Evidentemente, el sintagma corrección política es un calco de otro equivalente inglés, political correctness. Según el magnífico diccionario de Oxford, esas dos palabras aparecieron por primera vez juntas en fecha bastante temprana, 1805, aunque el peculiar valor que tiene hoy la suma combinada de ambas, y casi siempre en referencia a un determinado uso del lenguaje, lo adquiriera mucho más tarde, a finales del siglo xx.
El fenómeno al que hace referencia la corrección política está estrechamente relacionado con un hecho lingüístico mucho más antiguo, y que tiene un nombre también antiguo. Me refiero, claro es, al concepto y a la palabra eufemismo. El eufemismo está relacionado con la interdicción lingüística, con el fenómeno del tabú. Los hablantes se autoimponen determinadas restricciones o incluso prohibiciones en el empleo de ciertas palabras, y en virtud de esa autoprohibición tales palabras son sustituidas por otras, bien voces creadas ex profeso, bien vocablos ya existentes que experimentan un cambio semántico. La palabra sustitutoria de la palabra prohibida o tabuizada, o el circunloquio ideado para el caso, son el eufemismo. El uso de eufemismos, de expresiones sustitutorias de otras con intención de atenuar la presunta crudeza de estas o el rechazo que puedan suscitar es una manifestación lingüística de la «corrección política». Curiosa denominación, por cierto, en la que el sustantivo corrección no tiene el valor tradicional que siempre ha tenido en materia de lenguaje (las expresiones políticamente incorrectas no implican incorrección lingüística alguna); en cuanto al adjetivo política, tiene en el sintagma un sentido muy amplio que va más allá de lo que denota normalmente el sustantivo política.
El fenómeno del eufemismo es bien conocido. El temor supersticioso a la palabra culebra provoca que ese reptil sea eufemísticamente denominado bicha. En un determinado momento, para dignificar a las criadas o sirvientas se utilizó para referirse a ellas la perífrasis empleadas de hogar (y en la lengua coloquial chica, también eufemística, que adquirió un nuevo significado). Vemos ahí cómo la perífrasis o el circunloquio pueden ser uno de los recursos de que se sirve el eufemismo.
Sabemos también que la palabra eufemística que sustituye a la tabuizada puede llegar a cargarse de la misma valoración negativa que tenía la sustituida. Ir al baño, o lavabo, o servicio… son expresiones eufemísticas que han desplazado por completo a la palabra wáter, hoy considerada muy vulgar o de mal gusto, pese a que en la forma plena wáter-closet se adoptó como eufemística de otras anteriores, surgió, digamos, incontaminada e incluso rodeada de la aureola prestigiosa derivada de su condición de expresión extranjera. También fue eufemístico en su día, por cierto, el galicismo retrete (que también se degradó), y lo fue escusado o excusado, muy rara hoy en España.
Y es que los eufemismos descansan sobre una percepción de los hablantes que podemos calificar de ingenua. Los hablantes creen evitar una realidad evitando la palabra que designa esa realidad. Pero, evidentemente, por más que se evite la palabra, la realidad designada sigue tercamente ahí, no desaparece. Por eso el eufemismo sustitutorio puede llegar también, a su vez, a tabuizarse.
Este es, me parece, el contexto teórico en que hay que situar la cuestión del lenguaje políticamente correcto. Y, desde luego, no siempre para rechazarlo, ni mucho menos. Es evidente, por ejemplo, la oportunidad, en inglés, de la denominación Afro-American, frente a la cierta crudeza de black, no digamos frente al fortísimo carácter despectivo de nigger. No funcionó más que durante un tiempo la expresión eufemística colored people (en español personas de color).
En relación con la cuestión racial en EE. UU. y con las distintas denominaciones eufemísticas de los negros Xavier Bartlett ha escrito muy atinadamente:
Lo que es bien cierto es que la corrección impuesta en el lenguaje, al menos en EE UU, no ha conseguido modificar esencialmente las estructuras sociales y la situación precaria o marginal de una gran parte de las minorías, sobre todo la negra. Y si muchos individuos de estas minorías han llegado a ocupar puestos relevantes en la economía o la política ha sido por otras razones, no por los dictados de los ideólogos de la corrección política.
Nótese que en español (o en general en Europa) ha pasado algo parecido con subsahariano. Sospecho que en la mente de no pocos hablantes funciona como sinónimo de negro. Pero ¿todos los habitantes procedentes de la zona que está al sur del Sahara son negros? Del mismo modo, magrebí ha sustituido a moro, por las resonancias molestas de esta palabra. Etcétera.
No lo desapruebo. Ni lo apruebo. Me limito, en tanto que historiador de la lengua, a constatarlo. Ahora bien, existen muchos casos, desde luego, en los que la corrección política puede estar muy cerca de ser una forma de censura; de autocensura, sí, pero socialmente impuesta.
Quienes tenemos o hemos tenido alguna responsabilidad en la elaboración del diccionario de la Academia sabemos bien de las presiones recibidas por la institución en lo relativo a la presencia en él, o la reclamada eliminación (más frecuente esto último), de determinadas palabras o expresiones. La Academia recibió peticiones de suprimir una acepción de la palabra cáncer («proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos», como en La droga es el cáncer de nuestra sociedad) porque su fuerte carga peyorativa podía influir negativamente —decían los demandantes— en la percepción del cáncer por parte de los afectados por esta enfermedad. Cierta señora que estaba casada en segundas nupcias con un caballero que tenía hijos de un matrimonio anterior, a los que quería (me refiero a la señora) tanto como si fueran propios, se quejó a la Academia por la segunda acepción de la palabra madrastra. Pues en vez de aplicarse a sí propia solo la primera, «mujer del padre de una persona nacida de una unión anterior de este», se aplicaba la segunda, «madre que trata mal a sus hijos». Llegaba a acusar a la institución de insultar a las madrastras. Como si la Academia tuviera la culpa de la huella que hayan podido dejar en la lengua la Cenicienta o Blancanieves, o del casi inevitable desplazamiento semántico hacia lo negativo que implica el sufijo -astro. Menos mal que esos molestos pellejitos contiguos a la uña que llamamos padrastros —también orientados hacia la negatividad, pues que son «molestos», o, según la correspondiente definición académica, causan «dolor y estorbo»— no pueden protestarnos.
Lo que no quiere decir, naturalmente, que la Academia no atienda reclamaciones y sugerencias, que agradece y a las que está permanentemente abierta. La embajada de Japón, por ejemplo, le hizo llegar su disconformidad con la definición que el DLE daba de una de las acepciones de kamikaze: «terrorista suicida», que aún se lee en la edición en papel de 2014. En la versión consultable en línea se ha sustituido por esta otra, más ponderada: «Persona que lleva a cabo un atentado suicida».
Alcanzó cierto eco en los medios de comunicación el hecho de que los colectivos de gitanos solicitaran a la Academia la eliminación de la acepción 5 de gitano, que el DLE recoge mediante remisión a trapacero. La verdad es que la definición que el diccionario inmediatamente anterior (2001) daba de la acepción correspondiente era bastante más cruda: «Que estafa u obra con engaño». Y seguramente pecó de ingenuidad la Academia si creyó que sustituyendo en 2014 esa definición por la remisión en negrita a trapacero iba a desactivar las quejas, pues las definiciones que el diccionario da para ese sinónimo no dejan posibilidad a la duda. El DLE añadió a la definición (esto es, más bien: a la equivalencia trapacero) esta apostilla —de cuya oportunidad personalmente disentí—: «U[sado] como ofensivo o discriminatorio». Lo que seguramente no satisfizo a los reclamantes. Curiosamente, nadie, que yo sepa, se ha fijado en esta otra acepción de gitano, bien positiva: «coloq. Que tiene gracia y arte para ganarse las voluntades de otros. U[sado] m[ás] como elogio, y especialmente referido a una mujer». Así es la lengua. Ofensa y elogio en un mismo vocablo.
Es evidente que cuando un lexicógrafo incluye en un diccionario las acepciones negativas que en español tienen las palabras negro o judío no está incurriendo en ninguna forma de racismo. En tanto que «notario del uso», no es responsable de los hechos a los que el uso ha llegado. Ortega en El hombre y la gente hizo esta aguda observación: «Son curiosos estos obesísimos libros que llamamos diccionarios, vocabularios, léxicos: en ellos están todas las palabras de una lengua y, sin embargo, el autor de ellos es el único hombre que cuando las escribe no las dice. Cuando, escrupuloso, anota los vocablos estúpido o mamarracho, no los dice de nadie ni a nadie».
Ya en la penúltima edición del diccionario de la Academia (22.ª, 2001) incluyó esta en el preámbulo la siguiente observación:
Con frecuencia se solicita, y a veces de forma apremiante, que sean borrados del Diccionario términos o acepciones que resultan hirientes para la sensibilidad social de nuestro tiempo. La Academia ha procurado eliminar, en efecto, referencias inoportunas a raza o sexo, pero sin ocultar arbitrariamente los usos reales de la lengua. Conviene tener claro al propósito que el Diccionario debe facilitar, al menos, claves para la comprensión de textos escritos desde el año 1500. Para que cumpla esta misión esencial, la Academia no tiene más remedio que incluir en el Diccionario esas voces molestas, sin que ello suponga prestar aquiescencia a lo que significan ahora o significaron antaño.
Muy eficaz no debió de resultar tal solicitud de comprensión, pues en los preliminares de la edición vigente, la 23.ª, de 2014, la Academia hubo de ser aún más explícita y más pedagógica, en este párrafo del «Preámbulo»:
Una vez más […] —pues ya lo hizo en el preámbulo de la edición anterior—, necesita referirse aquí la Academia a las frecuentes demandas que recibe para eliminar del Diccionario ciertas palabras o acepciones que, en el sentir de algunos, o reflejan realidades sociales que se consideran superadas, o resultan hirientes para determinadas sensibilidades. La corporación examina con cuidado todos los casos que se le plantean, procura aquilatar al máximo las definiciones para que no resulten gratuitamente sesgadas u ofensivas, pero no siempre puede atender a algunas propuestas de supresión, pues los sentidos implicados han estado hasta hace poco o siguen estando perfectamente vigentes en la comunidad social. Del mismo modo que la lengua sirve a muchos propósitos, incluidos algunos encaminados a la descalificación del prójimo o de sus conductas, refleja creencias y percepciones que han estado y en alguna medida siguen estando presentes en la colectividad. Naturalmente, al plasmarlas en un diccionario el lexicógrafo está haciendo un ejercicio de veracidad, está reflejando usos lingüísticos efectivos, pero ni está incitando a nadie a ninguna descalificación ni presta su aquiescencia a las creencias o percepciones correspondientes. Se diría que existe la ingenua pretensión de que el diccionario pueda utilizarse para alterar la realidad. Mas lo cierto es que la realidad cambia o deja de hacerlo en función de sus propios condicionamientos y de su interna dinámica; cuando cambia, se va modificando también, a su propio ritmo, la lengua que es reflejo de ella; y es finalmente el diccionario —en la culminación del proceso, no como su desencadenante— el que en su debido momento ha de reflejar tales cambios.
Es muy de temer, sin embargo, que casi nadie lea los preámbulos de los diccionarios.
En suma, si personalmente no creo mucho en la capacidad prescriptiva de la Academia o las Academias, lo que de ningún modo puede concitar mi adhesión es el reclamar de ellas una actitud no ya prescriptiva, sino proscriptiva. Eso, de ninguna manera.
Está bastante extendida la percepción, que no comparto, de que el léxico se empobrece. Pues bien, hay que reconocer que la actuación de la llamada «corrección política» más bien redunda en un enriquecimiento del léxico, en un aumento de las posibilidades denominativas, pues lo cierto es que las nuevas no consiguen arrumbar por completo a las viejas, sino que unas y otras terminan conviviendo entre sí.
Cuando se redactó la vigente Constitución española, como de ningún modo se quiso emplear la palabra naciones al hablar de la articulación de los territorios, esto es, no se quiso hablar de «las naciones y regiones» como integrantes del Estado, se habilitó un valor prácticamente nuevo, y desde luego atenuador, de la palabra nacionalidad en sustitución de nación. Y así la Constitución española habla de «las nacionalidades y regiones». Valor, este de la palabra nacionalidad, que en absoluto ha calado en el uso cotidiano. A alguien que se desplaza del País Vasco a Cataluña no se le ocurre decir que hace un viaje de una nacionalidad a otra. Más de cuarenta años después, se habla ya sin rebozo (o algunos lo hacen) de España como «Estado plurinacional» o como «nación de naciones». Acabáramos.
En España se procuró evitar durante un tiempo, como para conjurar lo que implicaba, la palabra independentismo. Ahora ya se utiliza abiertamente. Pero por el camino se ha dado lugar por lo menos a dos creaciones léxicas nuevas: soberanismo y secesionismo, que no vienen a decir nada distinto pero lo hacen con algo menor crudeza. Añádase abertzalismo en referencia al País Vasco. A la complejidad de la política le vienen bien estas baterías de sinónimos o de parasinónimos.
Ni que decir tiene que la cuestión del tan traído y llevado, pero más bien presunto, «sexismo lingüístico» tiene mucho que ver con la «corrección política». Es un asunto al que he dedicado unas cuantas páginas en otras ocasiones, y lamento no disponer de tiempo en esta para internarme en él.
En fin, la corrección política puede llegar a afectar a aspectos tan superficiales como la ortografía. En España, y usando el español, ha sido y es frecuente escribir «Catalunya» así, con el dígrafo -ny- del catalán, no fueran a pensar los catalanes que escribirlo con la letra ñ del castellano (esa letra de la que tan orgullosos nos sentimos, por cierto, que la hemos convertido en harto manida divisa) pudiera tomarse como una agresión a su identidad. No hará falta decir que por mi parte siempre he escrito y escribiré, manejando el castellano, Cataluña (y Catalogne escribiendo en francés, Catalonia en inglés…; ¿no da cierto rubor explicarlo?). Digamos que considero preferible mostrar mi estima por ella y sus habitantes de modo menos epidérmico. (Nótese, por lo demás y a la postre, cuán inútil ha sido que algunos escribieran —empleando el castellano, insisto— «Catalunya», si es que lo hacían, como parece, con una voluntad de congraciarse que el tiempo ha demostrado ociosa).
Me he centrado en lo «políticamente correcto» en el plano del lenguaje porque nos hallamos en un congreso sobre la lengua. Me resta añadir tan solo que, si rechazo por lo que pueda tener de limitador y censorio el «lenguaje políticamente correcto», más peligroso me parece el «pensamiento políticamente correcto», la imposición por parte de algunos no ya de lo que debemos decir, sino de lo que debemos pensar. Me quedo en la lengua, y termino con una última reflexión: nadie, ninguna minoría selecta, ninguna Academia, ni siquiera todas las Academias de la Lengua Española hermanadas como lo están en una Asociación, tiene poder para actuar sobre el rumbo del idioma. El idioma es de todos los hablantes, de los 500 y pico millones de hispanohablantes, esa cifra de la que nos sentimos tan ufanos. Afortunadamente, nadie puede dirigir, ni hacia lo políticamente correcto ni hacia lo políticamente incorrecto, a más de 500 millones de hablantes soberanos. La lengua es, más que ningún otro, el territorio de la libertad.