Los americanos de lengua castellana no somos —como tantas veces se dice— herederos de España. Es que, si bien es incontable lo que de España hemos recibido y seguiremos recibiendo en términos de valores fecundos y perdurables, sería inexacto caracterizar ese cúmulo de beneficios como si fuera una herencia. Puesto que España no ha muerto ni tampoco morirá, nunca seremos sus herederos. ¿Qué decir entonces de la relación con esta «madre nuestra» que no deja de rejuvenecer?
Una fértil coetaneidad caracteriza a las culturas que no nacen para desplazarse unas a otras y sucederse, como lo hacen padres e hijos, sino para crecer constante y simultáneamente, desde el momento mismo de su recíproca fecundación.
Es decir, que los americanos, sin duda muy posteriores a España como expresión de Estados independientes, no seremos nunca sucesores suyos sino sus contemporáneos en el orden decisivo del aliento espiritual y la pujanza creadora. Vinimos después para coexistir con ella en un ahora constante, en un hoy simultáneo al que también aportamos lo que fuimos y seguimos siendo, aun antes de que ella y nosotros nos encontráramos como naciones igualmente libres.
Ese patrimonio común al que me refiero revela lo que tiene de sustancioso mediante las diferencias que nos distinguen y no pese a ellas. Martin Heidegger dice bien cuando asegura que «las diferencias son la garantía del parentesco en lo mismo». Podemos reconocernos emparentados precisamente porque somos distintos. Si fuéramos iguales no sabríamos distinguirnos y lo idéntico privaría en todos nosotros como sinónimo de indiferenciación. Por ello, lo común se manifiesta y enriquece con nuestras diferencias en la emoción del encuentro.
Es entonces sobre un valor compartido por españoles y americanos que deseo hacer recaer esta mañana el propósito de mi reflexión. Valor común, claro está, en un vastísimo repertorio de bienes de igual relieve pero especialmente interesante, me parece, en el marco de este encuentro consagrado a nuestra lengua, puesto que tiende un sólido puente de coincidencias entre quienes, para constituir y desplegar su propia subjetividad en una y otra orilla del Atlántico, se valen de la palabra creadora. Ese valor, a la vez universal entre todos los que escriben, es el de la fe literaria concebida como fundamento y estímulo de la aventura expresiva.
¿Qué podríamos, pues, entender por fe literaria?
Tal como lo concibo, el escritor es, en un orden elemental, hombre de fe o, en otros términos, considero posible y hasta necesario hablar de su vocación como de una auténtica fe literaria.
Al igual que otras manifestaciones de la fe —la religiosa, la artística o la científica—, la fe literaria responde a un llamado ineludible para su destinatario. Se cree en la literatura como destino personal mucho antes de estar persuadido de su valor social y aun cuando nunca se lo esté. La fe literaria encauza la imperiosa necesidad personal que se tiene de escribir porque solo haciéndolo se entiende que la propia vida habitará con provecho los dilemas esenciales de su sentido. Con ello, claro, no se trata de alentar la ilusión de que se estará entonces al margen de todo extravío. Se trata, en cambio, de no perderse fuera sino dentro del ámbito que se nos impone como propio. De igual modo, esta necesidad insoslayable de ser fiel a la pasión que se siente no garantiza que la belleza y la expresividad, si es que cabe disociarlas, vayan a manifestarse en la palabra de quien la acata. Una vocación no es garantía de nada, salvo de su propia intensidad.
La disponibilidad interior hacia la literatura, concebida como modo de realización subjetiva, no encuentra sustento en la promesa de un inequívoco logro venidero. Se nutre, eso sí, en la experiencia efectiva de un goce inconfundible que no por eso deja de ser desvelo y esfuerzo, hallazgo y búsqueda a la vez.
En el hombre, debido a su fe literaria, esa palabra no solo se ha manifestado como instancia culminante del espíritu. Se ha revelado, asimismo, como la única a cuyo contacto él se siente respirar a pulmón pleno, es decir con libertad. Escribir es, pues, para él dar cumplimiento a la celebración de un encuentro superlativo con la realidad como revelación y tarea. En tal encuentro, la palabra ha dejado atrás el pálido valor que le infunde la costumbre y la función desteñida en que la ahoga la retórica sin sustancia.
Es nuestra complejidad —la de los seres que se saben arrojados a la emoción de ser y a la evidencia de la muerte— la que toma la palabra al escribir, la que aflora como nuestra más íntima posibilidad de existencia.
La fe literaria no salva de la angustia, no ampara de la duda, pero infunde, a esa angustia y a esa duda, un significado y una altura que las justifican y que, sorprendentemente, califican a la vida de quien las padece como vida libre, personal.
La fe literaria, escribe Octavio Paz, «es fe hecha de duda y entrega, de diaria pena y diaria alegría, de largos trabajos y breves iluminaciones».
Me parece oportuno, en el marco de un encuentro como el que hoy se inicia, y aun cuando parezca que los notables desafíos del universo tecnológico absorberán mayormente la reflexión sobre nuestro idioma, me parece oportuno, digo, recordar que el hombre que desconoce esencialmente su idioma no es aquel a quien le faltan las palabras o aquel que las emplea con torpeza. Es, en cambio, el que hablando de su lengua y el lenguaje ignora u olvida hasta qué punto consistimos en la ardiente necesidad de decir a propósito de nuestra presencia personal en el mundo y de la singularidad de nuestro destino. Y si es indiscutible que, en incontables ocasiones, el hombre dispone de la palabra, más básico y complejo es advertir que la palabra dispone del hombre cada vez que al hombre le es dado sumergirse en la emoción de esa momentánea presencia en el mundo y en la emoción del mundo como presencia.
Esencialmente entonces, llegar a ser no querrá decir para el escritor, como hombre de fe, imponerse al consenso colectivo, triunfar. Llegar a ser querrá decir: estar, habitar, sostenerse en la aventura singular de escribir. No abandonar esa morada de inigualado sentido que es para él la casa del desvelo creador. Allí tienen lugar la trascendencia y su celebración, el encuentro con el soplo común y universal que alienta en la infinita pluralidad de todo lo singular y concreto.
Hay para el hombre de fe literaria una dimensión sobrenatural de las cosas. Es aquella en que se rompe la prosaica familiaridad de nuestro trato con ellas. Aquella en que las cosas dejan de ser, primordialmente, objetos de posesión, mera materia de uso o marco estable de nuestra indiferencia, para pasar a manifestarnos algo que no es lo que habitualmente nos dicen. Es entonces, y en virtud de tal manifestación, que al hombre de fe literaria lo acosa y lo apremia el deseo de escribir.
Por obra del asombro, el semblante de lo real se inviste de un peso significativo excepcional y dominante. De tal modo aflora lo insospechado y sin embargo siempre latente, y pide también él la palabra. Pero la palabra que lo insospechado pide no es la que presume que podrá poner fin al enigma que le da sustento. No es la palabra que cataloga, encuadra o define. Es, en cambio, la palabra capaz de celebrar el sentido fecundo de la irrupción de lo insospechado, la pujanza transformadora de su aparición en el trato con las cosas.
«El poeta está allí, / para que el árbol / no crezca torcido», propone Nicanor Parra. Y esa torcedura no es otra que la que encubre y rebaja, en todo lo que nos circunda, el misterio del hecho capital y primario de la existencia, el milagro de la posibilidad de la presencia de cada cosa y de cada uno de nosotros.
En la fe literaria, la palabra ha ganado altura excepcional como expresión, ciertamente paradójica, de lo inefable. Esto —lo inefable— crece como verdad para el hombre a expensas de lo trivial y establecido, en la medida en que el barniz de mansa familiaridad que a las cosas revestía queda al descubierto, precisamente, como barniz y no como idiosincrasia.
La palabra ejercida como ese poder que logra atravesar la piel convencional de lo viviente para adentrarse en el enigma del fundamento común a toda existencia constituye la privilegiada emoción a la que se halla expuesto el creador literario al dar con sus temas; la emoción superlativa, en suma, que tan bien subraya Jacques Prévert: «Yo tuteo a todo lo que amo, / aun si no lo conozco».
Bien se lo sabe: por inmensa que resulte, será siempre minoría la que busque y encuentre sustento en la palabra literaria. Pero de esa minoría, me parece, debería formar parte la universidad. Sin embargo, la suerte cosechada por la literatura en la enseñanza hoy considerada superior induce a creer que estamos cada vez más distantes de esa posibilidad. Allí, la expresión de la experiencia personal de vida, que desde la mira humanista constituye el núcleo argumental de lo estético, parece haber sido apartada del escenario central de los intereses académicos. Su sitio lo ocupa desde hace años la estrategia de la composición literaria, la obra como objeto, y, aun diría yo, como artefacto, en los términos de Ernesto Sábato. El texto, entendido como prodigioso transmisor de vida y fruto de un encuentro de excepcional intensidad con el mundo, se ha convertido en pretexto. Es en cambio lo instrumental, la trama de recursos objetivos empleados en la composición, lo que desde hace mucho tiempo ocupa el altar mayor de la devoción crítica.
He aquí lo estremecedor: que aquello que un hombre pueda decirnos acerca del hecho de haber rozado el núcleo de su propio dolor y sus emociones fundamentales en el trato con cuanto existe haya dejado de ser preeminente para quienes dicen interesarse por el estudio de la literatura. Una nueva intrascendencia devora el sentido de la experiencia personal. Es la que, marchitando la sensibilidad filosófica, daña el mundo propuesto como ofrenda primordial del escritor al lector. El goce de la intimidad ha sido descalificado por el imperativo de la explicación, olvidando, en virtud del extremismo en que se incurre, lo que sabía Georges Braque: «que las pruebas fatigan la verdad». Justamente allí donde, en sentido eminente, se enseña a leer —en la universidad—, la facultad de comprender y privilegiar el intercambio de experiencias personales ha languidecido como meta central del trato con los libros.
Algo más para terminar. Horas de desorientación como las presentes conoció muchas la humanidad, y en ellas la violencia ha ejercido, desde siempre, un hondo influjo. Su despliegue asegura un arrebatamiento fácilmente homologable a la convicción. En nuestros días, la violencia nutre su impulso en un suelo más poderoso que el miedo a la guerra. Me refiero al miedo a la paz. La paz, cuando prospera, obstruye el cauce de los conflictos más elementales y franquea el curso de los grandes dilemas subjetivos, infinitamente más complejos, sutiles y, por cierto, primordiales. El miedo a la paz cunde en estos días. Sus efectos pueden advertirse en la rapidez con que vuelven a proliferar, en variadas latitudes, brutales evidencias del fervor maniqueo. Con empeño y sin pausa, se trabaja para que ese enemigo siempre imprescindible para el fanatismo reconquiste un perfil nuevamente inconfundible y para que sobre él pueda volcarse, cuanto antes, la necesidad de exorcizar los terrores más recónditos que nos habitan.
Pero esta simplificación pavorosa alivia —y no solo distancia— al hombre de otras responsabilidades. Extenuadas las vertientes de la cordialidad, cualquier cercanía resulta agobiante. Es que si el criterio hegemónico, en el alba de este siglo, es el que celebra haber liberado al hombre de la necesidad de un vínculo cordial con su entorno y con su prójimo, la paz fatalmente resultará amenazante. Bien lo sabe el hombre de fe literaria y mucha habrá de ser su fortaleza para sustentarse en sus ideales en una hora de tanto desprecio por lo literario, es decir, por el pensamiento cordial. Y digo sustentarse antes que sustentarlos porque no me parece que esos ideales sean de frágil contextura y no busquen, una y otra vez, el evasivo corazón del hombre. Es este, más bien, quien no siempre parece dispuesto a soportar esa extraña y fascinante carga de la fe que lo libera y lo compromete. Pues bien: con su atormentada realidad cotidiana, el nuestro es un tiempo que convoca al escritor, que lo solicita desde su más íntima indigencia. Y lo requiere de tal modo porque, sabiéndose necesitado de reconciliación consigo mismo, sabe a la vez nuestro tiempo que el escritor, como hombre de fe, es ante todo un hombre enamorado.