El lenguaje jurídico… ¡claro!Pablo Salazar Carvajal
Abogado en el Poder Judicial (Costa Rica)

Estas letras se llamaban, inicialmente, «Qué pasaría si los abogados hablaran como la gente»; por cosas de la vida y de organización hube de cambiarlo. Sin embargo, el «ánimo» sigue siendo ese.

Comienzo por decir que no creo que exista algo que se llame, rigurosamente, «lenguaje jurídico». La lengua española es una y sus variantes; y lo «jurídico» puede ser una diferencia diafásica más. Cierto que encontramos definiciones que, puntuales, describen que el lenguaje jurídico es un «[c]onjunto de términos, expresiones, usos lingüísticos y locuciones que se refiere a […] reglas de la ley o del Derecho».1 Cierto que ese sistema de signos orales, escritos o gestuales, que se utiliza para comunicarse en estrados, es un lenguaje particular; sin embargo, igualmente cierto es que ese lenguaje se enuncia dentro de un sistema de comunicación caracterizado por un vocabulario y una gramática propios: la lengua española. Devenido de esto es que prefiero a «lenguaje jurídico», la expresión «uso jurídico del lenguaje». Incluso, podría decir «uso jurídico de la lengua»; pero no nos enzarcemos en bizantinismos y permítaseme dejarlo así. Repito: uso jurídico del lenguaje. Y bueno, ¿con eso qué? Y respondo, con eso encontramos una ubicación. Cuando hablamos entre hispanoamericanos y dilucidamos asuntos jurídicos, podemos decir que estamos hablando de derecho en español y no «en jurídico». Será muy extraño oír que alguno de los normales contertulios nos digan, bromas aparte, «… pues aquí, hablando en jurídico». Y si hablamos en español, pues seguiremos —eso es lo deseable— su semántica, su sintaxis, su pragmática; sus palabras.

           

Por otra parte, desde los primeros años de la carrera, hasta el tiempo de «defensa de tesis»… y hasta más allá, nos topamos con una cantidad ingente de definiciones de «Derecho». Damos con aquella de: «Conjunto sistematizado de normas […] determinado por la coerción estatal»; o con la «Facultad, ;potestad o prerrogativa propia de hacer o abstenerse de hacer». O bien, «Conjunto de principios y normas (…) que contiene la idea de justicia»…2 Pasado el rato de estar en eso de ver precisiones del concepto se llega a pensar si no habrá tantas definiciones de Derecho como tratadistas hay. Se puede entender el espíritu que encierra cada definición y se advertirá, sin necesidad de ser particularmente observador, que en alguno de los decires es esta palabra la que articula; en otro, es aquella voz la que concierta y, en el de más allá, es otro término el que enuncia… Y sí, podemos concluir que son palabras las que vertebran la Justicia.

Y si reparamos que tanto el uso jurídico del lenguaje y la definición de derecho son palabras, podemos afirmar, sin mucho temor a una frontal oposición, que el Derecho es un edificio lingüístico. Edificio cuyos suelos y techos, cuya estructura y muros externos, son las palabras. Y esas palabras, para constituirse como cimiento, tienen que ser claras. En lo cotidiano y en lo jurídico: claras. Dicho de forma más directa: todo discurso, ¡no solo el jurídico!, tiene que gozar de la luminosidad que implica entender y darse a entender buenamente.

¿Cuál sería, entonces, un corolario lógico? Sería que la incorporación, a los currículos de Derecho, de cursos de formación en lenguaje —jurídico o común—, es no solo apropiada, sino urgente. Me gustaría ver, y no creo que cause extrañeza, en aquel listado que es el «plan de estudios», las materias de «Lingüística para abogados/as I; Lingüística para abogados/as II».

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Ahora bien, ¿qué comporta el «lenguaje jurídico claro»? ¿Qué significa la claridad en el uso jurídico del lenguaje? Opino que ese albor se aprecia cuando la estructura del discurso se acompaña de una forma —y hasta de una gestualidad, cuando es preciso— que permite a quien recibe el mensaje entender fácilmente; y, a la vez, tener la posibilidad de «usar» la información recibida.

Pero me adelanto y, por supuesto, corro el riesgo de no ser claro.

Mi experiencia como alumno, profesor, abogado, redactor, lector y como sufrida víctima de la burocracia judicial, lleva a que me plantee la pregunta de cuáles deben ser los rasgos predominantes en la variante del lenguaje que tratamos. A mi modo de ver, tres son esos rasgos: 1. Pertinencia del contenido; 2. Estructura lógica; y 3. Satisfacción comunicativa de quien emite y de quien recibe.

Veamos. Eso que hemos dado por llamar aquí «lenguaje jurídico», será claro si viene a propósito de lo que el emisor honestamente quiere comunicar (refiero a «honesto» para dejar de lado al expositor que malamente pretende enmarañar el mensaje) y a lo que es relevante para el receptor que honradamente quiere entender. Esto se ha de acompañar con aquello que aprendimos en los primeros años escolares en cuanto a redacción: Estructura con su sujeto y su predicado; frases cortas; pocas oraciones subordinadas; y palabras de uso común y con acepciones de comprensión fácil.

En cuanto al orden lógico —lógicamente, sin ahondar—, propongo, orden expositivo incluido, al que estamos acostumbrados: el silogismo. Es decir, el antecedente con sus premisas y el consecuente con su juicio conclusivo. Esto, obviamente, depurado de falacias, sofismas y demás embaucamientos. Quiero decir que no sirven enunciados tales como: «Inventario de hechos ciertos que destaca veredicto recurrido merece apoyo, pues, deviene trasunto del material de evidencia electo», para, en verdad, querer decir que, de la sentencia apelada, se aceptan los hechos probados.

Por su parte, el rasgo tercero —la satisfacción comunicativa de quien emite y de quien recibe— se cumple en el tanto la comunicación parte de las necesidades, exigencias, de los participantes, principalmente del receptor. Y, ¿cuáles son esas necesidades? a) Conseguir o hallar lo que suple una carencia de conocimiento o información; b) Entender para qué sirve lo comunicado; y c) Las posibilidades, de uso o de acción, que se despliegan con la adquisición de ese saber. Es decir, en resumen y en cristiano, entender que cuando me dicen «una acción de repetición de pago», no es que tengo que pagar de nuevo, es que quiero conseguir que me devuelvan la plata.

Un breve y último aspecto que aparejo: el uso claro del español jurídico pasa por la observación del contexto. Quiere esto decir que el acto comunicador tiene que tomar en cuenta la cultura general de los partícipes, su grado educativo, el nivel social y económico, el carácter y hasta el afán con el que se quiere asumir lo comunicado.

Apostillo, porque es oportuno: aprendizaje y desarrollo de la utilización jurídica y clara del español tiene que empezar en las escuelas y colegios, con su ministerio; continuar en la universidad y sus entidades; y cimentarse en la práctica jurídica, con y en los poderes judiciales.

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A manera de otrosí.

Podría pensarse, prima facie como dicen los abogados, que el resultado de clarificar el «lenguaje jurídico» puede constituirse en el empobrecimiento de la técnica jurídica y la decadencia de la lengua española. Por supuesto, nada más apartado de la realidad.

Claro que no se está defendiendo la idea de empobrecer el idioma —jurídico o del tipo que sea—. Es precisamente lo contrario. La llaneza en el decir requiere un conocimiento y un constante desarrollo de la lengua. Porque soltar latinajos y solazarse con oraciones subordinadas es de lo más sencillo: cosa de agarrar un diccionario, utilizar los sinónimos que el programa de cómputo posee y soltar parrafada tras parrafada hasta alcanzar el paroxismo.

Ahora bien, ¿existe el equilibrio entre el lenguaje jurídico y el común? Sí, sí existe. Como ya he dicho, no son tan diferentes… o no deberían serlo. Existe ese equilibrio en el tanto que el «operador jurídico» quiera que exista. El abogado, en lo cotidiano, no se pasa soltando tecnicismo tras tecnicismo. Los «jurisperitos» hablan como la gente cuando no tienen que trabajar. ¿Será tan difícil que lo hagan cuando están trabajando?

Pero, aun cuando no existiera ese equilibrio, no debería haber divorcio entre «la lengua del derecho» y del común. (De nuevo: no son tan diferentes). Se puede, en el mismo documento en que se resuelve, hacer una explicación técnica y otra «humana». Y, puede ser, que el proceso de redacción de la parte «común» ayude a mejor cimentar la parte netamente jurídica. No se procura que no se utilice un lenguaje técnico; lo que se pretende es la llaneza en el discurso, la sencillez en la comunicación... y que las personas que acuden a los juzgados entiendan qué es lo que se hace con su problema.

Pero bueno, con todo, en concreto ¿para qué sirve —así, sin mucha «filosofía»— el lenguaje jurídico claro? Sirve para que los que gozan y los que sufren el derecho acierten a saber qué ocurre con sus dificultades y en qué consiste el trabajo que realizan estas señoras y estos señores abogados, que tan elegantes acuden a los tribunales.

Notas