Elogio de las canoas Carme Riera

Es para mí un gran honor, que agradezco vivamente al Instituto Cervantes y a la RAE, haber sido escogida como académica para dirigirles unas palabras. Es la primera vez que una escritora es invitada a hablar en la magna ceremonia de inauguración del Congreso Internacional de la Lengua Española y también la primera vez que se convida a alguien de obra bilingüe, ya que escribo en castellano y en catalán. Permítanme pues que reitere mi agradecimiento en nombre de las escritoras, que en cierto modo represento, y también de quienes, además del castellano, tienen igualmente por suya otra de las lenguas de España.

Voy a empezar mi breve intervención con una cita:

El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

La frase, sin duda lo habrán adivinado, pertenece a la primera página de Cien años de soledad y me retrotrae, siempre que la leo, al momento en que los españoles llegaron a América, para ellos un mundo tan nuevo, en el que, en efecto, las cosas que veían, el paisaje, la flora, la fauna, las personas de los mismos indígenas, carecían de nombres. Para mencionarlas y ser entendidos tenían que señalarlas.

Al principio de la relación entre los hombres venidos de lejos y los que estaban aquí, en América, estuvieron presentes el estupor —un estado de admirativa sorpresa, como no podía ser de otro modo— y los gestos con que intercambiaron bonetes y cuentas de vidrio por papagayos y algodón. Mucho antes de conocer las palabras que les permitieran entenderse, convirtieron sus ojos, sus gestos y sus manos en lenguas.

La posibilidad de comunicarse mediante las palabras llegó más adelante gracias a los primeros traductores, de uno y otro continente. Los cronistas y también los religiosos, que fueron al nuevo mundo con el ánimo de evangelizar, se refieren con frecuencia a las dificultades que conlleva el no entenderse y a la necesidad de contar con las «lenguas», como se llamaba entonces a los intérpretes.

Hoy sabemos que fueron sobre todo los frailes los más interesados en aprender las lenguas autóctonas y ellos los primeros en elaborar diccionarios y gramáticas. Para los franciscanos y los dominicos era mucho más importante poder hablar a los indígenas en sus idiomas, por otra parte tan diversos, que el hecho de que aquellos pudieran aprender el castellano e incluso los jesuitas, en América, tenían prohibido hacer profesión pública y definitiva de sus votos si no sabían alguna lengua de indios. Y ya que estamos en Córdoba, recordaré que el fundador de su prestigiosa primera universidad, el obispo de Tucumán Fernando de Trejo, encarga y amonesta a los doctrineros para que vayan aprendiendo las lenguas nativas.

La introducción de la lengua castellana fue lenta, lentísima, de ahí la importancia de los traductores, no siempre, por lo que podemos leer en documentos de época, expertos y bien intencionados, en especial cuando tenían que interpretar ante tribunales de justicia las palabras con que los nativos defendían sus derechos. Tanto es así que la emperatriz Isabel, la bella e inteligente esposa de Carlos V, escribe en 1529 que ha sido informada de que algunos españoles que son lenguas entre los indios se aprovechan de ellos.

La lengua de Castilla no se impone en América hasta siglo xviii y es el ilustrado y un punto misógino, diríamos hoy —puesto que puso a raya a los conventos de monjas y les quitó atribuciones— arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana y Butrón, quien expone a Carlos III en 1769 la necesidad de que se enseñe castellano a los indígenas y que estos abandonen el uso de sus lenguas.

Las dos Reales Cédulas, la de 16 de abril de 1770 y la de 28 de febrero de 1778, promulgadas por Carlos III, demuestran hasta qué punto el monarca le hizo caso.

No obstante, va a ser a partir de la independencia de las distintas naciones americanas cuando el castellano se convierta en hegemónico. Los líderes de las jóvenes repúblicas se independizaron de la metrópoli hablando en español y en español se dictaron las leyes que hicieron soberanas las nuevas naciones de América y en cada una de estas el español, con su fonética particular, se impuso como lengua de la enseñanza.

El enorme respeto que siento por el tesoro de las lenguas indígenas, que a mi juicio deben ser preservadas, no me impide en absoluto mostrar mi alborozo por el hecho de que ustedes y nosotros hablemos la misma lengua y que esta misma lengua, el español, sea tan suya como nuestra. Les pertenezca a ustedes tanto como a nosotros, y así lo demuestra el hecho de que el actual Diccionario de la lengua española sea panhispánico, en consecuencia, patrimonio común, elaborado gracias al trabajo compartido de las 23 Academias de la Lengua Española. Por eso juntos debemos mirar hacia el futuro para fortalecer nuestra lengua común, para ello las nuevas tecnologías suponen un reto que hay que saber aprovechar. Pero sobre todo hay que primar la educación. Sin educación no hay futuro.

Me emociona que ahora mismo, una niña de una escuela de párvulos de aquí, de Córdoba y otra de la Córdoba española y un niño de Bogotá, Managua o de Arequipa, de Asunción, de Valparaíso, de Santiago de Cuba, de San José, de Caracas, de Quito, de cualquiera de las dos Guadalajaras, la mexicana o la española, niños y niñas de tantísimos lugares, de la mano de sus esforzados maestros, de sus abnegadas maestras, estén comenzando a leer y a escribir en español.

Las lenguas son para mí cristales a través de los que contemplamos el mundo. El mundo es hoy cada vez más global, tal vez precisamente por eso es necesario conservar características que nos identifiquen. Pese a la variedad de las diferentes naciones que hablan hoy español, el cristal del español nos transparenta de un modo singular, distinto al del inglés, el alemán, el francés y no digamos el chino mandarín, porque, como aseguraba Octavio Paz, en la inauguración del congreso de Zacatecas, no hablamos una lengua sino que la lengua habla por nosotros. En este sentido, las mujeres, no solo por supuesto en español sino en todas las lenguas, hasta hace muy poco hemos sido habladas en vez de hablar, con excepciones, a veces quejumbrosas y con razón, como las de Sor Juana Inés de la Cruz, pero eso, por fortuna, está cambiando a marchas forzadas, de manera imparable.

Fernando Lázaro Carreter, director que fue de la RAE, afirmó que la lengua es la piel del alma y las almas, como proponía la escritora María de Zayas en el siglo xvii, no son femeninas ni masculinas. O quizá son femeninas y masculinas a la vez. Esa piel que las cubre tiene que ser protegida, cuidada con la mayor delicadeza, preservada de rasguños y hematomas e incluso de roces inapropiados, pero considero que no lo son las demandas de una mayor inclusividad femenina, para que la sororidad penetre también en la piel del alma.

Carlos Fuentes aseguró que el español es una lengua de rebelión y de esperanza. Rebelión de las jóvenes repúblicas al separarse de la metrópoli y esperanza de que con la independencia todo habría de mejorar. Hoy la rebelión y la esperanza siguen articulándose en lengua española. Rebelión y esperanza es el santo y seña de la Caravana de Migrantes que trata de llegar a Estados Unidos y que sueña en nuestra lengua con unas condiciones de vida dignas, un derecho que nadie puede ignorar y menos que nadie quienes nos comunicamos usando las mismas palabras, aunque algunas, como pobreza o injusticia, las percibamos de distinto modo aquí, en el lugar en el que nos encontramos ahora, en el teatro San Martín de esta bella ciudad de Córdoba, pese a las dificultades que todos podamos tener, o donde la pobreza y la injusticia adquieren su significado más contundente e implacable, frente a un muro o una alambrada, que impide rotundamente el paso.

El tiempo que tengo es limitado, pero déjenme que antes de acabar recuerde que en la primera mitad del siglo xvi Juan de Valdés, en su estupendo Diálogo de la lengua, reconocía la superioridad de la lengua toscana frente a la castellana por el hecho de que  «la lengua toscana está ilustrada y enriquecida por un Bocaccio y un Petrarca», que, a su juicio, no tenían parangón con los autores españoles que hasta el momento —alrededor de 1535— habían creado en nuestra lengua.

Hoy la lengua española cuenta con autores de relevancia extraordinaria, comparables con los mejores de las grandes literaturas y muchos de ellos han nacido en América. Bastan, como muestra, los nombres de Borges, Cortázar o Sábato, ya que estamos en Argentina. Pero la lista, aunque citara solo a los fundamentales, a los que han abierto nuevos caminos literarios o han contribuido al estudio del español de manera innovadora, podría ser interminable. Solo permítanme una confidencia que es a la vez una declaración de amor a Rubén Darío, ya que aprendí a leer gracias a la fascinación que me causó que mi padre me leyera «La sonatina». Hasta entonces las monjas habían fracasado en sus intentos alfabetizadores y yo había sido condenada al rincón oscuro de las criaturas retrasadas, a las que a veces se castigaba con unas formidables orejas de burro. Sin Rubén Darío quizá hoy no estaría aquí.

Colón anota en el Diario de su primer viaje, según la transcripción que en el Sumario del mismo realiza el padre Bartolomé de las Casas para escribir su Historia de las Indias, ya que el original colombino se perdió, la palabra «canoa», el primer americanismo que se incorpora al castellano. Así recoge de las Casas:

Viernes 26 de octubre.

Estuvo de las dichas islas de la parte del Sur. (se trata de unas pequeñas islas avistadas el día anterior) Era todo baxo cinco o seis leguas; surgió por allí. Dixeron los indios que llevaba que avía de ellas a Cuba andadura de día y medio con sus almadías, que son navetas de un madero adonde no llevan vela. Estas son las canoas.

«Almadía» es la palabra castellana con la que se denomina el tipo de embarcación que se parece más a la canoa y que hasta entonces ha utilizado el almirante en su diario. Pero a partir del 26 de octubre de 1492 usará ya para siempre el término canoa. Y no solo en su diario, sino también en la carta que Colón escribió a Luis de Santangel, fechada el 14 de febrero de 1493, publicada en Barcelona en abril del mismo año, donde da cuenta del descubrimiento y alude, entre muchas otras cosas nuevas y dignas de admiración, a los tipos de canoas con «las que los naturales —escribe— navegan todas aquellas islas que son innumerables, y tratan sus mercaderías».  

La carta a Santangel, al parecer, se convirtió de inmediato en un best seller. Fue tan difundida que hoy diríamos que se hizo viral, puesto que, tras traducirse al latín, se editó hasta doce veces entre 1493 y 1500 en diversas capitales europeas y es posible que Nebrija incluyera en su Vocabulario español latino de 1495 el término «canoa» tomándolo de la carta colombina.

A mí me gusta muy especialmente, se lo confieso a ustedes, que fuera la palabra «canoa» la primera en introducirse en el español peninsular, una palabra con que los antillanos designaban a la embarcación hecha de troncos, ligera y humilde que usaban para ir de un lugar a otro, surcando el mar, para establecer comercio y relación, como bien apunta el almirante, rompiendo así el aislamiento.

En otras latitudes mediterráneas, muchos siglos antes de que Colón llegara a América, los autores clásicos reprobaron la pérdida del aislamiento. Culparon del fin de la Edad de Oro y de la destrucción de la sociedad idílica que esa época comportaba a «la perversa nave», como escribió Tibulo, «el pino ahuecado» ya que la nave Argos fue construida «con pino cortado en las montañas y descendido a la líquida llanura», según cuenta Ovidio. Los clásicos, al condenar la ambición, denostaron la navegación que ponía en contacto mundos ajenos, como por el mar antillano los establecían las canoas.

Aunque dada a las utopías y admiradora de los clásicos, por una vez siento discrepar de ellos, ya que estoy a favor de la relación, el contacto, el diálogo y la concordia. Por eso me permito ensalzar la palabra «canoa», de origen taíno, lengua del grupo lingüístico arahuaco, que hablaban los habitantes de Guanahaní, la primera isla a la que llega Colón, precisamente porque comporta el significado de nave que surca el mar y pone en contacto y en relación. Me consta que actualmente en Chile, Costa Rica, Cuba, México, Nicaragua, Perú y República Dominicana se entiende por «canoa» un canal para conducir agua.

Bienvenidas sean todas las canoas, las que surcan el mar y las que nos permiten seguir estableciendo canales que nos unan.