Nuestra lengua, el castellano de Argentina, es un ejemplo de interculturalidad. No hay más que ir a un restorán y leer el menú: bife de chorizo, chupín, locro, paella, fondue, humita, pesto, gulasch, raclette, antipasto, choclo, ratatouille.
Si comemos omelette y no tortilla francesa, cruzamos al Uruguay en ferry y no en transbordador y no se nos ocurriría cambiar la “y” por la “i”, ni escribir hippi con j, no es por esnobismo sino porque acá no interesa la adaptación ortográfica del extranjerismo. Decimos mouse y no ratón, porque así nos viene de lejos, la tecnología hoy, la comida ayer, es nuestra historia.
No podemos dejar de hablar y no podemos dejar de significar. Nuestra lengua es el espejo de una sociedad intercultural, donde se refleja nuestra complicada identidad. Se dice que los argentinos descendemos de los barcos, pero había mujeres y hombres que vivían en esta tierra cuando llegó el aluvión inmigratorio. Fue entonces, a fines del siglo xix, principios del xx, que nació una danza que nos da identidad. Inmigrantes de los más variados rincones del mundo, que hablaban distintas lenguas y no se entendían ni entre ellos ni con los habitantes del Río de la Plata, en los patios de los conventillos, en las sociedades de inmigrantes y en las casas de dudosa reputación, se abrazaron en el tango con los criollos, descendientes de españoles, ya mezclados con los pueblos originarios en varios abrazos legales y clandestinos. Caminaron juntos, giraron, gozaron. Después, fue más fácil entenderse. El tango, como nuestra lengua, es el abrazo de las diferencias.
Y en esa nueva sociedad, enriquecida por el mestizaje de orígenes y culturas, dos grupos de opuesto signo político, Claridad y La Nación, con fines diferentes, coincidieron en un proyecto: acercar a todos la literatura. En kioscos de diarios y en estaciones de tren se vendían libros de bajo costo. La literatura como un lazo de unión entre ellos y con el mundo. Un proyecto político que entendía que la lectura es un bien. Tan diferente al momento que vivimos, en que los grandes grupos editoriales atomizan, fragmentan: los autores de España, los de México, los de Chile, y así. Y no se ven políticas culturales para que la difusión de nuestra literatura guarde relación con la pujanza de nuestra lengua, tercera en cantidad de hablantes. Cuando comencé a publicar en Alemania, en el 2000, el español representaba el 3 % de las traducciones. En el 2017, ese porcentaje se redujo a la mitad, el 1,5 mientras que los hablantes han aumentado considerablemente. ¿Será sólo el desinterés de Alemania en nuestra literatura o también la insuficiencia de esfuerzos y de acuerdos de los países de habla hispana? Aunque, como autora, quiero destacar la labor del Instituto Cervantes. Son las editoriales quienes deciden qué libro se traduce, pero el Cervantes es la casa de nuestra literatura traducida a otros idiomas. He presentado mi obra en Berlín, París, Frankfurt, Tel Aviv, Lyon, Río de Janeiro, Bremen, en fin, unas veintitantas ciudades. Soy una escritora argentina, lo que habla de que las políticas del Cervantes favorecen la difusión de nuestra literatura, y que no hay un español verdadero y otro no, uno más importante que otro.
Las diferencias traen conflictos. ¿Cómo unir en una misma lengua tanta diversidad cultural? A propósito, ¿cuál es la lengua de quien se traslada, de una escritora que nació y creció en Buenos Aires, que vivió en España y pasa tiempo de un lugar a otro? Cuando me fui a vivir a Madrid, estuve meses bloqueada. No sabía si mi personaje se enojaba o se enfadaba, si le gustaba o le apetecía. Mi lengua para escribir era más difícil que comprar verduras y frutas porque en el mismo idioma todo se llamaba diferente.
De la dificultad y la unión de esa lengua de traslados que era la mía, y más tarde del diálogo —a veces combate— con los traductores, surgieron varias posibilidades que antes mi escritura no tenía. No había pensado, por ejemplo, cómo tratar una conversación entre dos polacos o franceses en aquel Buenos Aires del 900, multicultural y políglota. Mis personajes y las voces que los narran se escriben como cada situación requiere. Así generé mis propias reglas. Me permití, por ejemplo, escribir las desinencias verbales de la segunda persona del singular que los argentinos —sobre todo los porteños—, que nos preciamos tanto de nuestra universalidad, no tenemos. Cuando hablan en otro idioma, no dicen «venís», «hablás», sino «vienes», «hablas». Evito el «tú», porque eso ya sería terrible, me considerarían una traidora, una colonizada, como me dijo una editora argentina por las desinencias verbales de uno de los narradores. De esas presiones, por suerte, nos liberan los lectores, siempre abiertos. Contar sin perder las diferencias que tienen los personajes no sólo por el lugar y el tiempo en que nacieron, sino por su pertenencia social, cultural, ideológica. Cada libro crea su lengua, es su patria. El conflicto me ayudó, me dio mucha libertad. Y jugar con las palabras, un gran placer. Estoy convencida de que la lengua no pierde con los traslados, no se hace neutra. Nace de sí misma. Entre las piernas de la novela, del cuento, del poema, alumbra su propia lengua, en libertad. Y la experiencia es que no hay lector que no entienda.
Son los lectores que se zambullen en la literatura sin más afán que el placer, conocer al otro, y conocerse a sí mismo en lo que lee, quienes tejen esta red que es nuestra lengua en esta enorme geografía por la que se extiende la literatura escrita en español. La posibilidad de salir de uno mismo, del encierro, es tejerse a otras historias, unirnos en ese lugar confortable que es la literatura.
La fascinación que me producen las palabras no está exenta de la desesperación que me produce no poder controlarlas y que digan de mí más de lo que quiero. Lo mismo pasa con las sociedades, con los políticos, por más que sus asesores se empeñen, siempre dicen mucho más de lo que está en su intención, muestran esos poros abiertos que el maquillaje no logró disimular. El habla es inconsciente para el hablante, aun para el académico de la lengua, y para quien escribe. El habla es sabia.
Dos ejemplos fuera de la literatura. El primero sucedió en España en 1998. Pinochet estaba preso en Londres. La Audiencia Nacional debía decidir si España tenía competencia para juzgar los crímenes cometidos durante las dictaduras de Chile y de Argentina. Legalmente se considera el genocidio como la eliminación de un grupo humano por razones étnicas, raciales o religiosas. Leí la definición de genocidio en el diccionario de la RAE: «Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión o política». ¡Política! Con emoción, escribí al abogado Carlos Slepoy, que lo usó como uno de sus argumentos: «No es un chilenismo, un argentinismo, Señorías, el conjunto de la comunidad hispanohablante, de los dos lados del océano, así lo entiende». No creo que los académicos hayan imaginado cuando ajustaron el significado que un día serviría para que el genocidio en nuestros países pudiera ser juzgado en España.
El otro ejemplo es presente y sucede en Argentina. La e incluyente se debate en varios países pero en Argentina ha ganado las aulas, las plazas y las calles, sobre todo entre los jóvenes. No es extraño porque es donde se dio el movimiento de mujeres que empezó con «Ni una menos» y creció como una gran ola. Ninguna persona, ni grupo, ni gobierno, por mucho poder que tenga, puede cambiar la lengua por voluntad propia. Pero tampoco nadie puede prohibirlo. Quizás sea temprano para preguntarle a la RAE. La e se impondrá si la sociedad lo necesita. Pienso que es probable que así sea, porque lo escucho, cada día más, es un diálogo generacional poderoso, y hasta lo uso, colegues, todavía entre risas, mezclándolo con el masculino. No es ignorancia, es la risa, la que producen los cambios.
No podemos los escritores cambiar las reglas del mercado editorial, la concentración en los grandes grupos, ni generar políticas de acuerdos entre Estados, pero sí podemos seguir siendo embajadores de nuestra lengua, en un sentido plural, dando cuenta de la historia de nuestros pueblos —lo haremos, de todos modos, más allá de nuestras intenciones— y seguir estableciendo el diálogo con los lectores que hace que nuestra lengua sea una y múltiple. Y ojalá a quienes les corresponde generar alianzas y políticas descubran que no sólo el mundo de los negocios cuenta, que la literatura nos permite generar esa red, no importa que los libros se lean en papel o en un teléfono celular, ni que se salte de un texto a otro, importa que siga ese vínculo que genera unión sin olvidar las diferencias.