf. Rivarola 2000b: 41-44).
Pues bien, en ambos casos, los textos abundan profusamente, a despecho de su brevedad, en el terreno fonético-fonológico, en presentar los conocidos fenómenos de confusión de vocales tanto átonas como tónicas; y, en el aspecto morfosintáctico, en las discordancias de género, número y persona.
Un documento relativamente novedoso que comentaremos, localizado en el Archivo Regional de Junín (Sección Protocolos Notariales, Tomo XII, fols. 243r-245r) y dado a conocer por los historiadores Hurtado Ames y Solier Ochoa (2016: 37-42) es el testamento de don Bernardino Limaylla, cacique y gobernador del repartimiento de Lulinguanca, fechado el 10 de abril de 1673, y rubricado por el propio otorgante, demostrando de paso su literacidad. El testamento, que reproduce la estructura y el lenguaje formulaico de su género, lo redacta el ayudante de escribanía Joan de Ribera, quizás un mestizo, en ausencia («ausiençia») del titular Joan Francisco de Pineda, y ha sido estudiado recientemente por Kolbinger (2012b).9
En relación con el nivel de dominio del castellano, el texto de Ribera presenta de manera profusa, tanto en el nivel fonético-fonológico como en el morfosintáctico, los problemas de hipodiferenciación tanto de las vocales tónicas como las átonas («rresebo», «bioda», «compla», «deodor», «aque», «bebienda», «solidad», «so sellita», etc.) y los de discordancia de género, número y persona («este memoria», «me heredero forsosa»,« treynta patacones que esta gastado», «limosna acostumbrados», «no me lo an pagados», etc.), respectivamente.
Con respecto al castellano de Felipe Guaman Poma de Ayala ([1615] 11936) y de Joan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua ([1613] 2007), no hace falta detenernos mucho, ya que, en la medida en que sus escritos eran hasta antes de iniciado el presente siglo los únicos testimonios provenientes de mano indígena,10 sus autores se constituyeron en las fuentes obligadas de todo estudio relacionado con la génesis del castellano andino. Ambos, miembros de elites regionales, no tuvieron la oportunidad, por razones cronológicas, de gozar de los beneficios del colegio de San Borja del Cuzco. Si bien carecemos de información respecto de su alfabetización, esta debió conseguirse en condiciones nada favorables, aunque no debe descartarse que sus primeras letras las hayan aprendido en las parroquias de naturales de sus respectivas provincias (Lucanas y Canas-Canchis, respectivamente), adquiriendo más tarde no solo cierta pericia en el escribir, sino también, en virtud de su familiarización con los manuales y tratados de su época, en el lenguaje forense de su tiempo, acompañando a funcionarios tanto civiles como eclesiásticos.
En cuanto al castellano de los textos redactados por nuestros cronistas indios, de prosa escabrosa, en mayor medida en el caso de Guaman Poma, y ateniéndonos a los rasgos de bilingüismo quechua-castellano incipiente que venimos manejando, bastará con citar los juicios emitidos al respecto por quienes han trabajado con sus autores. Nos referimos, en el primer caso, a los estudios de Cárdenas Bunsen (1997) y Navarro Gala (2003); y al de Navarro Gala (2007: cap. IV), en el segundo caso. En ambos cronistas campean los trastrocamientos vocálicos consabidos (cf. Cárdenas: § II, Navarro Gala 2003: II, § 2.2.1) y las discordancias gramaticales acostumbradas (cf. Cárdenas: Ibidem, Navarro Gala: cap. IV, § 4.1.2).
Tras haber intentado caracterizar de manera somera, apoyados en ejemplos representativos previamente seleccionados, las tres modalidades de aprendizaje del castellano oral y escrito en el contexto colonial, forzoso es señalar que urge revisar drásticamente la idea que teníamos hasta hace poco en el sentido de que el proceso de ladinización de los naturales, y más aún, de su literacidad, habría tardado en promoverse y desarrollarse (cf. Cerrón-Palomino 1994, 2010). La idea partía, básicamente, de lo que nos decían algunos cronistas (entre ellos el Inca Garcilaso), pero sobre todo de la constatación del castellano quebrado de nuestros escritores nativos emblemáticos como Guaman Poma y Santa Cruz Pachacuti, que ostentaba todos los rasgos que hoy conocemos como propios del castellano bilingüe incipiente, y que a nuestros historiadores hispanófilos les parecía una clara muestra de «behetría mental» (Porras Barrenechea dixit). El asunto parecía explicarse, como resultado del carácter socioeconómico, político y cultural colonial, dependiente del establecimiento del régimen estamental constituido por las dos repúblicas —la de los españoles y la de los indios—, en el que parecía estar vedado todo resquicio de oportunidad y apertura para los grupos sometidos dentro de dicho sistema de castas imperante.
Ahora bien, en ausencia de datos precisos que contradijeran lo señalado, no parecía, ni remotamente, la posibilidad de que existieran muestras de castellano bilingüe avanzado, no solo hablado, sino también escrito, redactado en este caso por funcionarios y escribanos surgidos en los cabildos de indígenas. Hacía falta, pues, el trabajo archivístico que permitiera esclarecer esta suposición. Los resultados de dicha diligencia no se dejaron esperar, y pronto, se encontraron, las más de las veces de manera insospechada, refundidos casi siempre como estaban dentro de expedientes de naturaleza jurídico-administrativa (memoriales o petitorios, juicios de residencia, protocolos, etc.), textos redactados que, contra el esquema preconcebido, mostraban distintos grados de competencia escrita en castellano, desde el más incipiente hasta el de alta calidad, libre en mayor o menor medida de los rasgos achacables a los fenómenos de contacto. Es de esperarse que, a medida que se intensifique la pesquisa archivística, se encuentren más casos de ejemplos de castellano escrito provenientes de mano indígena, ilustrándonos distintos niveles de competencia y participación activa de sus agentes en el contexto del sistema estamental colonial.
Los casos vistos nos obligan, pues, a replantear, en términos generales, el asunto del aprendizaje del castellano como segunda lengua en el contexto colonial. El hecho de encontrarnos con muestras de castellano bien logrado, prácticamente libre de los rasgos de la motosidad, en contraste con los textos paradigmáticos de Guaman Poma y Santacruz Pachacuti, nos hace pensar en distintos contextos y situaciones de aprendizaje de la lengua foránea, y que, dependiendo de ellos, se podía tener mayor o menor acceso a la norma del idioma dominante y de su registro escrito. No parece haber duda, por lo pronto, de que, por un lado, el avecindamiento más estrecho con los españoles, y, por el otro, la escolaridad y eventual profesionalización (escribano de cabildo, intérprete oficial, contacto directo con la jerarquía española), no solo de los miembros de la elite sino también de las segundas personas, podían promover un dominio eficiente de la segunda lengua, a diferencia de lo que ocurría en casos en los que no se disponía de tales ventajas, de manera que no había más alternativa que el aprendizaje informal, «seruiendo a los dotores», como diría Guaman Poma, a partir de su propia experiencia como aprendiz de la lengua.
En la década de los años setenta del siglo pasado intentábamos explicar la génesis del CA tomando como modelo la teoría del continuum lingüístico elaborada por Derek Bickerton, entre otros, en sus estudios sobre el desarrollo de los sistemas criollos (cf. Bickerton 1975, 1977). Aplicado el modelo al caso andino, buscábamos interpretar el surgimiento del CA como la manifestación de formas mesolectales dentro de un continuum idiomático, en cuyo extremo inferior estaba el basilecto (el quechua o aimara en este caso), a la par que en el extremo superior se asentaba el acrolecto. De manera que las formas mesolectales vendrían a ser, dentro de tal esquema, variantes aproximativas, una suerte de réplicas imperfectas y transicionales inspiradas en el acrolecto, en una gradiente que iba de estadios idiomáticos fuertemente impregnados del basilecto hasta llegar a constructos, si no cercanos, prácticamente confundibles con el acrolecto. En procura de una comprensión más precisa de tales formas mesolectales, se llegaría a postular, a nuestro modo de ver, una distinción entre lo que ahora conocemos como castellano bilingüe y castellano andino propiamente dicho. El primero sería de carácter individual y transicional a la par que el segundo vendría a ser social y estable. Dentro de esta concepción, si bien todos los rasgos atribuibles al CA se registran en el CB, no todos los rasgos de esta variedad logran decantarse de manera que puedan definir y caracterizar el CA, de naturaleza social e histórica, propio de una comunidad idiomática, y no una manifestación individual y pasajera, tal como lo sostiene, por ejemplo, Anna María Escobar (1992, 2001).
Retomando la propuesta del continuum, se nos ocurre que valdría la pena repensar en la diferencia apuntada, particularmente en el carácter atribuido al CA, supuestamente estable y socializado.11 ¿No será que los rasgos constitutivos asignables a esta variedad pudieran ser igualmente transicionales y rectificatorios respecto del castellano modélico, o sea el acrolecto? ¿Dónde podríamos hallar una comunidad idiomática de contornos regionales y sociales más o menos discretos, hablante de CA, sino en el campo, como lo ha verificado Luis Andrade en su reciente estudio (cf. Andrade Ciudad 2016), o sea como una forma de castellano rural en proceso de urbanización, que debido a la falta de acceso a la norma estándar por parte de sus hablantes, retienen aún tales rasgos, pero que los agentes urbanizadores (escuela y medios de comunicación, fundamentalmente) llegarán a limarlos y nivelarlos, en un proceso de, si se quiere, «descriollización»?
De los agentes castellanizadores, la escuela es, como se vio a lo largo de nuestra exposición, el medio que corrige y nivela, en distintos grados de eficiencia, los rasgos caracterizadores del aprendizaje «imperfecto» del acrolecto. Aun admitiendo sus deficiencias metodológicas y el círculo vicioso que significa contar con maestros, en las zonas alejadas de las ciudades, y desde los tiempos de la Colonia, a profesores surgidos del mismo contexto, hablantes bilingües imperfectos ellos mismos,12 no puede negarse el «triunfo» de la escuela en el largo proceso de castellanización del mundo andino (cf., para el caso del Valle del Mantaro, Cerrón-Palomino 1989: cap. VI, § 6.2).
¿Significa todo ello que los elementos correctivos de arriba pueden hacer desaparecer finalmente los rasgos del CA? No lo creemos así, desde el momento en que no todos esos rasgos llegan a estereotiparse o indexarse socialmente, puesto que algunos de ellos pasan como formas normales o aceptables, las más de las veces inadvertidamente, tanto para el hablante de CA como para el prescriptivista más recalcitrante. En tal sentido, nos parece que no se ha tomado en cuenta aún, de manera atenta y responsable, este aspecto del grado de notoriedad o saliencia que presentan los elementos conflictivos del contacto idiomático. En efecto, de manera gruesa e impresionista, puede decirse que, por ejemplo, en los casos de discordancia, cuanto más lejos estén separados los elementos concordantes en la cadena expresiva mayor será, por razones de limitación de atención y de memoria, la discordancia; y en estos casos, el fenómeno puede incluso coincidir con situaciones semejantes que se dan en el habla oral del castellano general; o, para tomar otro caso, relacionado con cuestiones de orden canónico, la expresión y posición de sujeto en las oraciones. Ni qué decir tienen, en este aspecto, los fenómenos de extensión y resemantización de las partículas adverbiales castellanas y conjuntivas, libres ya de los estereotipos vocálicos (ya, todavía, nomás, también, pues, pero); o la reestructuración semántica de ciertos marcadores de discurso que adquieren rasgos de evidencialidad (dizque, creo-que). En estos casos, los elementos correctivos ya no parecen funcionar, de manera que los rasgos andinos se filtran subrepticiamente en el castellano, sorprendiendo por igual a todos, inclusive a quienes se reputan de muy puristas. Es lo que podríamos llamar la venganza o el desquite de nuestras lenguas andinas por tantos siglos de discriminación y subvaloración idiomáticas.