¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
(«Los cisnes» de Rubén Darío)
Si se nos disculpa el uso del masculino genérico ya en pleno siglo xxi, reescribir el verso del poema de Darío, de fines del siglo xix, sólo cambiando el idioma aludido (inglés por español), nos permite comprobar el aserto de su profecía, pero a la vez la magnitud y extensión actual de la lengua que hablaba el nicaragüense a ambos lados del Atlántico. Más de 500 millones de personas hablan hoy español como lengua materna, cerca de 600 millones, si se añaden los que lo hablan como segunda lengua. Es la tercera lengua más hablada del mundo, desde Quebec a Usuhaia y de Port Bou a Cabo San Lucas o las islas Galápagos (Calderón, 15). Y los nacidos en España son sólo un 8% de esa comunidad de hispanohablantes, en palabras del actual Director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, quien desde su asunción ha trabajado intensamente por esta integración transterritorial. Un espacio cultural casi inabarcable: más de trece millones de metros cuadrados repartidos en una veintena de estados cuya lengua oficial es el español, integrado a múltiples plurilingüismos, insularidades, dialectos, sin ignorar conflictos étnicos, nacionales y de transculturación (Carrión, 247).
Sergio Ramírez ha reafirmado recientemente que la propuesta de modernidad que Rubén Darío traía a fines del siglo xix a España se basaba en «unas señales de identidad compartida», devolviendo «en la renovación de la lengua común, la prueba de que España era parte de la cultura americana, una cultura mestiza de pluma debajo del sombrero, capaz de crear un idioma nuevo que regresaba a la península con Darío. Aquel era, en momentos de crisis pero también de búsqueda, un viaje de regreso que encarnaba una gran ruptura y una gran invención después de la cual ya nada sería lo mismo en la lengua...» (15). Esta «excepcionalidad hispánica», fundada por Darío hace más de un siglo, «forma parte de nuestra identidad ‘poliédrica’», como bien señala Ignacio Zuleta, y si bien viene acompañada de «la precariedad de nuestra convivencia, atada a la dialéctica que Pedro Henríquez Ureña describió como ‘el descontento y la promesa’, alimenta el proyecto de quienes intentan construir una representación estética que comprenda al conjunto» (116).
Si repasamos los paneles que forman parte de este Eje de Lengua e Interculturalidad nos toparemos con palabras que transitan nuestra cultura para abrir puertas y cerrar fisuras entre espacios a menudo enfrentados o ignorados. Lengua de culturas, pluralidad lingüística, mestizaje y diversidad, traducción y diálogo creativo, creación y vínculos con lenguas originarias. Todas estas expresiones tomadas de los títulos de las sesiones que aquí se presentarán tienen un núcleo de irradiación decisivo: el español como lengua mediadora, «una lengua plural (que media entre las originarias, las peninsulares y las americanas), y es el piso en construcción de una cultura transatlántica para el siglo xxi», en palabras de Julio Ortega. Idioma que cohabitó con «una magnífica suma de regionalismos peninsulares» (el gallego, el euskera, el catalán, el bable); y pronto el árabe, el hebreo, sus derivados mutuos, y después el repertorio americano: el quechua, el aymara, el guaraní, el mapuche. Este concierto de lenguas puede atravesar «su genealogía restrictiva» y enriquecerse con un plurilingüismo que suma, ya que «nada sería menos moderno que condenarnos al monolingüismo».
Ya Federico de Onís, desde los años 30, propugnaba con su idea de «las Españas» una categoría epistémica para abordar las culturas que descienden del tronco común de la península ibérica. Y recordemos que Octavio Paz rescatará esa temprana apuesta del salmantino, convertido en auténtico puente entre ambas orillas, cuando reflexionaba que «Onís quería mostrar la unidad y la continuidad de la poesía en nuestra lengua. Era un acto de fe. Creía (y creo) que una tradición poética no se define por el concepto político de nacionalidad, sino por la lengua y por las relaciones que se tejen entre los estilos y los creadores» (Lanseros y Merino, 20). Sabemos que «los procesos y mecanismos de integración de las comunidades hispanas», así como el rol de «las nuevas expresiones de la cultura literaria delatan un escenario donde el constructo Estado-nación amerita ser reevaluado», ya que «la inscripción nacional que solía gobernar la literatura en su etapa moderna pasa hoy a los reclamos, inciertos, pero inevitables, de una cultura emergente de lectores insertos en la tecnología que facilita y define nuevas comunidades discursivas», que ya no dependen de puntos de origen canónicos, como bien argumenta Román de la Campa (8-9). Esta internacionalización de la lengua española y su interactividad desde los Pirineos al Ecuador, reclama de nosotros un pensamiento móvil que busque lugares comunes y puntos de encuentro, más allá de las banderas y las naciones, estimulando otro tipo de comprensión, menos provinciana y cerrada. Una koiné panhispánica nos exige unidad en la diversidad y en el respeto, basada en «la construcción de una actitud ética», más que en la fortuita ligazón en un «hecho lingüístico normativo y purista» (Zimmerman, 53).
Escucharemos en esta Mesa redonda varias perspectivas de análisis sobre el posicionamiento de la lengua en estas coordenadas transatlánticas. Sergio Ramírez ilustrará cómo «esta lengua de alteraciones constantes y transacciones híbridas, asentada en una diversidad de territorios, cambia todos los días y se nutre de numerosas fuentes». Juan Gil repasará los «graves problemas a los que tuvo que enfrentarse el idioma castellano, en el Nuevo Mundo, de adquisición, de comunicación, de interpretación y expansión». Javier Martínez focalizará «el espacio intercultural de las bibliotecas, una cartografía inmensa y variada, constituida por sus usuarios, operadores, edificaciones, libros y tecnología» que fortalece la lengua común. Francisco Moreno Fernández aborda «la interculturalidad ligada a las diferentes manifestaciones de la lengua (variación, interacción, discurso, argumentación, comunicación…) que hoy se concreta en contextos que el proceso de globalización está complicando y diversificando». Elsa Osorio ahonda en «el castellano de Argentina, atravesado por el aluvión inmigratorio, como ejemplo de interculturalidad», que simbolizó en su momento «el abrazo de las diferencias», mientras que hoy «en el siglo xxi se convierte en la lengua del desplazamiento». Por último, Diego Puente Rosa olantea un tópico tan actual y polémico como el de la relación entre lengua y migraciones.
Entendemos finalmente que con la expresión «el español transatlántico» apuntamos a un nodo de convergencias y tránsitos de poéticas que dialogan y confluyen, reflejando sociedades multiculturales donde lo nativo/extranjero se disuelve encarnado en autores nómadas, cosmopolitas, migrantes, interesados en un lector ubicuo y no necesariamente vecino y connacional. Con vocación panhispánica, el idioma común no resulta ya una formalidad impuesta que encubre diversidades radicales, sino una plataforma de lanzamiento para afianzar un intercambio dialógico, que respete las variaciones regionales e históricas, pero funcione como conector. Sólo en este sentido se puede hablar de literaturas «posnacionales» en lengua española, como rótulo común que logre sepultar reificaciones nacionalistas y fundamentalismos territoriales, que han dejado de ser hace tiempo el único relato autorizado para comprendernos. Comunicarnos (hablar y escribir) en español supone una elección cultural que implica a una comunidad más amplia que la de nuestra cueva natal; nos añade una identidad que formaliza de manera transatlántica lo que entendemos hoy por cultura y literatura en español, a ambos lados del océano. Reconocer por fin que el español como lengua mediadora nos une, sin repetir leyendas negras del pasado, es admitir las razonables ventajas que supone esta koiné, que no anula regionalismos ni dialectos territoriales y autonómicos. Aceptar esta realidad indiscutible de millones de personas que piensan, hablan y escriben en una lengua común, que nos comunica y representa, no me parece un gesto de claudicación sino de puro sentido común. Integrar sin marginar, a partir de consensos compartidos y políticas de las lenguas respetuosas de la diversidad. Y termino con las brillantes palabras de Jorge Carrión, que potencian la metáfora del bosque de la lengua común y sus variados árboles desde una perspectiva política:
El reto es tratar de ver el bosque a partir de la suma de muchos de sus árboles. Un bosque, el de la literatura, cuyas raíces son cada vez más nómadas: tanto desde el polo de la escritura de creación como desde el polo (complementario) de la lectura creativa. [...]. Comprender como un fenómeno orgánico la literatura que durante los cuatro últimos siglos se ha producido en dos continentes y en una misma lengua. […] Ese proyecto arbóreo sólo sería posible si se dejara atrás para siempre la reafirmación acrítica de identidades caducas (nacionales, raciales, espirituales) y se apostara sin ambages por la reinterpretación extremadamente crítica desde las dos orillas. Desde todas las orillas. (2010, 249-250).