Es para mí un honor coordinar esta mesa sobre «La universalidad del español», convertida en banquete platónico gracias a quien la preside (al que agradezco la presentación) y a quienes van a intervenir después. Para abrir boca, he elegido el título «Circunvalando el español», porque se nos olvida que «globalizado» equivale a lo que antes se entendía por «universal», y más si lo aplicamos al español, una lengua que hace ya varios siglos circunnavegó el mundo.
A nadie se le escapa que circunvalar se asocia a la expedición que Magallanes y Elcano llevaron a cabo entre 1519 y 1522 para llegar por Occidente a las Islas de las Especias, consiguiendo, por primera vez en la historia, dar la vuelta al globo, como rezaba la leyenda del escudo que Carlos V dio a Elcano: «Primus circumdedisti me» («Tú eres el primero que me has circunvalado»). Los testimonios sobre esa expedición confirman no solo los afanes económicos tras la búsqueda de preciadas especias, como el clavo, sino los afanes culturales, religiosos y políticos en los que fue capital la lengua española, que entró luego en contacto con muchas otras lenguas en las Molucas, Nueva Guinea, Las Carolinas, Hawai o Tahití y demás lugares. Me referiré tan solo a algunos momentos.
Comenzaré con la Relación del primer viaje alrededor del mundo de Antonio Pigafetta, escrita en italiano y pronto traducida a otras lenguas, en la que dio cuenta por primera vez de la lengua cebuana hablada en Filipinas y de otras con las que los marineros tuvieron contacto. Publicada en 1536, la noticia de la circunvalación del globo transformó una vez más el maleficio de Babel en la riqueza supuesta por el plurilingüismo y por la traducción. En ese diario de abordo se entrecruzaron numerosas lenguas y culturas, junto a noticias curiosas sobre los caníbales del Río de la Plata o las costumbres de la Patagonia, donde los navegantes españoles encontraron a un gigante al que vistieron y enseñaron a decir «Jesus, pater noster…».
Ese gigante patagón, con el que al principio se entendieron por gestos, se convirtió pronto en intérprete. Bautizado con el nombre de Pablo, murió abrazado a la cruz antes de que los navegantes, enfermos y sin víveres, salieran del Estrecho de Magallanes camino de las Islas Afortunadas. A este respecto, no deja de ser curiosa la presencia de un gigante traductor, ya que, desde la Biblia, los gigantes fueron símbolo de la confusión babélica.
María Rosa Lida recordaba el valor de las palabras de Juan de Castellanos, recogidas en sus «Elegías de varones ilustres de Indias». Pues, ya hablemos del Dorado, de California o de la Tierra de la Canela, las voces de la oralidad y las palabras de la escritura conformaron un entrelazado de realidad y fantasía en el contacto con otras lenguas y culturas. La circunvalación del español corrió así parejas con la del mundo, convirtiéndose pronto en Filología, como cuando el Diccionario de Autoridades presumió que Magallanes dio el nombre de patagones a los aborígenes de la costa atlántica sur por lo descomunal de sus pies.
No me detendré en el islario del Pacífico y en las referencias al Imperio chino, o a la ya más ligera vuelta de Elcano por el Cabo de Buena Esperanza, pasando por Mozambique y Cabo Verde, ni en cómo llegaron los dieciocho navegantes, la mayoría enfermos, a Sanlúcar de Barrameda. Pero sí querría apuntar que a ese periplo se debió la orientalización de Sevilla y sus contactos con India, China y Japón, haciéndose patente hasta en el ajuar de las casas sevillanas.
Me referiré, en segundo lugar, a la Conquista de las islas Malucas, que Bartolomé Leonardo de Argensola publicó en 1609, porque esa joya de la historiografía, que pronto se tradujo a varios idiomas, ofreció un sinfín de datos sobre el entramado de las lenguas con la política, la religión, la economía y las costumbres de las islas del Pacífico. De ahí que, más allá de la riqueza supuesta por el español en contacto con las lenguas de América, convenga ampliar horizontes con otros viajes y descubrimientos posteriores a 1492, sin olvidar el que había existido ya durante siglos con el árabe y con otras lenguas africanas y europeas. La presencia de intérpretes en las expediciones a las Molucas y la conciencia de que se enfrentaban con otras lenguas, religiones y costumbres son constantes, e incluso conllevaron la ida y vuelta de nativos a España. Así ocurrió cuando los españoles rogaron al rey de Zuna que dos de sus hijos se fueran con ellos, para que aprendiesen la lengua española y a su vuelta hablasen de lo que allí hubieran visto.
Por otro lado, los cambios en la toponimia fueron constantes, pues no solo se bautizaba a los nativos, sino a los lugares, montes e islas, que se llenaban con cruces y cementerios cristianos, siendo constantes los cambios en la antroponimia, como el rey Raia Humabon, que fue llamado don Carlos en recuerdo del emperador. Y otro tanto ocurrió cuando Sarmiento tomó posesión de la isla de la Santísima Trinidad en el nombre de esta y de don Felipe, «rey de las Españas y de sus Anejos», y donde, tras el rezo de un Te Deum, apresaron a un indio «para que fuese lengua».
En la Conquista de Argensola, se ve además que lo que acontecía en el Atlántico y en el Pacífico afectaba no solo a España sino a toda Europa; caso de las referencias al corsario Francis Drake, que pasó por el estrecho de Magallanes y fue a las Molucas, bautizando una de ellas como Nueva Albión. El afán por que la voz del Evangelio sonara en los confines de la tierra «hereje» se hizo sin duda en español, pero también en holandés, en inglés y en otras lenguas. El alcance de esa simbiosis entre poder, lengua y religión lo reflejaría en 1615, desde una nueva perspectiva, Miguel de Cervantes en el Persiles, donde mostró la riqueza del plurilingüismo y de la traducción.
La palabra cristiana, en latín o en romance, se convirtió a veces en salmo, como muestran los Naufragios y Comentarios de Cabeza de Vaca en la Florida y el Río de la Plata, donde se interesó por la Babel de lenguas de la América septentrional, al igual que muchos otros descubridores.
A este respecto, me gustaría hacer hincapié en la importancia que los diálogos, los sermones y otros testimonios orales pueden aportar al tema del español y otras lenguas en contacto, aunque a veces no haya quedado rastro documental escrito. El tema es desbordante y bien conocido en relación con América, pero también ocupa un lugar esencial en las islas del Pacífico, en África y en la misma Europa.
Me detendré, siquiera brevemente, en una edición facsímil, que acaba de aparecer, de tres diccionarios publicados por Fabio Yucubg Lee y otros: El Dictionario Hispanico Sinicum, el Arte de la lengua chio chiu y los Manuscritos chinos de Filipinas. Los tres contienen miles de vocablos en chino, en el dialecto hakka y en español, siendo fundamentales para el estudio del vocabulario y de la vida de los chinos en Manila durante los siglos xvi y xvii. El Dictionario Hispanico Sinicum incluye numerosos términos relacionados con la vida familiar y la actividad marinera en el siglo xvii.
Esos documentos merecerían atención detenida, como el Arte de la lengua chio chiu, «Para el uso de Frai Raimundo Feijóo de la orden de Predicadores», quien empieza diciendo que «La lengua común del Reino de la China es la lengua mandarina. La ciu ciu es distinta». El testimonio es impagable, pues es la primera gramática del dialecto hakka, compuesta por europeos, y de su relación con la lengua española. Por primera vez se romanizó ese dialecto y el mandarín en caracteres españoles y se añadieron numerosos refranes y proverbios. No me detendré en sus posibilidades y riqueza, pero sí señalaré que la palabra Dios aparece remarcada y orlada en tinta. Y era sin duda ese Dios en español el que había llegado a esas islas, como ahora se dice, para quedarse.
Al lado de los dominicos y otras órdenes religiosas, los jesuitas rivalizaron en la prédica del Evangelio y en el uso del chino y de sus dialectos. No en vano en el colegio de Cebú había padres españoles, portugueses, chinos, bisayas, tagalos y de otras naciones, que los enseñaron. Nada nuevo, en definitiva, bajo el sol de Oriente, si nos atenemos a la larga relación entre hidalgos y samuráis, por decirlo con palabras de Juan Gil, desde el Renacimiento. Sin olvidar la presencia de japoneses en México y el viaje de Hasekura, embajador del Japón, a Roma, pasando por Acapulco, Sevilla, Madrid, Zaragoza y Barcelona entre 1614 y 1615, justo en los años en los que Cervantes iba culminando el Persiles. El bautizo de Harekuma en las Descalzas Reales de Madrid, apadrinado por el duque de Lerma y la Condesa de Barajas, abrió el camino a todo un programa de evangelización plagado de referentes lingüísticos y culturales, que culminarían en la ciudad papal.
El gran salto actual del español en China, donde sesenta millones de bachilleres lo pueden elegir como asignatura optativa, tiene sus antecedentes; y no solo en el prólogo de Cervantes a la segunda parte del Quijote. Ello atañe particularmente a la riqueza de la traducción, marca mayor de cualquier lengua que se precie, como la que supuso en 1613-5 la embajada del Idate Masamune al papa Paulo V, contada a través de su intérprete Escipión Amati.
No hará falta remitir a Eugenio Garin para suscribir que el Humanismo y los descubrimientos fueron de la mano, siendo también filología. Su historia constituye un minero para el diálogo entre culturas, lo que equivale también a un diálogo permanente entre las lenguas. Volviendo al presente, diré que se nos llena la boca con los datos que propicia anualmente el Instituto Cervantes, en un imparable ascenso de una lengua viva que crece año a año, habiendo alcanzando los 577 millones en 2018, y que, a efectos económicos, ocupa el tercer puesto en el PIB mundial, siendo la tercera lengua en Internet y la segunda en las redes sociales. Sabemos que los límites culturales de la globalización en la era de internet y de la inteligencia artificial son complejos, pero conviene echar la vista atrás para comprender hasta qué punto los problemas inherentes a la universalidad del español ya se plantearon hace siglos.
El asunto requiere sin duda nuevas perspectivas, como las que se plantearán en esta mesa, aunque ya se hiciera en anteriores «CILE». En el de 2006, celebrado en Argentina, Pedro Luis Barcia habló precisamente de la «calida iunctura» supuesta por los términos «Identidad Lingüística y Globalización». Identidad que, a su juicio, se configura más allá de la fosilización del monolingüismo, abriéndose a la comunicación. Y, en ese camino, la traducción ocupa un papel nodular en el español que traduce y se traduce. No hará falta al respecto, apelar a la correspondencia entre Unamuno y el cordobés Arturo Capdevila Igarzábal, cuando este publicó Babel y el castellano. En ese libro, el escritor argentino apelaba al diálogo de las lenguas y a un «imperio espiritual» por virtud del cual, «gentes de distintos países y climas, separadas por el océano inmenso, anulaban las diferencias y terminaban por ser miembros de una gran familia».
Por ello y para terminar, me permitirán que me refiera a ese «afán de universalidad» al que remitía Amado Alonso a propósito de la lengua literaria. Para él, como para fray Luis de León, Fernando de Herrera o Rubén Darío, la variedad no era símbolo de escisión, sino hermandad de estilos.
Como decía Baltasar Gracián, «las lenguas son las llaves del mundo», y el español ha abierto, abre y abrirá muchas puertas con sus voces y sus letras.