Siendo el español la lengua más difundida después del chino, su universalidad resulta incuestionable. Sin embargo, universal no significa uniforme, no excluye lo regional. Por lo contrario, lo contiene y, con suerte, lo alienta.
Todo lo universal es susceptible de hibridación, y hay idiomas más dispuestos que otros: el inglés se transforma en pidgin english en las islas de la Melanesia, el francés en créol por la zona del Caribe. El spanglish, en cambio, o el newyorican, han dado interesantes poetas y novelistas pero no han encontrado nación.
El español salió siglos atrás a mar abierto y muy diversas corrientes, cruzadas y tumultuosas, lo llevaron a muy diversas costas.
Nuestra lengua es el líquido amniótico común, líquido (y pensemos también en el concepto de Zygmunt Bauman) en el cual nadamos y nos desplazamos, cada quien con su propio estilo y velocidad.
Tal como el agua misma, el lenguaje es fluctuante.
En tanto escritora de ficción, la casa donde me siento a mis anchas es la lengua. Mejor dicho el lenguaje, esa articulación que pone a la lengua en movimiento y le confiere vida. Una vida hecha de olores, de sabores, de mil sutilezas cambiantes a causa de los muy diversos climas y paisajes y contaminaciones, aunque contaminaciones no sea la palabra.
Pensemos en la riqueza aportada por las diversas lenguas originarias con las que hubo de encontrarse el español al llegar a las erróneamente llamadas Indias occidentales. Sin olvidar los aportes que más adelante harían a nuestro léxico las diversas corrientes migratorias.
Toda habla expresa una cosmovisión. Y, en lo que a la RAE respecta, el español es una lengua hospitalaria que se toma su tiempo de reflexión y consenso.
No es que los vocablos migrantes lleguen en tropel, pero a muchos les cuesta obtener carta de ciudadanía. Son vocablos ocupas, indocumentados, que aquí están para quedarse. Y muchos y muchas los recibimos con alegría, como un enriquecimiento.
Desde los albores del siglo xvi, los llamados «conquistadores» irrumpieron en nuestras costas supuestamente para «civilizar» a los «salvajes». Lo digo con trepidación, entre comillas. Nos legaron ésta, nuestra lingua franca, tan útil y rica, a costa de ir diezmando, junto con la población, gran variedad y riqueza de las lenguas locales. Esos hombres no se privaron de «polinizar» a las nativas. Así nacieron mestizos y criollos, quienes, a su vez, aún hoy, siguen polinizando la lengua madre original.
Y en esta cruza nos corresponde a nosotros, desde nuestro honroso sitial de hispanohablantes de Latinoamérica, defender a las que podríamos considerar lejanas parientes lingüísticas.
Podría continuar así, entregándoles las reflexiones que he hilado, pero anoche, imbuida por el espíritu de este encuentro y por el de Cortázar, tan presente, decidí cambiar de rumbo y adentrarme en recuerdos personales. Y así como Julio confesó que el título inicial de su novela había sido Mandala, pero cierta vez se dijo Mandala a… y optó por Rayuela, anoche me dije algo similar y decidí sumergirme en aguas personales. Y pensé en el imán de ésta, mi lengua, que me trajo de regreso a Buenos Aires después de diez muy felices y hasta triunfales años en Nueva York, simplemente porque había llegado el momento de elegir en qué lengua seguir viviendo.
Enseñaba, soñaba, amaba, me hablaba a mí misma en inglés. Y decidí volver, con toda la desazón y la pérdida que significa un retorno, pero también con la convicción de estar de nuevo en casa. Esa casa de cada una que es la lengua.
Me crié entre gente de letras. Mi madre, Luisa Mercedes Levinson, además de buena escritora era bella, hospitalaria y encantadora, y la casa era un salón donde destacados y destacadas intelectuales de la época se reunían a charlar, discutir y reír y hasta dar la eventual conferencia. Eran tiempos complicados, políticamente. Pero la política estaba fuera de discusión, era anatema en cuestiones literarias. Se ponderaba «el arte por el arte», se calumniaba «el arte dirigido». Allí acudían a menudo los recordados Losada y López Llausá, esos grandes editores que España nos legó tras la Guerra Civil, y el entrañable Arturo Cuadrado con su poética editorial Botella al Mar. Asiduo asistente era Arturo Capdevila, tan recordado acá en Córdoba, su patria chica.
Capdevila, enamorado como todos de mi madre, la llamaba Divina Libélula, cosa que llevó a mi padre a apodarlo el Libélulo Enmascarado, porque no era precisamente buen mozo.
También Borges y Sábato eran asiduos de la casa, y hoy cabe traer a esta mesa los largos debates sobre si literariamente se debía escribir de tú o de vos. Y, lejos ya de las peleas entre los grupos Boedo y Florida, llegaron a la salomónica decisión de que los poetas podían continuar empleando el tú, pero los y las novelistas, en los diálogos, no debían escaparle al vos de nuestra habla vernácula.
Me pregunto qué opinarían hoy ante los debates que hacen al futuro de nuestra lengua. Y ante la invasión de la posverdad que, alentada por la falta de apoyo oficial a la educación común y gratuita que supo ser orgullo de nuestro país, contamina nuestras vidas.
Arte dirigido o no, esas grandes cabezas se habrían alarmado, a sabiendas de que cuanto más inculto es el usuario de las redes, más susceptible es de responder emocionalmente a las falsas noticias que ya tienen espuria carta de ciudadanía en el mundo entero.
Razón por la cual, al lema de PEN Internacional: «por la libertad de la palabra», en Pen Argentina, que por ahora presido, le agregamos el término «responsabilidad»: Por la libertad y la responsabilidad de la palabra, una responsabilidad sobre todo ética.
Y también me pregunto qué habrían opinado sobre el lenguaje inclusivo, más allá de alegar que inclusivo es un anglicismo.
No podemos decir —les habría dicho yo— que nuestras lenguas romances sean burdamente machistas, pero sí patriarcales (la impronta nos llega casi desde un principio, cuando para distinguirnos del animal se nos conoció genéricamente como Homo sapiens).
Me temo que la recepción habría sido más bien tibia. Muchos intelectuales aún hoy parecerían temerle al lenguaje inclusivo, como si simbólicamente amenazara la supremacía masculina, y quizá hasta al propio monoteísmo.
Recordemos aquel Seminario XX, donde Lacan determinó que la mujer no existe, sólo las mujeres, como en tropilla… Para aclarar más adelante «porque la mujer está fuera del lenguaje».
Quizá Lacan no lo pensó entonces, pero no hay duda de que sí, en buena medida lo está. El género abarcador, general, es el masculino. «Cuando digo el hombre abrazo a la mujer», repetía el padre de un amigo. Y nosotras fuimos relegadas a un plural que no nos incluye.
Creo que fue George Steiner quien dedujo que los griegos pudieron entregarse de lleno a la filosofía porque sus mujeres se ocupaban de las necesidades y obligaciones cotidianas. Lo patriarcal llegó hasta hoy vía el latín y signó nuestra lengua, y no sé si podremos paliar el ninguneo con la vocal e que molesta al oído pero abarca a todos los géneros, más allá aún del banal binarismo de la a y la o.
Cada cual encontrará su manera de escapar a la invisibilización de la mujer en nuestra lengua. Es un llamado a la creatividad. Por mi parte me descubro buscando sinónimos neutros para reemplazar los sexuados: amables amistades, entrañables colegas, «cada cual» en lugar de «cada uno». O decir les en tanto pronombre neutro, en lugar de los y las. Ya lo aplica el castizo coloquial: les vi, les convoqué.
Un encomiable momento de lucidez fue cuando los Derechos del Hombre pasaron a ser denominados Derechos Humanos, los mismos que el domingo último defendimos con tanto fervor a lo largo y lo ancho de éste, nuestro país.
Las reglas gramaticales y el uso correcto de los términos vendrían a ser los sólidos cimientos sobre los cuales se apoya la lengua, el lenguaje, esa casa del ser según Heidegger. Su espíritu, el llamado estilo, sería el andamiaje. Las palabras, los ladrillos. Una gran claraboya cenital ilumina en su totalidad esta «casa del ser». Cada tanto, en las paredes, se abre un hueco por el cual entra otro tipo de luz. Son como ventanas que reclaman un marco, un marco teórico.
Al respecto ya está entre nosotros el flamante Libro de Estilo, panhispánico y policéntrico. Explora admirablemente la multiplicidad de centros en los que se ha diseminado el idioma español. Y quizá también aluda, con un guiño, al pícaro dios Pan que tiende a colarse en lo puramente hispánico.
Y si bien las últimas incorporaciones son de reconocimiento a la castellanización de términos que hacen a la informática (googlear, whatsapear…), no es de temer que la RAE se interese más por la tecnología de punta que por los géneros humanos.
Todo a su tiempo, me dirán, y por eso estamos aquí desplegando diferentes puntos de vista a lo largo de estas intensas jornadas. Y disfrutando de «Los placeres de la lengua» como Gonzalo Celorio denominó con excelente criterio los encuentros que supo organizar en la FIL de Guadalajara. Nunca olvidaré aquella mesa sobre el sexo en la lengua, y la euforia que nos produjo a los y las (o a les) integrantes el ir descubriendo la riquísima variedad de términos que en un país son de uso corriente y en otro son flagrantes groserías. Para ejemplo, basta un botón (sepan disculpar el término) y palabras que en México son sinónimo de gorra o de dulce de leche, hoy aquí prefiero no pronunciarlas.
En tanto escritora, la precisión exacta de los vocablos me resulta imprescindible, y ante cualquier duda recurro al emblemático diccionario. Por otra parte —o la misma, entrelazadas— me regodeo con las posibilidades lingüísticas de juego, esas que l’Oulipo, el Taller de Literatura Potencial, propone pero no agota. Muy patafísicamente acepto la invitación a no tomar lo serio en serio y, dentro del propio lenguaje, a estudiar las leyes que rigen las excepciones.
La RAE va incorporando neologismos y localismos con amplio criterio pero académica parsimonia. Va colocando rieles y señalando caminos mientras la lengua galopa a destajo. La Academia es Real porque alude a la realeza, lo real de las mutaciones lingüísticas y lexicográficas tiene muy distinto ritmo.
Importante es tener en cuenta ambas «realidades» para no caer en la trampa comercial que pretende imponer un castellano neutro, insípido y hasta insalubre para nuestra busca —por medio de la palabra— de captación y desentrañamiento del mundo que nos rodea.
Muchas gracias.