El idioma, la «autoverdad» y el renovado imperativo de los pensamientos críticosGerardo Caetano
Historiador y politólogo

Las palabras no entienden lo que pasa.1

1. A más de medio siglo del poema del que se extrae el verso que da título a esta ponencia, a diez años de la muerte del poeta que lo escribió, por cierto que en un contexto de época bien contrastante con su origen, su interpelación casi ilimitada puede también sintetizar algunos de los principales desafíos que debe enfrentar hoy el idioma español. En efecto, nuestra lengua está desafiada por el contexto de época más actual, signado por procesos como el «aceleracionismo» del capitalismo digital, sus redes sociales y sus nuevas plataformas globales de la «cuarta revolución industrial». Los breves alcances de esta presentación no pueden exceder al señalamiento de algunas pocas notas con cierto rumbo sobre este particular.

Como premisa del análisis, puede señalarse la idea —tal vez obvia pero nada trivial— de que el impacto del desarrollo explosivo de las nuevas tecnologías de información y comunicación constituye uno de los principales retos para el futuro y la vitalidad de todas las lenguas. El español no es una excepción a este respecto. Desde las restricciones del tiempo disponible solo resulta posible explicitar algunos asuntos: la emergencia de la «autoverdad» y sus muy fuertes impactos en el flujo de las llamadas «redes sociales»; el señalamiento de algunas de sus principales consecuencias en el lenguaje escrito y oral; una reafirmación —tal vez deliberada y necesariamente utópica— de la lengua como un instrumento en la lucha por los derechos y por una sociedad más democrática y no violenta; la referencia de ciertos horizontes inclaudicables de la enseñanza del idioma en esa perspectiva.

2.  En un artículo publicado en julio del año pasado, sobre el uso de las redes sociales por el entonces candidato Jair Bolsonaro y acerca del perfil de sus votantes, la escritora y documentalista brasileña Eliane Brum enfatizaba la categoría de «autoverdad», como clave explicativa del éxito electoral del hoy presidente de Brasil: «La posverdad —decía Brum— se ha convertido en los últimos años en un concepto importante para entender el mundo actual. Pero quizá sea necesario pensar también en lo que podemos llamar “autoverdad”. Algo que se puede entender como la valorización de una verdad personal y autoproclamada, una verdad del individuo, (…) determinada por la autorización de internet para “decirlo todo”. El valor de esta verdad no está en su vínculo con los hechos. Ni su desaparición está en la producción de mentiras o noticias falsas (fake news). Esta relación ya no opera en el mundo de la autoverdad. El valor de la autoverdad está en otro lugar y obedece a una lógica distinta, (…) está mucho menos en lo que se dice y mucho más en el hecho de decir. “Decirlo todo” es el único hecho que importa. O, por lo menos, es el hecho que más importa. Este desplazamiento del valor, del contenido de lo que se dice al acto de decir, también puede ayudarnos a entender la resonancia de personajes como Jair Bolsonaro (…) y, claro, (siempre) Donald Trump. Y que el problema no son ellos y otros genéricos, sino el fenómeno que va mucho más allá de ellos y del que son solo los ejemplos más mal acabados».

En su análisis, sustentado en su base empírica en una encuesta de junio del 2018 del Instituto Datafolha y en un estudio de la politóloga Esther Solano, Brum enfatizaba que el atractivo que Bolsonaro despertaba en sus auditorios virtuales dependía fundamentalmente, según los mensajes de sus futuros votantes, de que «era divertido», «dice lo que piensa y todo lo demás le importa un bledo», al tiempo que los contenidos más violentistas, xenófobos y sexistas de su discurso eran finalmente sobreinterpretados por sus seguidores, de acuerdo a ciertas fórmulas absolutorias como las siguientes: «No tiene un discurso de odio. Solo expone su opinión, diciendo la verdad». «Tiene esta forma grosera, bruta de hablar, de militar. Pero no quiere decir esas cosas. A veces exagera, no piensa porque habla por impulso, porque es muy honesto, muy sincero y no mide las palabras como los otros políticos, que siempre piensan en lo políticamente correcto, en lo que la prensa va a decir. A él no le importa lo políticamente correcto, dice lo que piensa y punto, pero no es homofóbico. Le gustan los gais. Es su manera de hablar».

Como se observa y como insistía Brum, esa pulsión de «decirlo todo» y de «decirlo de manera brutal e irreflexiva», tal vez más a gusto de un interlocutor enojado y ávido de «arcadias regresivas» y de «líderes redentores», resultaba finalmente más importante que su contenido, luego «traducido» en clave complaciente y por ello casi imposible de decodificar en términos mínimamente críticos. La lógica de la deliberación argumentativa, del cotejo de ideas y evidencias, no afectó a muchos usuarios de las redes devenidos en «hinchas» más que en electores de personajes como Bolsonaro, pues ellos operaron con una lógica diferente, en el marco de disputas mucho más signadas por performances emocionales, proclives al discurso religioso y fundamentalista «como concepto y como estética».

Concluía Brum: «El pensamiento múltiple y el debate de las ideas son los principales instrumentos para devolver la importancia a los hechos y al contenido, al igual que para reposicionar la cuestión de la verdad. (…) (Eso no encaja con la idea de) “El Uno” contra el mal, ungido por la “gente de bien”, dispuesta a linchar a quien se cruce en su camino. A fin de cuentas, si la lucha es del bien contra el mal, no solo todo está permitido (sino) bendecido. (…) El desafío que imponen tanto la posverdad como la autoverdad es cómo devolver la verdad a la verdad. No lo haremos sin tomar partido por una escuela de calidad para todos. (…) Tenemos que rescatar el hábito tan humano de conversar. Y conversar en todas las oportunidades posibles».

Por cierto, que ni las redes ni la «autoverdad» pueden postularse como explicaciones monocausales del resultado de las elecciones en ningún país. Sin duda que la realidad política es siempre más compleja, como también lo es el idioma. Sin embargo, sin visiones apocalípticas o reaccionarias que perfilen retornos de suyo imposibles, hay que registrar ciertos perfiles que crecen en los nuevos espacios de comunicación cibernético. En esa misma perspectiva, Enrique Krauze defendía en 2014 la «ética del idioma», en el marco del IX Seminario Internacional de Lengua y Periodismo sobre El español del futuro en el periodismo de hoy. «Como un Cristóbal Colón verbal e intelectual —comentaba entonces Krauze—, nuestra lengua se ha adentrado en un territorio sin cartografías seguras: el océano verbal de Internet. ¿En qué lugar nos encontramos? ¿Llegaremos a puerto seguro? ¿Nos espera en el futuro una conversación creativa que exprese la realidad, por más compleja que sea, la mejore y la libere, o un retorno maléfico —opresivo, empobrecedor— a la Torre de Babel? (…) El mar encrespado al que aludo es el llamado “discurso del odio”. Sus armas son muy conocidas, y pueden ser letales. Ante todo, la mentira y la calumnia, cuyo ominoso profeta fue Goebbels: “Repite una mentira mil veces y se volverá verdad”. (…) ¿Cómo hacer frente al discurso del odio, veneno moral de nuestro tiempo? Ante todo, es preciso analizarlo con claridad, entender su naturaleza, medir sus efectos».

Krauze planteaba entonces las consecuencias morales y éticas de la nueva «navegación», alertando que si bien podía servir para maximizar las libertades, también podía orientarse en la perspectiva de la peor de las tiranías. Señalaba asimismo que el problema no solo radicaba en la «mala fe» de algunos internautas dominantes en las redes, sino que también advertía la mayor complejidad de enfrentar un discurso empobrecido «del odio», cimentado «a veces en la simple fe, exacerbada al extremo de la intolerancia por los fanatismos de la identidad, ya sea religiosa, racial, nacional, ideológica». Ante ello, el intelectual mexicano volvía a las enseñanzas de Spinoza, quien ya hace cinco siglos pregonaba «una enmienda intelectual» para un mejor examen sobre las pasiones, en procura de una más genuina libertad. 

3. Las redes sociales, con sus nuevos instrumentos de información y comunicación, no definen per se este rumbo. Constituyen sin duda alguna una vía muy potente para democratizar y divulgar el conocimiento, así como para exigir y habilitar un mayor control sobre todo poder, en especial cuando se trata de denunciar la corrupción. Pueden también ser un factor democratizante e igualitario a la hora de afirmar la libertad de expresión. Pero del mismo modo pueden promover la irreflexión, la banalización y los linchamientos más denigrantes e injustos. Como se ha visto, pueden ser la vía perfecta para el arraigo de un capitalismo digital que maneje a su antojo todos los datos de nuestra vida personal, generando espacios fragmentados de Internet en los que las plataformas pugnen por «quedarse con todo», sin soberanías ni libertades ni derechos.

Lejos de visiones apocalípticas y arcádicas, que sustentan a menudo visiones salvacionistas y regresivas de signo diverso, tal vez haya que revisar algunas sabidurías convencionales demasiado simplistas, consustanciadas con una adhesión acrítica al progreso y al determinismo tecnológicos. Y ello puede fundarse también en advertir hasta qué punto la riqueza del idioma a menudo no encuentra cabida en esas vías de la «hipercomunicación digital». Cuando la oportunidad de la «conexión» se transfiere a la vivencia dramática de la «desconexión», cuando los resguardos básicos de nuestra vida familiar, personal o incluso laboral quedan en entredicho, habría que reparar también hasta qué punto sufre y se desvirtúa el gran instrumento del idioma. Estudios especializados han registrado en forma persistente cómo ciertas figuras retóricas y en particular el recurso a la ironía a menudo no encuentran una comprensión semántica apropiada a través de la lectura rápida de mensajes digitales, más allá de los emoticones y de otros recursos. La riqueza de los idiomas parece enfrentar fuertes dificultades a la hora del registro preciso de la ironía y de algunas emociones por las vías de la inteligencia artificial, en especial a partir de usuarios irreflexivos y apurados, que cada vez suelen ser más numerosos.

No cabe duda que el dinamismo que Internet ha demostrado en su flexibilidad adaptativa y creadora ha sido mucho y sorprende en sus avances. Pero también es cierto que las sociedades de internautas cada vez se revelan más enojadas y en más de un sentido superficiales en sus valoraciones e intercambios. En suma, que la comunicación entre las personas ha tendido a trivializarse y que cada vez se echa más en falta la conversación profunda y directa. ¿La calidad de los usos del idioma no sufre también con todo esto? No se nos oculta lo polémicas y legítimamente controversiales que pueden resultar estas insinuaciones, aun formuladas en términos de hipótesis o hasta en forma de preguntas. Debe señalarse también que el mundo de las redes está siempre en disputa, como toda plataforma de comunicación. ¿Pero no existen elementos objetivos que se orientan a complejizar aún más el debate de las ideas a través de este tipo de vías que tienden a privilegiar los «mensajes simples de los populistas», de derecha o de izquierda?

Como han señalado los argentinos Blas Bigatti y Santiago Stura, en un artículo publicado en enero del presente año: «Las redes conforman el nuevo centro neurálgico de la interacción humana, un territorio donde el afecto se impone a la razón. En tiempos de aceleración informativa, la argumentación y el debate que supieron enmarcar la racionalidad política de la modernidad son desplazados por la intuición afectiva, más primitiva en términos evolutivos pero de mayor velocidad de resolución. No son pocos los que ven en la aceleración y la condensación informativa, en el resquebrajamiento del estatus de la verdad y en los algoritmos digitales que robustecen las islas ideológicas, un riesgo inminente para los horizontes democráticos. El carácter binario de la comunicación digital es terreno fértil para la producción de odios y miedos, emociones propicias para las narrativas antidemocráticas. (…) La radical incompatibilidad entre la retórica argumentativa que caracteriza a los proyectos emancipadores y las estructuras físicas y lingüísticas de la comunicación en redes puede llevar a imaginar una derrota cultural inevitable. Dado que la desconexión no es una opción, el campo democrático está obligado a asumir las redes como territorio en disputa y a adaptar su lógica comunicacional a las demandas semánticas y sintácticas del medio». 

Pese a la crudeza de su diagnóstico, ambos autores referían distintos ejemplos relativos a la posibilidad cierta de disputar el campo de las redes en perspectivas positivas para la libertad, los derechos y hasta la calidad del idioma: «Si la política y la micropolítica de redes se adapta y se piensa en torno a áreas de confluencia ideológica todavía activas en el imaginario social, los proyectos democráticos no deberían apresurarse a dar por perdida su disputa en el terreno digital».  

Por cierto que sobre este punto se abre todo un tema especialmente vigente que tiene que ver con las ventajas o desventajas que presuponen distintas formas de regulación de las redes sociales de Internet, discusión que se está dando actualmente en diferentes lugares del mundo. Asuntos como el uso público de datos privados, el derecho al olvido en Internet o la responsabilidad última en torno a las informaciones que alojan las grandes plataformas digitales, forman parte directa de esas discusiones, sin duda también muy relevantes para el futuro de la lengua.

4. Podría argumentarse que el idioma español, como todos, siempre ha vivido en el conflicto y que el desenlace de sus pleitos internos casi siempre ha tenido que ver con el poder más que con la corrección lingüística. Recordemos por ejemplo el debate suscitado en ocasión del último Congreso de la Lengua realizado en Puerto Rico en 2016, a propósito de la condición soberana de los portorriqueños y de su idioma. Y hagámoslo de la mejor manera, recordando la definición cargada de coraje y sabiduría de Luis Rafael Sánchez, el autor de «La guaracha del macho Camacho», quien en su discurso ante el rey de España —que en la inauguración había celebrado el estar en «territorio norteamericano»— reivindicó al español como «última trinchera de la identidad de Puerto Rico». Recordemos también desde América Latina, nada menos que en un Congreso de la Lengua, la tragedia de la muerte constante de muchos idiomas ancestrales. Estos y otros retos similares ya existían mucho antes de Internet y sus redes sociales. Pero también advirtamos cómo esos y otros problemas pueden multiplicarse y profundizarse sin una asunción crítica acerca de su uso y de su abuso.

Pensemos por ejemplo en la emergencia de «dialectos de la marginalidad», en particular desde el continente que para nuestra vergüenza sigue siendo el más desigual del planeta. En Uruguay, por ejemplo, en los últimos años ha comenzado a referirse el llamado «lenguaje ñeri», una suerte de «idioma paralelo» reconocible en las comunicaciones por redes entre los menores infractores y que volvió casi imposible un trámite «normal» de sus testimonios en las audiencias en que eran imputados en los juzgados luego de su detención. Algunos operadores judiciales llegaron a solicitar un «diccionario» o al menos un «glosario» de palabras y sintagmas «en ñeri», sobre todo ante la confirmación de que los adolescentes indagados desconocían o no podían explicar «el significado de sus dichos, no saben decir un sinónimo, no conocen otra palabra». La radical incompatibilidad de los «idiomas» empleados entre los adolescentes indagados y los operadores judiciales no cedió ni ante la intervención de «traductores», especialmente preparados para dicha tarea. En los estudios realizados para superar tamaño problema se puso de manifiesto la asimetría total entre la cantidad de palabras e «idiolectos» manejados por unos y otros, así como la gran influencia de la comunicación por redes sociales en la construcción y en la mutación permanente de ese «lenguaje ñeri».

Por cierto que esta problemática resulta una consecuencia directa de la marginalización sociocultural y del fracaso educativo ante esta franja de la población adolescente. Pero también puede discutirse si su amplificación y multiplicación no tiene que ver también con el uso «omnipresente» y vertiginoso de la comunicación digital. En varios análisis del tema se puso de relieve la contradicción en estos adolescentes marginales entre una gran «inclusión digital» y una pobreza absoluta de vocabulario disponible. La presidente del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (INISA) de Uruguay llegó a señalar sobre el particular que en su experiencia con los menores infractores había advertido «un lenguaje tan pobre, que se mueven con apenas diez o veinte palabras o sonidos guturales», lo que sin embargo no dificultaba en absoluto una muy activa participación en las redes.

¿De este modo no se ponen en juego los derechos así como las efectivas posibilidades de inclusión social de estos adolescentes? ¿Cabe una aceptación resignada frente a esta circunstancia o, peor aún, una relativización genérica de la problemática desde una visión ingenuamente «multicultarista» del idioma? El ensayista y dramaturgo uruguayo Álvaro Ahunchain advirtió al respecto en una nota periodística publicada en octubre del año pasado: «Se analiza el vocabulario ñeri como una natural evolución de la lengua, como la creación espontánea de una subcultura que amerita adhesión y simpatía, sin entender que encubre al mismo tiempo un total empobrecimiento del lenguaje y, con ello, del sentido crítico. Porque el pensamiento está estructurado en palabras y relaciones sintácticas. Por lo tanto, quien posee un mayor dominio del lenguaje desarrolla una mejor capacidad reflexiva, y quien carece de él, la pierde en igual proporción. Esto no excluye que la lengua sea un sistema vivo, en permanente evolución. Pero una cosa es que cambie y otra que se debilite».

Y si algo de esto vale para el lenguaje hablado, mucho más se impone para el lenguaje «escrito». Tomemos un solo ejemplo en esa dirección: la necesidad de corregir lo que escribimos, la regla sabia —y que persiste pese a todo en nuestra «cultura de lo instantáneo»— sobre que escribir es cada vez más corregir. Un escritor, no importa si es un narrador consagrado o un internauta acelerado, si no piensa en la recepción de «sus lectores» no alcanzará una comunicación de calidad. En verdad, si la comunicación aspira a ser conversación, a constituirse en bastante más que una yuxtaposición de monólogos ininteligibles, ella debe orientarse hacia una interrelación exigente, como cualquier forma de vínculo profundo, entre otras cosas con las palabras, que no devienen naturalmente en conceptos. A contramano de la celeridad de los teclados, en los que sin embargo sigue siendo decisivo mantener la letra «ñ» tan asediada, la reivindicación de la corrección hoy puede ser tal vez particularmente relevante. Esto es así, entre otras cosas, porque vivimos en sociedades en las que no se corrige, en que se escribe y no se vuelve a leer lo que se escribió, en las que muchas veces el mal uso de un instrumento fantástico como el Internet nos impone atajos perezosos. Las nuevas tecnologías de información y comunicación nos permiten corregir como nunca nadie pudo hacerlo jamás, con apertura de posibilidades que autores de siglos pasados hubiesen dado cualquier cosa por tener. Y sin embargo, esta sociedad del fast food, del instante, de los flujos atemporales, tiene frente a la corrección un gran bloqueo.

Alguien podrá señalar que en función de este nuevo «mundo digital» y de sus «facilidades», el lenguaje escrito se ha vuelto un elemento prescindible. Una perspectiva mínimamente crítica del idioma y de su educación no apuntan en esa dirección. Al respecto ha señalado el psicólogo uruguayo especializado en neurociencias, Ariel Cuadro: «Es innegable que el lenguaje escrito constituye una habilidad fundamental para el resto de los aprendizajes. A cualquier conocimiento se accede por el lenguaje escrito. Cualquier limitante del lenguaje escrito tiene efectos en el aspecto cognitivo y también en el afectivo, porque cuanto mayor aprendizaje mejores condiciones para expresarse. (…) Y más en una sociedad donde el acceso al medio tiene que ver con el código escrito. El código lingüístico tiene incidencia en la capacidad de pensar. Cuando uno piensa está haciendo una narración que es lingüística; la posibilidad de pensamiento tiene que ver con la capacidad de conceptualizar. (…) El acceso al lenguaje es el acceso al pensamiento».

Interrogado acerca de cuánto de todo esto se definía en la primera infancia, Cuadro concluyó: «Si allí se generan deficiencias estas afectan (…) la calidad del vínculo con su entorno, la visión que tienen del mundo y los recursos que tienen para adaptarse. Un vocabulario reducido genera una conceptualización limitada. El desarrollo afectivo y moral depende de poder conceptualizar con el lenguaje».

Si es cierto —como creemos— que el idioma aloja un pleito eterno en el tránsito de las palabras hacia los conceptos y que en tal sentido constituye un instrumento indispensable para la fragua cotidiana de la convivencia democrática, para afirmar derechos y libertades, para exigir responsabilidades y contrapartidas, para construir instituciones y limitar el poder, para cumplir con todos los objetivos que enmarcan ese vínculo difícil y fascinante entre el Derecho, la Política y la Sociedad, siempre necesitaremos de una lengua cultivada desde los pensamientos críticos, en un necesario plural para evitar equívocos.

En esa orientación contemporánea de defender un «derecho de la deliberación» sobre uno que se asiente en la simple «exégesis» de las normas, el jurista uruguayo e integrante de nuestra Academia, Óscar Sarlo, ha señalado con pertinencia: «El Poder Judicial es parte del sistema político en sentido amplio. (…) Dado que la textura lingüística de las normas generales que deben aplicar los jueces adolece de inevitables ambigüedades, vacíos, contradicciones y anacronismos, es obvio que la función de sentenciar no consiste en un mero silogismo intelectual, políticamente aséptico, sino que constituye una decisión en sentido propio y, por tanto, necesariamente fruto de valoraciones. (…) El Poder Judicial es un poder político en un sentido amplio, muy lejos de la ideología iluminista de Montesquieu o Beccaria, que lo imaginaban como un mero instrumento del legislador. El moderno análisis lingüístico permite apreciar los anchos márgenes de discrecionalidad que las disposiciones escritas del derecho ofrecen a la interpretación…».

5. Por todo ello y por tantas otras razones que el tiempo no permite explicitar, la revolución digital y sus procesos correspondientes en el campo de las redes sociales, vía privilegiada de comunicación y de información sobre todo de las generaciones más jóvenes, exigen de manera inclaudicable que la enseñanza del idioma español no pierda su centro en la promoción del pensamiento crítico y en el retorno de la conversación o del diálogo como paradigmas necesarios de la interacción lingüística. Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación pueden ser grandes aliadas en el trabajo de los docentes y en la promoción calificada del idioma.

Pero para que ello ocurra hay que evitar los atajos del «determinismo tecnológico» y recuperar el norte de la centralidad política en las definiciones de la enseñanza del idioma. Hay que recuperar un pensamiento de más «larga duración» y para ello también deben preservarse los tiempos de la reflexividad, ajenos a la tentación de los «aceleracionismos» teleológicos. Hay que registrar con profundidad lo que ocurre y volver a poner en el centro del quehacer educativo a los alumnos realmente existentes, en procura de lograr su avidez, su curiosidad, su participación, su involucramiento sincero, bien lejos del aburrimiento. Y la ampliación de la cobertura educativa, mucho menos en este tema, no puede hacerse con la estafa que significa sacrificar la calidad de los intercambios. Para cambiar toda educación, también la de la lengua, los desafíos más radicales y difíciles no suelen referir a los «libretos técnicos», sino a la centralidad de decisiones que, finalmente, también son políticas y sociales. La vía y los medios de comunicación entre hispanohablantes no deben multiplicarse deteriorando la profundidad de los intercambios del idioma, que siempre nos aguarda con sus sorpresas. Para que todo ello pueda ocurrir, desde las enormes exigencias de los tiempos que «corren», resulta imperativo que «las palabras vuelvan a entender lo que pasa».

Notas

  • 1. Primer y último verso del poema «Ernesto “Che” Guevara», escrito tras la muerte del guerrillero en 1967, en Salvador Puig, Apalabrados. Poesía completa. Montevideo, Linardi y Risso, 2012, pp. 212 y 213. Volver