La «jerga culturosa», un extraño virusJuan Bedoian
Editor responsable de la Revista de Cultura Ñ, de Clarín (Argentina)

Para lo que de ahora en más llamaré la «jerga culturosa», el tema de esta exposición podría ser anunciado de la siguiente manera:

Hacer una discursivización sobre ciertas esterotipias verbalizantes que ambiguan los discursos expositivo-explicativos con relación dialógica; tratar la variabilización de técnicas desagentivadas que, lejos de promover la prototipicidad academizante, plantean un conflicto epistémico refutativo; y, finalmente, desplegar argumentividades en lo relativo a ciertos hipodigmos lexicales que están ex situ del aparataje modélico de los trabajadores de prensa en los mass media.

Créase o no, estas adiposidades verbales fueron seleccionadas entre artículos publicados en diarios y revistas culturales. Hay un desmadre lingüístico en el fragmento citado, una profusión casi enfermiza de sílabas, palabras y construcciones confusas de origen confuso. Temeroso del contagio de ese curioso lenguaje, aclaro rápidamente que esta ponencia intenta reflexionar críticamente sobre ciertos usos de nuestro idioma en textos periodísticos —no literarios— que se publican en los suplementos y revistas culturales. Porque allí es donde existen más posibilidades de toparse con estos engendros que ya uno no sabe cómo clasificar: ¿esnobismos, neologismos, barbarismos, subsistemas, jergas o simplemente juergas? De lo que sí tengo certeza es de que hay que combatirlos y esa es mi módica batalla como periodista.

Esa batalla está inserta en un contexto más amplio. Casi todos coincidiríamos aquí en algunos de los peligros que acechan al español en este mundo globalizado: la presencia invasiva del inglés, el empobrecimiento cultural y la educación deficiente. También coincidiríamos en que los medios de comunicación desempeñan un papel fundamental en la defensa del idioma porque son difusores y propiciadores de los usos lingüísticos; tienen una enorme influencia sobre sus destinatarios, incluso mayor que la de las escuelas, según han demostrado algunas encuestas. Coincidiríamos, también, en que los periodistas tienen varios compromisos: con su propia ética, con el uso adecuado de nuestro instrumento de trabajo —la lengua— y con los lectores. Los tres plantean responsabilidades y obligaciones en estos tiempos vertiginosos de la Sociedad en la Información, un maremágnum informativo creado por la televisión, Internet, las radios y los mismos diarios.

El primer compromiso está fuera de cuestión. Quiero detenerme en los otros dos, y lo hago desde mi experiencia laboral particular, en este país y en una ciudad, Buenos Aires. Especifico esto porque no hay dos experiencias iguales. No soy lingüista ni experto en lexicología como algunos de los ilustres participantes en este congreso que, desde hace mucho tiempo, vienen haciendo extraordinarios aportes para enriquecer nuestra lengua. Sí soy un experimentado periodista que, en este último año, desde una revista, intenta transmitir contenidos —en este caso culturales— a una inmensa cantidad de lectores con una premisa acaso trillada pero que, a veces, se omite: el «sentido común».

¿Cómo transmitir esos contenidos de una forma rigurosa, inteligible y bella? ¿Cómo socializar el conocimiento con los receptores sin caer en la banalidad o en el protocolo de lectura dictado por cofradías que hablan desde un lugar imposible, el Saber Absoluto? ¿Cómo transmitir esos conocimientos en un lenguaje accesible que acerque temas muchas veces complejos a una masa de lectores de todo el país sin considerarlos sujetos inertes, cosificados —perdón por el neologismo, pero lo juzgo necesario— en la relación con los productos culturales? Hemos salido al cruce de estas preguntas en el último año y nuestros lectores sabrán si las respuestas han sido buenas.

El «sentido común» me ha dicho que, en el terreno de la lengua, el llamado periodismo cultural —no todo, pero una buena parte de éste— todavía adolece de algunos vicios que hay que desterrar. No estamos hablando aquí de reiteraciones de términos, uso impropio de las preposiciones, cambios de género, sino de lo que llamaríamos la «pomposidad lingüística». El Diccionario de la Real Academia define al adjetivo «pomposo» como algo «hueco, hinchado y extendido circularmente». Las pompas que a mí me desvelan, en cambio, tienen forma de columnas, llevan firma y se caracterizan por los siguientes rasgos: el uso indiscriminado de un lenguaje críptico lleno de neologismos que sólo entienden unos pocos; la tendencia de ciertos intelectuales a complicar la realidad en sus textos cuando la cuestión es al revés, simplificar aquello que en la misma realidad aparece como complejo; la distinción artificial que se hace entre los textos supuestamente especializados y para iniciados (la «cultura» de los letrados) y los mensajes dirigidos a todos los usuarios de la lengua (la gente).

En el periodismo cultural —en cualquier periodismo— hay un solo lector que representa a todos los lectores: es el que entiende claramente el mensaje. En el periodismo hay muchas formas de expresarse, pero una sola lógica: el idioma común que nos permite comunicarnos. 

Los intelectuales que practican la «jerga culturosa», más visible en ciertas críticas literarias o artísticas y en artículos del ámbito académico, se regodean con una retórica compleja y enredada que a veces puede o no parecer inteligente, pero induce al lector a abandonar rápidamente la lectura. Los periodistas no podemos darnos el lujo de perder o confundir a un lector. Y no sólo no podemos, sino que no debemos hacerlo ya que estamos comprometidos con él y nos cabe una responsabilidad en esa pérdida.

Creo que un periodista no está cuidando la lengua ni está cuidando a sus lectores si publica en su medio este fragmento que padecí en la lectura de una crítica literaria: «Es como si la reconstrucción estuviese condenada a ser una textualidad autofágica que remite a su propia signicidad». ¿Cuál es la responsabilidad de los periodistas en el cuidado de la lengua cuando publican en sus medios que «hay que barrar la forclusión», «taxonomizar la proyectualidad», «comtemporaneizar con el grupo decisor», «trasponder la subalternidad»? ¿Es una causa justa batallar contra los que usan «territorialidad» en vez del más simple y castizo «territorio», «continentados» en vez de «abarcados», «el artefacto escritural» en vez de «escritura», «simetrización» en vez de «simetría», «calidad textural» en vez de «textura», «matérico» en vez de «material»?

Quizá el futuro dictamine que ésta es una causa perdida ya que, a lo largo de los siglos, muchas palabras cuestionadas en su momento se incorporaron finalmente a la lengua. Pero hoy me parece que es una causa justa. El hecho de que algunos de estos disparates que han entrado sin permiso a la lengua sigan circulando en los medios no habla bien de la lengua ni de los medios. ¿Qué hacer frente a esas rarezas léxicas? ¿Los periodistas debemos aceptarlas por el supuesto de que todos los procesos de la lengua tienen siempre un punto de arbitrariedad lingüística? ¿Esa arbitrariedad no tiene límites, justifica el uso de adjetivos como «eufemizado», «otrizado», «factural»?

En los casos que menciono, la contradicción no está planteada como el choque entre un español estándar y un español más rico, más colorido, más expresivo, más bello. No refiere el conflicto entre espontaneidad y norma, permanencia o cambio. Tampoco alude a las tensiones entre casticismos, purismos o dictaduras académicas que empobrecen la lengua, por un lado, y la vitalidad deseable y necesaria que debe tener una lengua para mantenerse actualizada, por el otro. Sería necio formularlo en estos términos: los idiomas cambian, inventan voces, fluctúan. Los neologismos y regionalismos cumplen un papel importante en la riqueza lingüística porque expresan un concepto nuevo, propio de la palabra, y una identidad, una forma de ser y pensar. Pero están los neologismos necesarios y los innecesarios. Yo tengo un problema personal —casi diría estético— con los segundos: además de oscuros y vacuos, me parecen horribles.

En el léxico periodístico —no en el literario, obviamente— hay una contradicción más importante que resolver y convoco para ello al viejo y apreciado «sentido común»: lenguaje inteligible versus lenguaje ininteligible. La cita de un hombre sabio que ya no está entre nosotros y a quien este congreso debería rendirle un homenaje, Fernando Lázaro Carreter, ha definido muy bien esa tensión: «Procurar que el idioma mantenga una cierta estabilidad interna es sin duda un empeño por el que vale la pena hacer algo, si la finalidad de toda lengua es servir de instrumento de comunicación dentro del grupo humano que la habla, constituyendo así el más elemental y a la vez imprescindible factor de cohesión social: el de entenderse».

Hay otro hombre sabio que aborrecía lo que él denominaba el «vocabulario gremial». Ese hombre, Jorge Luis Borges, me ha susurrado al oído: «El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen las desventajas de sugerir diferencias imaginarias; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas».

Cada vez que hago periodismo pienso en ellos y en 250 000 lectores. Deberían también hacerlo los Inefables Miembros de la Secta Culturosa, para quienes está instalada la idea de que un texto, cuanto más oscuro y hermético, más profundo es.

El «sentido común» o, si prefieren, el «buen sentido», me ha dicho que en el periodismo, al menos, no se puede creer lo que no se entiende.