Fue probablemente el lingüista uruguayo José Pedro Rona, en su artículo sobre la división del español americano en zonas dialectales publicado en 1964, quien por primera vez impugnó la afirmación, bastante generalizada —y no solamente en aquellos años—, de que el castellano empleado en el Nuevo Mundo conforma una variedad notablemente homogénea.1 Cito el párrafo alusivo:
El que escribe estas líneas tiene, por ejemplo, la experiencia personal de que el lenguaje de la población monolingüe (de habla solo castellana) de la zona de Las Tacanas, en la provincia de Tucumán, ha resultado al comienzo virtualmente ininteligible incluso para profesores tucumanos natos que lo acompañaban en sus investigaciones. Esto sucedía a pesar de estar situada la zona de Las Tacanas a poco más de 50 kilómetros de la ciudad de Tucumán.2
Rona se aventura todavía más en esa aseveración y añade:3
Es cierto que en la Península hay hablares mutuamente incomprensibles, pero lo mismo sucede en el Nuevo Mundo también, solo que esto último no suele decirse. Así, por ejemplo, no creemos que un mexicano y un paraguayo, o un cubano y un chileno, pertenecientes a los niveles culturales bajos, pudieran comprenderse hablando sus respectivos dialectos. Aun a un rioplatense de nivel culto le sucede muchas veces en la ciudad de México que los mexicanos semicultos no entienden una frase que contenga varias [ž]4 o varios vocablos que el mexicano culto posee en su fondo pasivo, pero que el mexicano inculto o semiculto ignora hasta en ese plano.5
Si bien la extremada convicción de Rona era acaso una premisa introductoria para su hipótesis de partición dialectal de América, superadora de la de Pedro Henríquez Ureña, expuesta algo más de cuarenta años antes,6 es evidente que viene a contrastar con una opinión manifiesta en muchos lugares de la bibliografía especializada en el español americano, formulada más bien desde el polo «unidad» enfrentado a «diversidad», oposición en la que mayoritariamente el primero resulta privilegiado y el segundo, exento de particular capacidad negativa. No corresponde aquí enumerar los nombres de los prestigiosos filólogos que han acompañado esta idea con variada argumentación, en una suerte de benéfica clausura de aquella vieja polémica basada en un temor de Andrés Bello y retomada más tarde en el período pesimista de Rufino Cuervo.7 Nosotros mismos fuimos sorprendidos cuando en 2001 expusimos en el II CILE celebrado en Valladolid, ocasión en la que presentamos un trabajo en un panel cuyo título era prácticamente el que identifica nuestra contribución de hoy y en el cual enumeramos los rasgos morfosintácticos propios del español americano según su mayor o menor grado de lo que yo entendía que era una desviación de la norma compartida de nuestra lengua.8 Creíamos haber puesto de manifiesto en aquella exposición una considerable cantidad de fenómenos ilustrativos de nuestro propósito. A su término, nuestro querido colega Humberto López Morales, que ejercía el papel de coordinador, resumió lo dicho por mí con un entusiasta non sequitur: «Es decir, ningún peligro de dispersión dialectal, lo que hay es unidad en la variedad».
En verdad, no solo para un especialista, sino para cualquier observador interesado, es innegable la existencia de una enorme variedad dialectal en el territorio hispanohablante. Despejado el optimismo que suscita toda labor intelectual de gran aliento, saludadas empresas lexicográficas como el Diccionario de americanismos publicado por la ASALE en 2010, que recoge nada menos que 70 000 voces, lexemas complejos, frases y locuciones, y un total de 120 000 acepciones,9 o el Diccionario de la lengua de la Argentina, elaborado por nuestra Academia, que presentaremos mañana, con 5785 lemas y 8891 acepciones no registradas por el Diccionario de la lengua española, serenamente evaluadas, pueden considerarse prueba de dispersión antes que de convergencia. Estas cifras no han de variar considerablemente si se revisan los restantes repertorios lexicográficos de las demás naciones americanas, que creímos innecesario acumular aquí. Y no es preciso visitar la localidad tucumana a la que hacía referencia Rona para sufrir riesgo de ininteligibilidad; basta escuchar algunos diálogos más o menos espontáneos y rápidos de jóvenes en películas españolas o incluso mexicanas (y me limito a las procedencias más frecuentes en nuestros canales de televisión). Descuento que lo mismo sucede apenas se invierte el origen de la audiencia.
No obstante lo señalado, —y el sustento temático común de este Congreso, como el de todos sus precedentes, es prueba contundente— todo el mundo hispanohablante tiene conciencia absoluta de compartir la misma lengua, llámela, según el escrúpulo dialectológico o el grado de susceptibilidad ideológica, castellano o español. Cabría entonces que identificáramos al menos dos cuestiones a tratar: la primera, qué lugar ocupan las variedades en esa noción compartida y cuál la unidad; la segunda, qué acuerdo teórico podría servir para que el mundo hispanohablante pudiese establecer una estrategia educativa que responda a ambas realidades en apariencia contradictorias. Y si nos referimos a la educación, es porque entendemos que una mejor comprensión del fenómeno que acabamos de plantear está también en la base de lo que la escuela puede hacer, sobre todo en una época en la que campean los reclamos por manifiestas deficiencias en la lectoescritura de nuestra lengua.
Puesto que ya hemos formulado diversamente en otros encuentros algunas ideas que remiten a este aparente dilema, no podemos eludir la repetición, que nos proveerá parte de lo que sigue.10
Se nos impone ahora un excurso que intente explicar la conformación y límites de la norma lingüística.
Una larga tradición cultural fue imponiendo la idea de que existe una forma lingüística de calidad superior, dotada de una pronunciación, escritura y gramática «correctas», de la cual las demás variedades vendrían a ser deformaciones, y contra las cuales la escuela y las instituciones deberían luchar. Esta concepción resulta de un largo proceso de inversión histórica. Es imposición del sentido común que el lenguaje nació como expresión necesariamente oral. Su puesta por escrito, históricamente fechable, es un artefacto cultural de inmensa y decisiva importancia en la historia del hombre y de su progreso intelectual. Permitió la formación de las llamadas lenguas de cultura, es decir de variedades dotadas de determinadas propiedades que las hicieron eficientes no sólo para guardar la memoria de la civilización, sino para la creación y registro del conocimiento, y respondió a posteriores finalidades, como la comunicación, la legislación, la expresión estética, etc. Se las denominó también lenguas generales, ejemplares o estándar. En tal carácter se convirtieron en variedad referencial y normativa, lo que determinó un hecho decisivo: se las identificó con la lengua misma de la comunidad. Puesto que toda lengua lleva en sí el germen del cambio, la distancia entre esa variedad ejemplar, por necesidad más estática, y la efectivamente empleada por los hablantes, por naturaleza cambiante, es una evidencia universal en todas las comunidades con escritura. Pero, además de ello, el soporte escrito impuso a las lenguas generales, ejemplares o estándar un mecanismo de funcionamiento particular, una articulación exigente de sus componentes, que apunta a proveer lo que técnicamente se denomina «intelectualización», esto es, la capacidad de producir enunciados económicos, precisos, exentos de repeticiones y de recursos de apoyatura gestual, es decir, despojados de las características y recursos que son propios de la oralidad. Esa modalidad elaborada de las lenguas se fijó en repertorios normativos conocidos como gramáticas y en repertorios léxicos de las voces admitidas.
Importa para nuestro objetivo advertir que esas variedades escritas revirtieron sobre la variedad oral ejerciendo sobre ella una influencia de variada intensidad que generó la oralidad secundaria predominante hoy en las sociedades alfabetizadas; es decir, que en ellas la oralidad es una variedad que presupone la escritura, pese a lo cual no deja de manifestarse por un canal diferente, con los rasgos y condicionamientos que le son propios. Guarda, por otra parte, una compleja relación de ida y vuelta con la variedad modélica o estándar —de impronta escrita—, que será más estrecha cuanto más alto sea el registro empleado, y a la inversa.
De lo dicho es posible extraer, con alguna violencia sobre Perogrullo, que la lengua excede siempre su expresión escrita y su derivación de registro alto, aunque siga siendo ella la que tácitamente establece los límites de la custodia que la norma ejerce. No es posible soslayar, sin embargo, que está en la naturaleza de la lengua la dinámica del cambio, la heterogeneidad y la variación, sea esta dialectal en su distribución geográfica, o crono y sociolectal en su encuadramiento temporal o de registro sociocultural, respectivamente.
Volvamos ahora a la situación de nuestro idioma. El español es hoy la lengua oficial de dieciocho países y cooficial de tres. Pero no debe olvidarse que cada una de esas naciones, desde el momento en que asumió su independencia política, adquirió virtualmente el derecho de decidir sobre la lengua de su comunidad; con ínfimo debate, las nuevas entidades nacionales optaron por conservar el idioma común. A su vez, el devenir histórico y cultural de esos estados fue modelando diversamente cada una de las variedades nacionales de lengua de acuerdo a sus tradiciones verbales y a los valores en ellas expresados, y conformando sus particulares fisonomías, dotadas de una inobjetable legitimidad, de suerte que nuestro idioma exhibe hoy lo que ha dado en llamarse esquema policéntrico, en el cual cada nación se ha convertido en un virtual centro de difusión de su propia modalidad.
¿Cómo opera esa norma policéntrica hacia adentro de nuestras comunidades hispanohablantes? ¿Es posible bosquejar un esquema explicativo que dé cuenta de la dinámica de la coexistencia de variedades y registros en cada una de aquellas? Se nos ha ocurrido el siguiente.11 Nos parece posible representar la realidad de la lengua como bandas o franjas superpuestas en el interior de un triángulo, lo que naturalmente ofrece una superficie diferente a cada una. En la banda inferior, sobre la base, podríamos ubicar las tradiciones verbales populares, aquellas que son propias de cada lugar, más particulares, más difícilmente asimilables, fuertemente identitarias y más diferenciadas, tanto respecto al léxico como a otro tipo de fenómenos gramaticales, de pronunciación, etc. Por su naturaleza, son tradiciones antiguas o nuevas, espontáneas, arraigadas, en continua creación y recreación, con fueros propios (habría dicho Ángel Rosenblat) y en todo caso vastas, por lo que es natural que el triángulo tenga allí su banda más amplia. El universo hispanohablante muestra en ella su máxima dispersión y su dominio es ajeno a la intervención normativa de la lengua general. A medida que nos alejamos ascendiendo hacia el vértice, el triángulo se estrecha y encuentra lo que podría definirse como la lengua de registro formal de cada nación, desarrollada a partir de las tradiciones discursivas que le son propias, conformadas a lo largo de su historia y manifiestas en sus particulares usos del lenguaje literario, de la administración, del periodismo (escrito y oral), de las formas expresivas de su publicidad, etc. Un ejemplo podrá ilustrar mejor la delimitación de esta variedad. En una de sus notas en nuestro diario La Nación, el académico español Arturo Pérez-Reverte escribió: «Hay varios cantamañanas que han estado dándole brasa al Rey de Redonda»;12 la expresión, críptica para un argentino, corresponde claramente a una tradición discursiva pasible de introducirse sin mayor marcación en un discurso de registro formal peninsular. El léxico ofrece una abundante ejemplificación de estas variedades nacionales en sus registros formales; baste citar nuestro flamante Diccionario de la lengua de la Argentina, el 63,28 % de cuyas acepciones corresponde a ese registro neutro, exento de marcas de ruralismo, coloquialismo, lunfardismo, vulgarismo, etc.
En el sector más alto y estrecho del triángulo, próximo al vértice, se encuentra la que podemos llamar «tradición culta de la lengua», aquella que comparten quienes participan del mundo intelectual, quienes leen y escriben, la que alguien llamó la lingua communis del español, aquella en la que imperan las exigencias de la corrección según una norma culta consensuadamente admitida, la que empleamos mayormente en este congreso, la que, tras todos los procesos de acomodación necesarios, nos permite escuchar una conferencia o conversar con un hablante local en la calle de cualquiera de nuestros países, leer a Cervantes, a Machado, a Rulfo, a Neruda o a Onetti y acceder a las páginas de El País, El Tiempo o La Nación, la variedad de lengua que —me apresuro a señalarlo— se enseña y se aprende.
La historia política de los pueblos proveyó a sus instituciones culturales —entre ellas a la lengua de la comunidad, y más restringidamente, a su variedad ejemplar o estándar— de la necesaria «historicidad» que requerían para legitimar su prevalencia. Las producciones culturales, como la literatura en sentido lato, se convirtieron en venero de las formas lingüísticas —léxicas y gramaticales— de que se alimentó la variedad modélica. Formas desprendidas de la literatura de creación, como el periodismo, sumarían lentamente su aporte a ese fondo nutricio de la lengua, que por ello pasaría a denominarse «culta».
El pensamiento racionalista asignó a los escritores la tarea secundaria de erigirse en autoridades de la corrección y en suministradores de vocabulario y estilo para el estándar, convicción que se mantuvo a lo largo de los siglos xix y xx. Ocurre que esta recomendación secular, tácitamente admitida en los más importantes medios académicos, se confronta hoy con una realidad muy diferente. En las últimas décadas y de manera creciente, la atribución de prestigio necesaria para conformar los modelos lingüísticos se ha desplazado en los hechos a otros actores de la realidad social, como hoy lo son periodistas, actores y presentadores de éxito. En el presente, estas modalidades orales, de origen mediático, se han instalado fuertemente en la percepción del hablante común, en todo caso de manera definitivamente más extensa y efectiva que la literaria. Vocabulario, entonación, articulación y sintaxis teñida de rasgos orales son incorporados y acaso remedados por millones de oyentes de radio y televisión. Y, en lo que al canal escrito se refiere, el discurso que prevalece, si nos abstenemos de mencionar las formas escuálidas propias del chateo y del WhatsApp, o las con frecuencia bárbaras transcripciones en los zócalos de las pantallas, es el periodístico no ensayístico, con marcada preponderancia de una sintaxis propia de la economía de espacio, de la topicalización noticiera, del eslogan y el cliché, con creciente tendencia al desliz ortográfico, resultado de la ausencia del corrector profesional.
Si se considera que los maestros también se forman atendiendo a ese mercado lingüístico, no es difícil advertir que esa modalidad será la privilegiadamente percibida por los alumnos.
De lo que venimos de exponer se desprende la responsabilidad de la escuela en el cuadro señalado. Aun despejando por método el hecho de que desde hace tiempo la escuela pública argentina debe enfrentar con frecuencia males que van más allá de lo didáctico-pedagógico (desnutrición, pobreza, marginalidad y violencia), en lo que a su tarea específica se refiere parece probada su incapacidad para alcanzar a lo largo de siete años del nivel primario (y nos atrevemos a sumar cinco del secundario) objetivos mensurables básicos como la habilidad de leer, escribir y comprender. El hecho de que, aunque en menor escala, también en la escuela privada se adviertan deficiencias severas debería alertar acerca de la posibilidad de que se esté aplicando una metodología de enseñanza defectuosa, no debidamente evaluada en los centros de formación docente. En lo que a la enseñanza de la lengua se refiere, en la universidad puede advertirse la endeble formación adquirida por los alumnos en cuestiones antes impensables como la capacidad de analizar una palabra como una cadena de grafías correspondientes a sonidos. El método de aprendizaje de la lectoescritura del que fueron víctimas, ya que no beneficiarios, cualquiera sea el nombre y la corriente a la que deba su génesis, parece haberlos entrenado, en el mejor de los casos, en un reconocimiento global de las palabras, pero les dificulta la descomposición en unidades fónicas menores, penuria que comprobamos en los cursos en los que se impone introducir referencias de fonética o de fonología. Una colega rosarina me comentaba hace muy poco que en cierta oportunidad, en el año 2006, no había logrado que ninguno de los alumnos de un noveno año de polimodal (el equivalente a un segundo año de secundario en la terminología de mi generación) de un respetado colegio confesional expusiera el abecedario completo; el más instruido había llegado hasta la letra «q». El deletreo les resultaba de imposible práctica y la lectura en voz alta, un suplicio («Nosotros no leemos», le había aclarado uno de los alumnos cuando se les pidió la lectura de un fragmento).
En todo caso, la realidad muestra hoy el fenómeno del voluntario abandono o el disgusto por la práctica de la lectura. Muchos jóvenes (pensamos en alumnos del secundario y aun de la universidad) leen sólo lo imprescindible para manejarse en la vida cotidiana, sea un periódico, una guía turística o el manual de instrucciones que les permite acceder a algún artefacto electrónico nuevo. Recorren los textos de estudio con desagrado y mal disimulado esfuerzo, y rehuyen por lo general la lectura demorada de una novela o de un poema. Dos elementos convergentes inciden en esta desalentadora evidencia: la imposición de un audiovisualismo creciente y omniabarcador y un gradual desentrenamiento en el ejercicio de la lectura, que la escuela no logra instalar. Esta última deficiencia determina que el complejo mecanismo de leer —agrupar los caracteres, reconocer las palabras y elevar una perícopa que la memoria debe retener para su integración en la oración y en su contexto— se convierta por falta de práctica en un proceso laborioso y mortificante.
La dialectalización es un fenómeno lingüístico inevitable. En todo momento coexisten fuerzas centrífugas que promueven la dispersión y centrípetas que la neutralizan. Las centrífugas pueden ser de naturaleza lingüística antes que sociocultural: el avance de la variación lingüística se produce en el espacio y en el tiempo, aunque el proceso pueda ser abonado o fomentado deliberadamente por razones extralingüísticas, como, por ejemplo, actitudes políticas o reformas ortográficas unilaterales.
Las fuerzas centrípetas, en cambio, en las que advertimos la preponderancia de elementos socioculturales sobre los específicamente lingüísticos, abarcan un amplio universo de acciones y actores: el respeto o consenso por normas gramaticales compartidas, la enseñanza y práctica de la lectoescritura (particularmente la ortografía), las interrelaciones culturales fundamentales, el conocimiento mutuo de la literatura, de la producción cinematográfica, televisiva, etc. Hoy, todo este fenómeno sociocultural está en plena ebullición y ocupa el centro de la escena: los intercambios a través del chateo, del «skypeo» y otras formas de comunicación internacional, particularmente entre los jóvenes, pero también el cultivo de la escritura y el conocimiento de la literatura común (vuelvo a ello), no solo porque alimentan y enriquecen el español modélico compartido, sino porque atienden a la preservación de la centenaria tradición verbal de la lengua común, que es donde se hospeda, sin inducción alguna, la unánime conciencia de la unidad.
Si, como parece, debemos aceptar que no existe contradicción en la ecuación «unidad en la variedad», cabe que nos preguntemos ¿qué principio o principios pueden orientar la acción normativa frente a la realidad de una lengua que es compartida, pero policéntrica? Creemos que Luis Fernando Lara lo dijo de manera inmejorable. Las normas prescriptivas académicas suelen ser aceptadas por todos los hispanohablantes porque su ámbito de aplicación es la lengua literaria, que viene siendo cultivada desde Alfonso el Sabio, y que a través de la educación ha conformado nuestra idea de la corrección; por el contrario, puesto que no es en esa variedad donde cada región o país logra su identificación, sus hablantes recurren a la valoración de sus usos locales o populares y lentamente crean, de manera implícita y tendencial, sus propias normas (como pueden serlo en nuestro país, y sin ir más lejos, el léxico privativo, el voseo verbal y pronominal, la concordancia de número del pronombre en caso objetivo en concurrencia con el se de objeto indirecto, el le catafórico en singular referido a objeto directo plural, los valores de la preposición hasta en México, el leísmo peninsular, etc.), más temprano o más tarde refractarias a toda admonición académica unificada.13
Acaso sea una obviedad (lo es para quien habla) que la vida intelectual que anima al hombre en nuestra cultura no puede prescindir de la variedad modélica de la lengua, de sus recursos exclusivos para jerarquizar, precisar y desarrollar los productos del pensamiento. Aun la formalización científica más dura presupone un enunciado lingüístico diáfano construido a partir de una sintaxis y vocabulario estrictos, rasgos que son propios de la lengua normada.
La escuela debe volver a tomar a su cargo la enseñanza integral de la lengua modélica o estándar, esa variedad no espontánea, propia de las emisiones formales en la escritura y en la oralidad cuidada, normalizada en conformidad con una gramática y una ortografía compartidas. Su conocimiento y dominio habrán de alcanzarse con intervención de todos los recursos didácticos que la disciplina pedagógica estime conducentes, y acaso a través de una metodología no necesariamente diferente de la que impone el aprendizaje de una lengua extranjera, que para muchos alumnos es una cruda prefiguración del registro cuidado de la nuestra.