En 1791 el rey Luis XVI de Francia encomendó a dos astrónomos medir una sección del meridiano que en el mapa pasa por París. Tal empeño habría de servir para establecer con precisión la longitud del metro: una diezmillonésima parte de la longitud de dicho meridiano entre Dunquerque y Barcelona. La tarea se completó ocho años después utilizando una forma de triangulación que exigía a los aventureros astrónomos realizar medidas topográficas en las cimas de montes y montañas, y en los campanarios de las iglesias de mayor altura. La medición que realizaron los astrónomos Pierre Méchain y Jean Baptiste Delambre resultó tener un error de dos milímetros, pero inauguró el sistema métrico decimal y fue heroica. La Revolución francesa había dado inicio poco después de su encomienda real y cuenta el historiador Ken Adler en su libro La medida de todas las cosas que en una ocasión llegaron a una aldea donde los recibió una turba que desconfiaba de sus extraños instrumentos científicos y que, al saber que la orden de hacer las mediciones provenía originalmente de su Majestad, a punto estuvo de lincharlos. Se salvaron porque tenían el don de la palabra y seguramente una gran habilidad para explicar la importancia del trabajo que habían emprendido y que, aseguraron al populacho, traería gloria a la República por siempre jamás. Méchain y Delambre deben haber sido grandes divulgadores de la ciencia; en ello les iba la vida.
La pregunta que da título a esta ponencia, «¿Cuál es el deber de los científicos en la divulgación de sus conocimientos a la sociedad en general y de combatir las pseudociencias?» ha sido motivo de debate durante décadas. En los sistemas de evaluación del quehacer científico de muchos países, incluyendo el mío, al parecer se considera que la respuesta es «ninguno», tal deber no existe, porque hacer divulgación no da puntos y sin puntos no se mantiene una carrera académica ni es posible ascender en ella ni percibir un salario decoroso. Por fortuna existen científicos que de todas formas divulgan el conocimiento y si lo hacen bien no faltan editoriales dispuestas a publicar sus libros. Los hay también que participan en programas de radio y televisión, que escriben para revistas y diarios, que imparten conferencias, tienen blogs y hasta hacen comedia, como los integrantes del divertidísimo grupo español Big Van Ciencia. Poco o nada se remuneran estas actividades, a menos que el científico en cuestión se convierta en un fenómeno mediático. Nunca sobra recordar a Carl Sagan, por todos sus magníficos libros y su programa de televisión Cosmos. A Sagan le negaron en su día el ingreso a la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, a pesar de que tenía todos los merecimientos por sus investigaciones en astronomía. Les pareció que un individuo tan famoso (que además era guapo y fotogénico) debía de ser poco serio. A esto se le llamó el «efecto Sagan», que es, como escribe Susana Martínez-Conde, «la percepción de que científicos populares, visibles, son peores académicos que aquellos que no participan en el discurso público».
Pero las grandes estrellas de la divulgación en el ámbito científico son escasas. Y cabe esperar que así sea, pues en materia de comunicación lo que aprenden es a escribir artículos para revistas especializadas que sólo van a leer sus pares. Por sí solo esto ya basta para decir que no tienen ningún deber de divulgar su trabajo o el de otros científicos. Menos aún el de combatir las pseudociencias, pues tal empeño requiere de habilidades de convencimiento casi sobrehumanas.
Sin embargo, nada de esto exonera a las instituciones y organismos de ciencia del Estado del deber de divulgar la ciencia o propiciar que se divulgue, ni de combatir las pseudociencias, pues hay un derecho humano reconocido por la Organización de las Naciones Unidas: el derecho a la ciencia. En el artículo 15 del documento respectivo, titulado Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, se lee, entre otros puntos que:
1. Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a (…) gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones (…).
2. Entre las medidas que los Estados Partes en el presente Pacto deberán adoptar para asegurar el pleno ejercicio de este derecho, figurarán las necesarias para la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia y de la cultura.
Las instituciones y organismos de ciencia dependientes del Estado están entonces obligadas a velar por que el conocimiento científico se divulgue a la sociedad en general, para lo cual deben hacer lo necesario para que los investigadores que así lo quieran puedan prepararse para hacerlo y luego dedicar tiempo a ello, y además apoyar los esfuerzos de divulgadores y periodistas de la ciencia sin exigirles que sean sus voceros.
En México se ha logrado una buena colaboración de los científicos en labores de divulgación y cada vez son menos los que la consideran una labor menor, muy por debajo de la investigación y la docencia, que cualquiera puede hacer con éxito sin requerir habilidades de comunicación. Ha tomado muchos años conseguir esa colaboración y es indispensable mantenerla y hacerla crecer.
Ante esta audiencia seguramente no hace falta decir que divulgar la ciencia contribuye a mantener y a fortalecer la democracia, no sólo por los beneficios que menciona el citado pacto, también porque fomenta la adquisición de un muy necesario pensamiento crítico. Si todos pensáramos así no estaríamos lamentando hoy que el movimiento antivacunas haya causado el resurgimiento de enfermedades que ya estaban erradicadas en numerosas regiones del planeta, como el sarampión. O que individuos como Donald Trump sigan negando el cambio climático. Además, participar del conocimiento científico puede ser fuente de una profunda satisfacción, de lo que el gran divulgador español Jorge Wagensberg llamó «el gozo intelectual» y sobre el cual escribió un libro hermosísimo.
Me gustaría en este punto invitarlos a marchar ahora mismo por las calles, con pancartas y cánticos, para exigir en todos nuestros países el cumplimiento de nuestro derecho a la ciencia y a que esta se utilice en la formulación de las políticas públicas. Porque lo amerita, y es un asunto de gran urgencia. ¿Cómo vamos si no a enfrentar las gravísimas consecuencias del cambio climático y a detener su avance?, ¿a rescatar el planeta de la crisis ambiental?, ¿a implementar los mejores sistemas educativos, de salud y de prevención de riesgos?, ¿a aprovechar las nuevas tecnologías de comunicación y la robótica y la inteligencia artificial, y evitar al mismo tiempo que las mismas destrocen el tejido social?, ¿a combatir las charlatanerías, las noticias falsas y las pseudociencias?, ¿a evitar los abusos en las aplicaciones del conocimiento científico? ¿Cómo si no vamos a propiciar que todos vivan el gozo del conocimiento que ha hecho posibles todos los avances científicos que disfrutamos hoy?
La ciencia debe ser de todos, entre otras razones porque sin ciencia no hay futuro. Y para que sea de todos es preciso divulgarla, compartirla y entenderla como una empresa humana que es parte esencial de la cultura. Necesitamos que los científicos y los divulgadores y los periodistas de ciencia trabajemos juntos para contar las mejores historias de ciencia haciendo uso de todos los medios para cautivar al público y que este aproveche y sea partícipe del conocimiento, y mejore con ello la vida individual, comunitaria y de la sociedad. Marchemos. Defendamos nuestro derecho a la ciencia. Muchas gracias.