En los días que corren la idea de migración y movilidad podría ser mirada como algo novedoso, que ocupa tapas de diarios y minutos de radio y de televisión, que sucede en otros lugares lejanos, no aquí, que les sucede a otros, no a nosotros.
Pero nada más alejado, no al menos en estos rincones del mundo.
Desde hace mucho tiempo existieron movimientos y corrientes de pueblos enteros, y búsquedas por parte del ser humano, al punto que lo nómade es un carácter intrínseco del hombre.
Hace quinientos veintisiete años llegaron a América los primeros migrantes desde Europa, y se encontraron con otros migrantes que habían llegado anteriormente, y llegaron con su cultura y con su lengua que fue luego la lengua de nuestros padres y abuelos, y hoy es también la nuestra.
Gran parte de los principales sucesos históricos de nuestra historia tienen que ver con desplazamientos de personas por motivos económicos o de mera supervivencia.
Hoy, no podemos despegar cualquier tipo de análisis sobre las migraciones de dos cuestiones originarias como la globalización y las crisis humanitarias.
Quizás aquellos movimientos fueron el primer esbozo de la globalización, de achicar los mundos, de acercar distancias, tiempos, culturas, gustos, paisajes y, por supuesto, lenguas.
Las segundas, hoy más que nunca, actúan como un inagotable motor expulsor de desplazados forzados, que hoy en el mundo representan a setenta millones de personas. Esta problemática ya no es exclusividad de un solo continente. Yemen, Siria, Honduras, Haití, Myanmar, Afganistán, Libia, Congo, Somalia, Sudán del Sur, Venezuela son sólo algunos ejemplos.
La movilidad humana de esa magnitud causa un gran impacto interno en los países y regiones receptoras, a veces poco preparados o con deficiente infraestructura, como también en los migrantes que llegan y que buscan oportunidades para desarrollarse e integrarse en la sociedad desde varios enfoques, económico, social, laboral, profesional, familiar, moral, formativo, entre otros.
En este camino, ambas partes encuentran dos elementos que pueden actuar de barrera o de puente conector; la interculturalidad y el lenguaje. Elementos que se transforman, por su maleabilidad y dinámica.
Ambos son elementos importantes en los procesos de integración y en la comunicación.
Algunos interrogantes pueden ser:
¿Cómo hacemos y qué podemos aportar desde distintos lugares para que fluya la comunicación intercultural?
¿Cómo contribuimos para que esta sinergia intercultural no se transforme en estigmatización del migrante ni de la sociedad de acogida?
¿Cómo ayudamos para desactivar conceptos como la criminalización del inmigrante y al mismo tiempo pensar en sistemas migratorios que respeten los términos del pacto global para las migraciones del año 2018, de una migración segura, regular y ordenada?
La comunicación intercultural recibe a las dos partes, a la sociedad de acogida y al migrante como actores principales de ese encuentro, y como responsables de generar los espacios sociales interculturales de comunicación y evitar o disminuir los conflictos.
El desafío está en lograr una comunicación eficaz, en entenderse, en exponer sus puntos de vista, en ponerse en el lugar del «otro» y obtener conclusiones de esa comunicación, mas no en determinar quién tiene la razón.
Esa manifestación de la diversidad entre la sociedad receptora y el migrante, o «el otro» que descubre un entorno nuevo es el camino para asumir el encuentro de dos culturas diferentes y asumirse en «ese otro».
Sólo así habrá un franco espacio de confluencia y entendimiento.
Porque existen tantas ideas de cultura como formas de pensarla y de expresar esa diversidad.
Para Rodrigo Alsina, la cultura es interacción, se configura y se define en la relación con los otros. Nunca hay una única cultura, sino varios entramados culturales que se comparten en la comunicación. «La cultura debe su existencia y su permanencia a la comunicación. Así podríamos considerar que es en la interacción comunicativa entre las personas donde, preferentemente, la cultura se manifiesta».
Esos entramados se ponen en común con participantes de la misma cultura y también con quienes traen otro armado cultural a la interacción, compuesto de sus experiencias, saberes, trayectorias.
Por ello, podríamos decir que cada cultura se construye con partes y componentes de otras, y que de ahí nacen, entre otras riquezas, el lenguaje, al decir del maestro Vargas Llosa, quien ayer expresó que «la lengua no es sólo un instrumento de comunicación, sino también un vehículo de transmisión de valores».
Otro elemento de la comunicación intercultural es la diversidad como patrón para expresar las diferencias y que actúa como filtro para medir ciertos estereotipos, prejuicios y eventuales actitudes discriminatorias.
Durante el proceso integrador, «el otro» adopta e internaliza pautas culturales sin que se le requiera apartar las propias.
Esas pautas culturales, de convivencia social que constituyen los derechos y el acceso a ellos, como también las obligaciones y el deber de cumplirlas, conforman un nuevo entramado, que sin acallar el entramado cultural de cada parte forman un pacto de confianza.
El lenguaje como elemento de integración y como herramienta de comunicación, puede ser visto también desde el punto de vista del «otro», como una barrera u obstáculo, y es allí donde suceden dos cosas, el diálogo intercultural tiene el poder de ir subsanando de a poco ese freno, y a su vez el aprendizaje de los códigos comunes que nos brinda la lengua fortalece a aquel en el camino de la integración.
La lengua es poderosa, puede ser el puente de acercamiento cuando es bien empleada, para integrar y dar esperanza de futuro a personas que eligen nuevos rumbos; y esperanzas de vida a quienes huyen víctimas de conflictos y desplazamientos forzados dejando atrás muerte, hambre y persecuciones.
O puede ser un arma distorsionadora cuando es mal utilizada.
La confusión o distorsión de vocablos como ilegalidad o irregularidad, detención o retención, migrante o refugiado, o la distorsión directamente de conceptos como migración y delincuencia provocan daños en la concepción social y se transforman en escollos de los procesos de integración.
Por ello, en cuanto al uso de ciertos términos y expresiones, vale reflexionar sobre la pertinencia o adecuación de los mismos, principalmente desde los puestos de formación de opinión pública como son los medios de prensa, las organizaciones referentes de la materia o los mismos funcionarios.
El clásico ejemplo puede ser la expresión «inmigrante ilegal», y es aquí donde debemos poner énfasis a qué nos referimos. Lo ilegal nunca puede ser una persona, sino en todo caso una acción. Una alternativa a ello, debería ser «en situación migratoria irregular», ya que es dable de ser regularizada o sujeta a las reglas o normas mediante procedimientos preestablecidos.
Estas reflexiones cuidan no sólo la comisión de ciertos prejuicios o acciones discriminatorias, sino también el intento por ser lo más precisos posibles en el uso del lenguaje.
Asimismo, el buen uso del lenguaje tiende naturalmente a evitar otro error común como es la fácil criminalización del inmigrante, en lugar de resaltar los aspectos y potencialidades que la inmigración tiene para aportar a la sociedad de acogida.
En definitiva, el lenguaje despeja dudas, por ello acaricia. Pero también hace daño en manos equivocadas cuando confunde.
Por ello, resulta importante profundizar en la responsabilidad del buen uso del lenguaje «migratorio» y crear un espacio de diálogo acerca de esta problemática y de la responsabilidad de los distintos actores que intervienen en el proceso migratorio.
Y aquí es donde la lengua también se vuelve maravillosa, porque se transforma y transforma a «otros». La lengua abriga, potencia, da fe, da amigos, abre puertas, integra.