Confieso que al recibir el título del panel que debía integrar me acongojé. La política no es lo mío y la corrección menos. Se me ocurrió entonces, para salir del paso, que podría examinar ante todo la estructura semántica de esta curiosa frase o sintagma —para hablar en estilo pedante—: corrección política. Pero no pude menos que empezar recordando a Albert Camus: «El apego a la corrección es síntoma de un alma mediocre».
Para empezar, «correcto» no es nunca un adjetivo encomiástico. Decir de un autor que es un escritor correcto nunca suena a alabanza; un arquitecto, un abogado o un médico correcto son eufemismos para señalar la escasa brillantez de los méritos profesionales de los susodichos. Un amante correcto es una pura contradicción y una segura catástrofe. ¿Por qué insistimos entonces tanto en la corrección, por ejemplo de nuestro lenguaje, cuando el lenguaje es ese ser viviente, irrefrenable, recreándose a sí mismo a través de intentos a veces fallidos y otras veces logrados?
El tema de la corrección viene de lejos, y por sus frutos lo conocemos. Daré un ejemplo en materia de corrección gramatical para explicarlo mejor. En mi escuela argentina, en tiempos de mi niñez, teníamos una maestra que se empeñaba en que habláramos de tú, y otra que quería que pronunciáramos la ll. Ambas se esforzaban por alcanzar lo que ellas entendían que era un mejor nivel de lenguaje; ambas fueron inexorablemente derrotadas por el tiempo y por la realidad.
Pero nuestro tema específico es la corrección política. En mi opinión, este sintagma es un oxímoron, es decir, una contradicción en sí misma, como hablar de una noche diurna o una guerra pacífica. Porque la política no es el reino de la corrección sino de la imaginación, la audacia, la utopía eficiente. Ni la toma de la Bastilla, ni la del Palacio de Invierno, ni la de La Moncada fueron operaciones políticamente correctas, sino revoluciones que dejaron huella. Si se le preguntara a Lenin, al Che Guevara o a Mao Tsé Tung por su corrección política, probablemente el tenor de su respuesta no sería correcto, sino abiertamente heterodoxo, o bien blasfematorio. No hay corrección económica ni corrección filosófica. Adam Smith no era correcto: era un profeta. Nietzsche no era correcto: era un genio.
Todos sabemos, naturalmente, que la corrección política en la lengua es una fuente constante de eufemismos que intentan rescatar los matices discriminatorios infligidos a ciertos grupos o instituciones no plenamente valorados por la sociedad en su conjunto: así pasamos de sirvientas a mucamas y luego a muchachas y más tarde a empleadas. Del mismo modo los porteros evolucionaron a conserjes y después a encargados; nosotros los viejos pasamos sucesivamente a ancianos, abuelos y personas mayores. Los inválidos progresaron a discapacitados y finalmente a personas con capacidades especiales; el loquero se volvió manicomio, y luego psiquiátrico; y el asilo avanzó a geriátrico. Los agraviados putos se transformaron en elegantes gay. En Estados Unidos, los negros devinieron afroamericans. Cada uno de estos pasos supone un avance en la conciencia colectiva acerca de la delicada susceptibilidad que comparten los miembros de estos grupos, y reafirmaría, al parecer, la capacidad de respeto y compasión que en las llamadas democracias profesan los privilegiados que no adolecen de las supuestas carencias implícitas en estas categorías.
Llegada a este punto, se me ocurre comparar el sintagma «corrección política» —que me resulta a veces algo ridículo o, en el peor de los casos, hipócrita— con un concepto que quisiera examinar: es el del «derecho a la ofensa». Se suele afirmar que en una democracia no existe el derecho a no ser ofendido. La corrección política no está legalizada, pero se usa ampliamente en los medios como recurso de censura cuando algún/a energúmeno/a se extralimita en sus fobias sociales, raciales o sexuales. Pero en el caso de las llamadas ofensas e injurias, la jurisprudencia y la práctica de muchos países que lidian por la diversidad, la tolerancia y la libertad de expresión, suelen desestimar la ofensa como delito civil pasible de condena.
Así, en la portada de El País, en diciembre de 2015, bajo el título «El derecho a la ofensa», podemos leer un artículo firmado por Flemming Rose, jefe de la sección internacional de un diario danés: «En una democracia disfrutamos de muchos derechos: el derecho al voto, el derecho a la libertad religiosa y de expresión, el derecho de reunión o la libertad de movimiento, entre otros. Pero el único derecho que no deberíamos tener en una democracia es el derecho a no ser ofendidos. Así que, en vez de enviar a la gente a que aprenda a tener sensibilidad cuando dice algo ofensivo, todos necesitamos aprender insensibilidad. Necesitamos más tolerancia a la crítica si queremos que la libertad de expresión sobreviva en un mundo globalizado».
No sé si estas palabras son políticamente correctas; sé que me inquietan. Cristo decía a los fariseos: «Ustedes dicen que no hay que matar; yo digo que el que llama imbécil a su hermano debe ser condenado por el Sanhedrin». Lo que significaba, a su juicio, que en la ofensa verbal hay una semilla de ataque mortal que se debe reconocer, y evitar. No es de mi competencia, por cierto, afirmar ni proponer a qué nivel debe procederse en estas materias; pero, como hablante del español y profesante de la libertad de expresión, debo decir que me sorprende el que se diga, desde un sitial internacional, que nuestra convivencia civil exige el aprendizaje de la insensibilidad para tragar ofensas y eximir a ofensores. El casamiento de la tolerancia y la insensibilidad, en nombre de la democracia y la libertad de expresión, me resulta sospechoso. Criar piel de elefante ante ofensas graves es abandonar el resguardo que debemos a la dignidad de nuestras personas, un resguardo a través del cual se juega nuestra identidad. Prudencia y sensibilidad son también materias pendientes para aquellos que se entregan impunemente a la tarea de humillar públicamente al prójimo. Cuando el insulto, el agravio y el desprecio circulan hoy masivamente, envenenan ese clima que, según Spinoza, es la razón de ser de un Estado cuya finalidad es no sólo establecer el orden, sino asegurar esa libertad que posibilita la amistad entre los hombres.
La insólita discriminación que sufrimos hoy en los Estados Unidos los hispanohablantes, por el mero hecho de hablar en nuestra lengua nativa, es un buen ejemplo de ofensa que no debiéramos pasar por alto. No sólo la corrección política, sino el sentido común y la convicción de lo legítimo de nuestros derechos inalienables deben posibilitar socialmente el derecho a la ofensa y desalentar a quienes ultrajan gratuitamente, no sólo a sus adversarios, sino al lenguaje y a sí mismos, pervirtiendo con el insulto permanente la atmósfera verbal que habitamos. Si así fuere, estaríamos en el camino de la paz que todos anhelamos y en la que todos deseamos confluir.