Lengua franca… lengua científica. Sobre el uso y desuso del español en la comunicación de la cienciaDiego Golombek
Divulgador científico y profesor Universidad Nacional de Quilmes / CONICET (Argentina)

Las palabras entonces no sirven
son palabras

«Nocturno», de Rafael Alberti

El español es una lengua usada por cuatrocientos millones de personas que parecen no querer hablar de ciencia.

Javier Ordóñez

Comencemos por imaginar una historia lingüística de la ciencia, al menos en lo que se entiende como «mundo occidental». Seguramente lo que hoy conocemos como ciencia debiera tener su origen en el pensamiento griego: aun admitiendo que no fueron grandes experimentadores en general, sí está muy claro que estos barbudos (y lampiñas) curiosos se interesaron por la naturaleza y sus misterios, y los pensaron mientras comían aceitunas y tomaban vino cortado con agua de mar. Quizá uno de los hitos de este origen es un texto llamado «De la enfermedad sagrada», en que un tal Hipócrates reflexiona sobre la epilepsia, aquella patología de origen divino que, claramente, se debía a que un dios se había despertado de mal humor y tomaba para sí el cuerpo de un mortal para hacer con él lo que le placiera: temblores, desmayos, palabras inconexas. ¿Enfermedad divina? Nada de eso, dice Arquímedes: la epilepsia, como cualquier otro mal, debe tener una causa natural —un concepto ya rumiado por los filósofos jónicos—, aun cuando no la conociéramos. Es en ese acto de robarle las enfermedades a los dioses y devolvérselas a la naturaleza cuando, en cierta forma, nace una buena parte de la ciencia moderna. Pero volvamos a las lenguas: esa ciencia ha nacido en griego.

Imperios mediante, entra en escena la decadencia romana. La ciencia ahora se escribe en latín, y básicamente se retrotrae a grandes enciclopedias botánicas y zoológicas, a ver quién tiene la lista más larga de nombres (latinos, por supuesto). La industria de la guerra, como siempre, hace avanzar a la tecnología y, en este caso, también a la medicina: los barberos cirujanos (que tanto podían recortar una barba como un brazo) atienden a los legionarios y a los gladiadores. Entre ellos, un tal Galeno que propone nuevas técnicas y anatomías, muchas veces (muy) erróneas pero que se mantienen incólumes durante siglos. Claro, no olvidemos que el latín era en ese momento la lengua de todos, de los soldados y los pizzeros, de los cónsules y las cocineras.

Quizá podamos ver una cierta continuidad entre esa historia latina y la edad oscura: en la Edad Media, con muy honrosas excepciones, no pasó nada demasiado relevante con respecto a la actividad científica (sí, hay excepciones, y maravillosas, pero analizada de manera global, esta época de fanatismo y cruzadas, de guerras y guerrillas, no produjo un gran avance del conocimiento). Y la ciencia estuvo a punto de naufragar en bibliotecas monásticas, en copias y re-copias de los clásicos pero bajo la doctrina de una Iglesia interesada en otros misterios más que en los del cosmos y la naturaleza. Y aquí ocurre una especie de milagro: nace una nueva religión, más joven y porfiada que el judeocristianismo, y con todo su afán de comerse al mundo, investiga a fondo a esos griegos antiguos que habían iniciado al juego, los continúa y, en muchos casos, supera. Efectivamente, el islam hace grandes avances científicos en muchos frentes, desde la cosmología y la matemática hasta la operación de cataratas. Y lo hace, como corresponde, en árabe.

Tan bien les va a estos recién llegados que en poco tiempo conquistan una interesante parte de Europa y de África, llevando su ciencia a cuestas. Como se quedan un buen rato por ahí, esa ciencia comienza a mezclarse con las lenguas locales —incluyendo… el castellano—.

Aquí vamos entonces: de la cuna del griego a la infancia del latín, la juventud en árabe y, luego, a desparramar la ciencia en los idiomas en que se entendieran mejor. Pero cuidado: aun bien entrado el Renacimiento, la ciencia culta debía recurrir al latín como una especie de código de cofradía, una hermandad que guarda los secretos para que no se enteren demasiados. No es por nada que en el mismísimo estatuto de la docta Universidad de Salamanca hasta se prohibiese hablar en otro idioma que no fuese el latín: in nostro studio nemo audiatur nisi latine loquitur. En esta Babel científica quizá tuvo mucho que ver el ego de algunos de nuestros héroes, que quisieron ir más allá de la academia y ser leídos por todos: no es casual que Galileo haya presentado sus famosos diálogos en italiano, toda una declaración de principios y que, es más, su género literario —el diálogo— pretendiera ser leído de manera amena e instructiva. Todos somos Simplicio en los textos galileanos: aquél que puede y se anima a preguntar lo que no entiende y desconoce. Y todavía se mueve.

Pero esto no acaba aquí: las eras de los grandes imperios llevaron consigo sus lenguas, sus artes y sus saberes. Así, crece la ciencia en francés, en alemán y en inglés, y un científico que se preciara debía tener cierta fluidez para pasearse por estos textos (ah, cómo debían extrañar los tiempos del latín para todos). La ciencia alemana, en particular, es una escuela formidable en donde químicos, médicos, físicos se forman con las más rigurosas técnicas. La francesa, por su parte, avanza en novedades y descubrimientos, y no se priva de conocer lo que hacen los vecinos (con Voltaire traduciendo a Newton, por ejemplo, para el buen conocimiento de sus compatriotas). Inglaterra, claro, no se queda atrás, y desde su destino insular realiza tremendos aportes en las ciencias naturales. No olvidemos, además, que el concepto de «dos culturas» (así llamado por Charles P. Snow en una famosa conferencia de 1959), aún no existía: cualquier persona culta podía estar al tanto de las novedades de la ciencia de su época. Un buen ejemplo es el de la publicación de El origen de las especies, de Charles Darwin, que se agotó en pocos días frente a la avidez por saber a qué se debía tanto revuelo (está bien, no fue una gran tirada… pero aun así se agotó).

Quizá en el siglo xix nadie hubiera pensado que una lengua dominaría completamente a las otras como vehículo para comunicar la ciencia. Pero, como siempre, llegan las guerras. Y, en este caso, las grandes guerras. Luego de la Primera Guerra Mundial se produce un boicot hacia los científicos alemanes, y las comunicaciones internacionales en tal idioma comienzan a declinar (más allá de la importantísima escuela alemana en física nuclear, que tuvo mucho que ver con el siguiente conflicto). Y, por si fuera poco, en la Segunda Guerra Mundial termina de cristalizar la dominación del idioma inglés en terrenos científicos y tecnológicos. Es interesante que, nuevamente, las investigaciones científicas encuentran su camino bélico, y es lamentable que los picos de avances tecnológicos suelan coincidir con los conflictos armados. Pero esa es otra historia.

Hoy se estima que alrededor del 15 % de la población es angloparlante, incluyendo a los que tienen el inglés como primera lengua y a los que se suman en la cruzada anglófila. Sin embargo, casi un 98 % de la producción científica mundial… está en inglés. Entonces, este no es un problema de discriminación del español como lengua científica, sino de dominación histórica —y casi absoluta— de otro idioma. Ojo que no estamos tan mal, dentro de todo: alrededor de un 4 % de las revistas científicas que se encuentran indexadas (una especie de requisito para «estar en el mundo») son en español, aunque si lo analizamos en término de número de publicaciones (digámoslo con propiedad… papers) las de nuestro idioma son de solo un 0,3 % del total. Si queremos comparar, allí está el alemán que se lleva un 1 % de las publicaciones.

Es necesario un alto en el camino. ¿Es esto realmente tan malo? ¿Es el claro signo del imperialismo que nos sofoca con sus reglas y su capitalismo salvaje y todas esas cosas? Bueno, un poco sí. Pero vayamos a las fuentes. Ya lo decía Sun-Tzu en su Arte de la guerra: el buen guerrero sabe qué batallas vale la pena pelear. Está bien, lo acabo de inventar, pero perfectamente podría haberlo dicho. Entonces, ¿es tan malo tener una lengua franca de la ciencia y que, colmo de males, sea el inglés?

Las lenguas francas fueron impulsadas por los imperios para unificar un poco sus territorios; el «franca» viene de los tiempos de Carlomagno, que impuso su acento fráncico por todos lados. Ya sabemos que el latín también cumplió su ciclo, como un vehículo de contacto entre vecinos cercanos y lejanos. Eso somos los científicos: vecinos que necesitamos saber de qué se trata. Quizá el tener una lengua común —sea cual sea— también tiene sus aspectos democráticos: aun con esfuerzo, podemos saber qué está pasando en el mundo de la ciencia. Es cierto que nos obliga a una tarea ímproba: la de escribir y leer con suficiencia en otro idioma, y que se suele notar nuestra deficiencia en esto (es infalible que una de las cuestiones presentadas por los revisores de trabajos científicos sea la de «revisar el lenguaje y la gramática del texto por un hablante nativo de inglés» cuando el trabajo viene de alguno de nuestros países). Pero podemos hacerlo y la verdad es que no nos va tan mal. Es más: las consecuencias de exagerar con el nacionalismo lingüístico-científico son graves: no nos conocerán nuestros colegas de otros lugares, no nos citarán como corresponde, no nos invitarán a las cenas de los congresos (razón que, como se sabe, es la principal para asistir a este tipo de reuniones). Asimismo, es raro que existan problemas de índole exclusivamente local que solo interesen a los colegas cercanos. El estudio de la cuenca de un río, o una enfermedad endémica, o una planta autóctona, bien encarados, son tan universales como la termodinámica o la teoría de la selección natural y sin duda que pueden ser de interés general. Por supuesto que hay, y seguirá habiendo, lugar para la comunicación científica en idiomas locales, para asegurarnos de llegar al público clave y a nuestra primera comunidad de referencia. Sin embargo, es vox populi que ningún investigador tendrá a las publicaciones locales como primera opción a la hora de enviar su manuscrito a revisar, a sabiendas de que las evaluaciones futuras no lo mirarán con mucha benevolencia.

Más allá del idioma en que se escriba o se cuente, esto no quiere decir que no haya grandes problemas a la hora de compartir la ciencia, tanto sea a públicos profesionales como generales. El lenguaje de la ciencia tiende a ser elegante, conciso y, al menos para las ciencias naturales, unívoco, de manera que se pueda asegurar la eventual replicabilidad de un experimento. Debemos escribir de tal manera que alguien que nos lea en Singapur o en Oaxaca,entienda de qué se trata y pueda repetir nuestros hallazgos. Para este fin conspira la polisemia de muchos de los términos que usamos en el laboratorio o en el colectivo. Así, conceptos como teoría, riesgo, significativo o predicción pueden ser entendidos de manera muy diferente dentro de la academia que en la mesa de un bar, y debemos ser extremadamente cuidadosos con esto… sea cual fuere el idioma que elijamos para expresarnos.

Por supuesto que hasta ahora hemos hablado de la comunicación profesional de la ciencia, aquella que se expresa en papers, congresos, conferencias o libros internacionales. Otro cantar —y muy distinto— es el de la comunicación pública de la ciencia, tarea fundamental que involucra a los científicos, a los periodistas, a los llamados «divulgadores» y, cómo no, al Estado dentro de sus obligaciones. Sobre esta versión no hay dudas: aquí mandan los idiomas locales, y el español está muy bien posicionado para esta tarea. Eso, claro, es objeto de otros ensayos y otras reflexiones que las que hoy nos ocupan.

La ciencia es parte de la cultura, y contarla, todo un arte. Pero así como los premios Nobel de literatura vienen de las lenguas más diversas, los de ciencias vienen en inglés. Vale la pena el esfuerzo de comprenderlos y, por qué no, de imitarlos. No tiene nada de malo, ni es una afrenta a las maravillas del español, que siempre encontrará sus caminos y sus huecos para sorprender a un alumno o a un transeúnte —y debemos defender sus derechos y sus alcances—.

Quizá antes de levantarnos en armas lingüísticas podamos detenernos a disfrutar un poco de algunos de los regalos que nos dio la lengua a la hora de contar la ciencia, como el bello final de El origen de la especies («… hay una cierta grandeza —grandeur— en esta visión de que la vida, con sus diversos poderes, haya sido originalmente exhalada hacia nuevas formas y que, mientras este planeta ha estado girando según la inmutable ley de la gravedad, a partir de un comienzo tan simple han ido y siguen evolucionando un sinfín de las más bellas y maravillosas formas») o una provocativa frase en el famoso trabajo de Watson y Crick sobre la estructura del ADN («… no ha escapado a nuestro entendimiento que este apareamiento específico que hemos postulado inmediatamente sugiere un posible mecanismo de copia para el material genético»), o el maestro Ramón y Cajal recordando que «las neuronas son células de formas delicadas y elegantes, las misteriosas mariposas del alma, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá algún día el secreto de la vida mental».

Y el resto es literatura.

Referencias

  • Albarillo, F. «Language in social science databases: English versus non-English articles in JSTOR and Scopus». Behav. & Social Sci. Lib. 33:2, 77-90, 2014.
  • Arias-Salgado Robsy, M. J. (Ed.). El español, lengua para la ciencia y la tecnología. Presente y perspectivas de futuro. Santillana, 2009.
  • Di Bitetti, M. S., Ferreras, J. A. «Publish (in English) or perish: The effect on citation rate of using languages other than English in scientific publications». Ambio 46(1):121-127, 2016.
  • Drubin, D. G., Kellogg, D. R. «English as the universal language of science: opportunities and challenges». Mol. Biol. Cell. 23(8): 1399, 2012.
  • García Delgado, J. M., Alonso, J. A., Jimenez, J. C. El español, lengua de comunicación científica. Fundación Telefónica, 2013.
  • Meneghini, R., Packer, A. L., Nassi-Calo, L. «Articles by Latin American authors in prestigious journals have fewer citations». PLoS One 3(11): e3804, 2008.
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