¿Qué enseñamos cuando enseñamos lengua?Elena del Carmen Pérez
Decana de la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)

La propuesta de pensar en la enseñanza del español como lengua materna en este siglo xxi nos sitúa de inmediato en un escenario inestable, en constante movilidad por la emergencia de fenómenos no previsibles y por la pérdida veloz de rasgos remanentes; dicho en otras palabras, asistimos a la caída de las certidumbres con que hemos pensado y actuado en el terreno de la educación durante la modernidad; caída que parece continuar la de los grandes relatos ya anunciada por Lyotard.1

Este escenario convulsionado, revulsionado, podría definirse con el término explosión, una categoría teórica que proviene de la semiótica de la cultura y que designa —en términos de Juri Lotman—2 un cambio imprevisible de tal magnitud que afecta todas las esferas de la vida social y que aparece, en oposición a la gradualidad, sin que pueda ser anticipado y que excede lo previsto como continuidad probable.

Para pensar, desde ese escenario, en el primer momento de esta ponencia sólo enumeraré un par de rasgos de emergencia y que, según mi parecer, estarían afectando las certezas en las formas en que hemos pensado la enseñanza de la lengua y más precisamente de la lectura. Mientras que, en un segundo momento, haré una sencilla propuesta «para leer en la era de la ansiedad».

Primer momento: un vistazo a los nuevos escenarios

Uno de los factores relevantes del cambio de paradigma en la enseñanza de la lengua es el de las relaciones de duelo o de romance entre las tecnologías y el lenguaje. Entre esas relaciones de duelo, aparece con nitidez la retracción de un régimen de legibilidad propio del lenguaje verbal y al avance de un régimen de visibilidad, icónico, propio de la imagen (Renaud, 1999).3

A este respecto, los nuevos soportes y sus maravillas técnicas estarían provocando un cambio de la natural formulación legible del idioma para transformar los textos en un objeto de visibilidad plástica aunque no siempre estética. Los tamaños, colores, el brillo de las letras, la disposición cambiante de la puesta en página, el creciente componente icónico, los pop up —compitiendo con la atención sobre las ideas principales— son algunos de los rasgos de esta mutación de paradigma.

Un segundo factor de emergencia, más específicamente vinculado al idioma, es la naturaleza «líquida» (Bauman, 1999)4 de una hipertextualidad en permanente fluidez. La noción de la nube hacia la cual los textos suben y desde la cual bajan, el colapso casi diario de su vigencia provocado por el incesante fluir de nuevos textos. Digo que este segundo rasgo está más vinculado al idioma ya que la inmediatez y la fluidez exponen al código —como nunca antes— a frecuentes intervenciones de acrónimos (ATR), inclusive en otros idiomas (YOLO), apócopes (yaqui), sustituciones (milipili).

Inmediatez y movimiento son factores que asedian la «paciencia cognitiva» del lector (Maryanne Wolf, 2018)5 y conspiran con ese placer de la evasión lectora que Cortázar describía como «el placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba».6

Segundo momento: leer en la era de la ansiedad

Si alguien observa a su alrededor cualquier espacio público —sobre todo aquellos en los que la gente debe esperar— habrá visto que muchas personas de casi todas las edades están leyendo las pantallas de sus celulares. Si contrastamos este paisaje de lectores con el de hace algunos años, podemos advertir que se va imponiendo una nueva forma de lectura —probablemente vinculada a las relaciones interpersonales— una lectura parcial, brevísima, acotada y —en el mejor de los casos— extendida en un texto que se oculta tras un borroso «ver más» en el que pocos ingresan. Un contenido vinculado a minúsculas historias de conocidos y no tanto, reales o ficticias, de identidades ciertas o simuladas, capta la atención de los lectores pendientes del sonido de «notificación» que da cuenta del último mensaje. Dispositivos alertas que reclaman la atención de nuevos textos que requieren ser leídos con urgencia; textos íconoverbales con claro predominio de imagen; textos breves que se suceden unos a otros en segundos; textos que remiten a otros textos que remitirán a otros y así sucesivamente, en una textualidad sin bordes que se expande a una biblioteca infinita.

Es frente a esta lectura y a estos textos que me gustaría hacer el elogio de la lectura poética y me hago cargo de la magnitud del gesto que, en la vorágine de la era de la ansiedad, pretende anclar un momento de lectura reflexiva en ese fluir constante a la manera de Heráclito.

Primera propuesta para leer: olvidar la urgencia

Pienso, para empezar, en una lectura morosa, que no compita con la técnica ni la velocidad de ningún otro canal, que se exprese en los arcaicos matices humanos de la voz, del grano de la voz (como diría Barthes) y que retome la candencia del verso clásico a través de las pausas del final de verso. Hoy que el tiempo de atención promedio se ha reducido a 8 segundos, propongo una lectura morosa que sea capaz de absorber la atención y que compense con esa inversión de tiempo la brevedad de un texto que se expresa en dos o tres estrofas, mudo de más explicaciones, hermético en el instante de una palabra condensada en la que se dice: te quise, me duele, hambre, piececitos de niño, átomo. Es decir, una inversión de tiempo que nos permita no sólo detenernos en cada verso, sino que nos dé también la posibilidad de una lectura en retroceso que nos permita la recuperación de los significados pendientes.

Segunda propuesta para leer: defender la palabra despojada

Propongo, volver a poner en valor la estática palabra en blanco y negro, la que no titila, la que no está rodeada de pop up, aquella en la que el subrayado no sea un vínculo a otro texto, no sea una propuesta o una orden hacia otro documento sino una señal de que algo me ha llamado la atención —como lector— y que tiene, en el texto, un valor singular porque desconozco su significado o porque quiero volver sobre ella o por lo que fuere. Un subrayado que yo —como lector— he tomado la decisión de hacer y no un subrayado ajeno cuyo significado me viene dado, sugerido o impuesto.

Tercera propuesta para leer: repensar el lenguaje figurado

Creo que la lectura del texto poético es la posibilidad de la lectura en grado sumo. Por naturaleza la palabra poética acumula múltiples significados posibles y es propiedad de la lectura deshojar esos significados aún en la más lejana vinculación con el referente: «verde que te quiero verde»… aquí debería empezar la conjetura, la imaginación, la suspicacia sobre lo no escrito.

Fuera del naufragio interpretativo al que nos llevan los ciento cuarenta caracteres del Twitter, el desafío de quienes enseñamos lengua son estos otros ciento cuarenta caracteres henchidos de significados metafóricos. ¿Qué quiso decir Neruda cuando dijo que el ajo tiene «una fragancia iracunda»?

Veo en la lectura y la exégesis de la poesía un quehacer imprescindible en la clases de lengua; preveo no sólo la posibilidad de que los alumnos se familiaricen con la emoción de disfrutar un poema y se entrenen en el placer de descubrir sus múltiples sentidos, veo la posibilidad de que la lectura pase de ser una mera decodificación de los primeros sentidos de los signos y se convierta en un ejercicio de cognición basado en la recurrencia del interrogante. Y a partir de el o de los interrogantes, la reconstrucción del contexto de enunciación, la inferencia sobre la intención del texto, las hipótesis sobre los efectos en el auditorio.

Aunque sabemos que toda frase, aun la más común, es una estructura interpretativa de lo real, el lenguaje figurado nos lleva a los confines del sentido, una operación para la que necesitamos, como decíamos al comenzar esta presentación, morosidad, ejercicio imaginativo y el puro estímulo de un significado inacabado titilando detrás de una metáfora.

La palabra literaria, más que otras, no clausura casi ningún sentido; muy por el contrario hace una propuesta en la que la ambigüedad, entendida como posibilidades múltiples de lectura, es su mayor fortaleza. Por esto creo que los textos literarios pueden ser leídos en la potencialidad de su indeterminación.

Colofón

La estructura simbólica del lenguaje nos hace, siempre, una propuesta de interpretación del mundo, porque su naturaleza es la de mediación con «el otro/lo otro». Esa estructura simbólica se profundiza en la palabra poética en un proceso de doble codificación —o triple, si incluimos la codificación estética— donde lo referido es evocado de manera refractaria y oblicua.

El trato con ese significado apenas sugerido pondría a nuestros alumnos en contacto con el poco frecuente ejercicio de la interpretación; como medio para ejercitar una conciencia crítica que los haga menos vulnerables y frágiles a la manipulación discursiva.

Hoy, cuando se han agotado las formas de la esclavitud tradicionales de la historia, los agentes del poder buscan otros instrumentos de sometimiento, entre ellos, el de la persuasión por el lenguaje.

Enseñar a leer en clave poética es desarrollar un pensamiento crítico que abra el camino a la libertad.

Notas

  • (1) Jean-F. Lyotard: La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Cátedra, 2004 (1979) y La postmodernidad (explicada a los niños). Gedisa, 2012 (1986). Volver
  • (2) Juri Lotman: Cultura explosión: lo previsible y lo imprevisible en los proceso de cambio social. Gedisa 1999 .Volver
  • (3) Alain Renaud «Comprender la imagen hoy. Nuevas Imágenes, nuevo régimen de lo Visible, nuevo Imaginario», en Videoculturas de fin de siglo. Cátedra, 1990. Volver
  • (4) Zygmund Bauman: La modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica, 1999 Volver
  • (5) Maryanne Wolf: Reader: come home. The Reading Brain in a Digital World. Harper, 2018 Volver
  • (6) Julio Cortázar «Continuidad de los parques», en Final de juego. Sudamericana, 1956Volver