Leer y pensar en español Asdrúbal Aguiar
Columnista y asesor editorial del diario El Universal (Venezuela)

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Durante el Congreso internacional sobre lenguas neolatinas en la comunicación especializada, celebrado hace ya dos años por El Colegio de México, se mencionó la preocupación del más grande de nuestros filólogos del siglo xix: Andrés Bello, para quien nuestra lengua arriesgaba transitar por la igual corrupción que en Europa hizo desaparecer al latín. Bien podía transformarse aquella —apuntaba el Maestro— en una pluralidad de dialectos irregulares, licenciosos y bárbaros, obra del aislamiento, del analfabetismo y de la pluralidad de los países hispanohablantes de España y de América.

Sin embargo, a pesar de su cúmulo de palabras marcadas —dominadas por los «ismos»— v. g. los americanismos, los argentinismos o los venezolanismos —y sus consiguientes diferencias semánticas—  y de palabras no marcadas —que son la mayoría, casi un 99 % en su uso por la televisión internacional—, el español logró establecerse, crecer, y estandarizarse dentro de límites nunca antes imaginados. Sin proponérnoslo, más allá de nuestro espíritu hispano, telúrico y disolvente, unos y otros nos hemos dado, en términos lingüísticos, cuando menos, una «nación hispanohablante». Su población representa el 6 % de la humanidad y el 40 % de América; está unida a un territorio que desborda el 10 % del planeta y se expande por cuatro continentes y veintidós países, según la desafiante descripción de Carlos Leáñez Aristimuño, reputado investigador venezolano sobre el devenir de las lenguas latinas en el contexto de la globalización.

Hoy existen 6000 lenguas y el 96 % de ellas las hablan apenas 4 % de los seres humanos. Más del 50 % las hablan menos de 10 000 personas y el 25 % menos de un mil. Cada dos semanas una lengua desaparece, dado que, como lo recuerda el mismo Leañez «lengua que vale poco, se usa poco y lengua que se usa poco, poco o nada vale». Y no es este, en efecto y con todos los riesgos que padece, el caso del español.  

No fue tanto la imprenta de libros cuanto la reducción de las tasas de analfabetismo y, junto a ésta, el inusitado crecimiento de los medios de comunicación de masas —escritos, orales y visuales— los que hicieron posible y todavía sostienen el milagro de la unidad, fortaleza y modernización de nuestra lengua castellana.

La emergencia y expansión en el uso contemporáneo de los medios electrónicos de comunicación, a saber, Internet, dada la demanda de lo instantáneo que reclama la interdependencia y el cruce acelerado entre pueblos y civilizaciones dentro de la llamada Aldea Global, muestra de modo emblemático y actual el valor de uso creciente —económico y no solo cultural— alcanzado por el español.

Hasta hace poco tiempo, el 90 % de los 2400 millones de páginas web estaban escritas en inglés. Hoy, la lengua de Shakespeare cubre apenas el 65 % de las páginas que a diario son visitadas y leídas por los «internautas».

Iberoamérica, sumada España, muestra una cifra próxima a los 40 millones de usuarios digitales de la lengua de Cervantes. La cifra de Venezuela, que es modesta dentro de los señalados extremos, creció entre los años 2001 y 2002 desde 300 000 hasta 1 480  000 usuarios, revelando con su ejemplo el indiscutible despegue exponencial que ofrece y revela la comunicación vía Internet: que es instrumento que complementa —sin sustituirlo— el esfuerzo informativo de la prensa escrita y radioeléctrica.

Nuestra lengua, en suma, integradora de un universo próximo a los 400 millones de hispanohablantes, es la cuarta más hablada, «tras el chino mandarín, el inglés, y el hindi. Su empuje es de tal calibre que en Estados Unidos ya se está consolidando como segundo idioma» (cf. Francisco Gómez Aladillo, La expansión del español en Internet, 2002). 

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Podría decirse, entonces, que el español, amén de su disposición instrumental por los medios de comunicación de masas y dado el valor estratégico que acusa en razón del número creciente de lectores, «internautas», radioescuchas y televidentes que hacen parte del gran mercado mundializado e hispanohablante de la información, hoy plantea, sin mengua de sus fortalezas, otros desafíos de no poca entidad. El español compite y no siempre con éxito, ante el inglés, por los espacios inéditos y controversiales que nacen y son inherentes a la Edad de la Inteligencia Artificial en cierne, es verdad.

La citada estandarización de la lengua española, cuyo uso adecuado y productivo ocupa parte del trabajo diario de las redacciones de los periódicos y cuenta, además, con la atención de organizaciones internacionales gubernamentales —como Unión Latina— y no gubernamentales —como las asociaciones de terminología—, ayuda a que los contenidos de la información alcancen al mayor número de destinatarios. Mas, tal propósito no puede verse simplificado si con ello se  sacrifica la rica variedad como los matices que le otorgan talante propio al idioma español, sólo digno de las mejores creaciones del pensamiento.

En todo caso, uno de los papeles preparados con ocasión del citado Congreso sobre Lenguas Latinas (v. g. Raúl Ávila, La lengua española en el espacio internacional, El Colegio de México, 2002), traslada ejemplos interesantes acerca del léxico y la sintaxis del español y su adecuación a las exigencias obligantes de un mercado en franco crecimiento, requerido de vocablos de uso general, no marcados, que superen la segmentación a que ha dado lugar el uso del español en nuestros distintos países. De allí la necesidad acusada por los medios de comunicación de vocación internacional, de apelar a sinónimos que, incluso al margen de la versión estricta de la academia, ofrezcan el mayor grado de generalidad para la descripción uniforme de una misma realidad común.

El denominado equipamiento del idioma español, es decir, su desbordamiento hacia los núcleos temáticos de mayor interés y demanda, en otro orden, nos puede abrir espacios que son clave de la vida contemporánea y propicios para la expansión universal de la cultura iberoamericana. Pero, el inglés, lo repetimos, aún nos supera en competencia y pugna por la supremacía.

Así las cosas, sin perjuicio de todo lo anterior, juzgo pertinente destacar lo que más importa —en mi modesto criterio— a la preservación de nuestra identidad iberoamericana en el marco de la globalización corriente: redescubrir la citada tonalidad de nuestra lengua y su especifica vitalidad para aproximarnos a la realidad que nos circunda, con el criterio plural del mestizaje, a fin de que pueda para dar lugar a ideas y pensamientos originales, construidos a partir de lo que somos y sobre la forma en que existimos.

La lengua, que duda cabe, es parte esencial de la vida humana; es algo más y mucho más que un atributo de la vida biológica.

Gracias al lenguaje, lo refería un aventajado alumno de nuestra Universidad Simón Bolívar de Caracas, «somos capaces de crear conceptos que inclinan nuestra percepción» (J. Guzmán, Vista, oído, gusto, tacto, olfato… y lenguaje, http://universalia.usb.ve/). Cuando nombramos algo, o a alguien, le otorgamos identidad o lo clasificamos incluso para fines de nuestra memoria y a la manera de Aureliano Buendía.

Pero la lengua, al permitirnos delimitar la realidad de la manera que mejor nos parece, nos ayuda a darle un significado, un valor, y fijarle un modo de relación a sus distintos componentes.

La lengua es el oxígeno de lo humano: lo dice con mejor y emocionado verbo Leáñez Aristimuño: «Por ella entramos en la sociedad, por ella la sociedad entra en nosotros. Ella es la red que lanzamos sobre la realidad para pescar significación. No es otro conocimiento más: es la base del conocimiento»… y de la cultura, a fin de cuentas.

No por azar, entonces, pude escribir hace algunos años sobre nuestro avance hacia el tercer milenio, desde la perspectiva de la cultura y de la ética que sugiere la globalización tecnotrónica, para decir con Octavio Paz que «despertar a la historia significa adquirir conciencia de nuestra singularidad». Y, dado que el signo constante de las tradiciones culturales es la diversidad, como lo explica Ralph Turner en su conocida obra sobre Las grandes culturas de la humanidad, todos y cada uno de los hombres —varones y mujeres— si acaso hacemos pocas cosas a lo largo de nuestras existencias, todos y cada uno hacemos «estas pocas cosas de muchos modos diferentes».

Todos y en especial los iberoamericanos, dada nuestra génesis y a fuerza del mestizaje, repetimos lo aprendido, lo cambiamos, o lo adaptamos. Pero, a fin de cuentas, todos tenemos un modo propio de hacer y de sentir las cosas comunes. Todos somos, por lo tanto, creadores y a la vez productos perfectibles de la cultura. Y no podría ser de otro modo, siendo que el signo de lo humano es, justamente, la unidad en el genero y la unicidad en la experiencia de lo vital.

En suma, de poco o nada servirá la lengua española al desarrollo de la personalidad de cada iberoamericano si no es capaz de permitir y de permitirnos, aparte de hablar, pensar y expresarnos en unidad y en diversidad, a la vez. De nada nos serviría ser hispanohablantes si no somos capaces de asumir el pensamiento y el hacer como hispanohablantes. Y es este, exactamente, el dilema de nuestro tiempo, la oportunidad para el despeje de la mentira política instalada en nuestro ser durante los dos últimos siglos.

No nos hemos atrevido a ser lo que somos y, por lo mismo, lo diría Octavio Paz, el daño moral que hemos sufrido alcanza a zonas muy profundas de nuestro Ser. «Imitación más que creación, remedo más que originalidad, sigue siendo la causa cierta de nuestro retardo como América mestiza para adquirir conciencia de nuestro propio Ser y de su valor» (Vid. nuestro ensayo De la integración colonial a la desintegración republicana: Una reflexión sobre la contemporaneidad de América Latina, 1978).

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El último 12 de octubre —he aquí quizás un ejemplo preciso que explica mi anterior perorata— las agencias de noticias y los noticieros de televisión transmitidos vía satélite hacia toda Iberoamérica dieron cuenta de un hecho insólito, de no poca significación para el cabal entendimiento del tema que nos ocupa.

Bajo la guía e inspiración del Gobierno del presidente venezolano Hugo Chávez Frías, sus seguidores, con fervor e igual indignación conmemoraron el Día de la Resistencia y del Genocidio Indígenas. Evitaron toda referencia al tradicional Día de la Raza o del Descubrimiento de América. Quisieron archivar para siempre, en un momento de euforia colectiva, hasta el significado del «Encuentro entre dos mundos»: manera como la fértil creatividad de los mexicanos describe la fecha de marras. Y dentro de tal contexto, con inocultable saña primitiva, el «chavismo neobolivariano» tiró por suelos la estatua del navegante y descubridor del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón.

Tras un juicio público, simbólico, condenaron no tanto al pionero cuanto la obra de civilización que fraguara de su esfuerzo. Los seguidores del Teniente Coronel creyeron haber destruido así, para la posteridad y en el imaginario popular, el lastre que nos habría hecho ver, hacer o sentir las cosas en línea diferente a los dictados de nuestra germinal condición «indoamericana». Sería la hora, por consiguiente, para dar vuelta atrás a las páginas de la historia transcurrida y conocida.

El asunto no es baladí.

A pesar de que para el momento de nuestras independencias, hacia 1810, «la textura vital y cultural del hispanoamericano —como lo apunta Fernando Cervigón Marcos (¿Por qué Iberoamérica?, Universidad Monteávila, 2000)   —ya estaba configurada en sus elementos básicos fundamentales: la religión y la lengua, y expresaba ya una forma de ser, de pensar y de entender la vida» decantada durante más de 300 años; e incluso, no habiendo sido la independencia un hito revolucionario, provocador por lo mismo de fracturas sociales y sí instante de confrontación sólo entre españoles criollos y peninsulares, asumimos valores trasplantados desde la experiencia revolucionaria americana y francesa. Y poco interés despertó entre nosotros, por obra de la fatal circunstancia, la evolución que entre el Antiguo Régimen hispano y la modernidad liberal propusieron, con lucidez y sin solución de continuidad, las Cortes de Cádiz  en el año 1812. Y la mentira, lo repetimos nuevamente con Paz, pudo instalarse aquí, a pesar de los siglos de construcción del mestizaje iberoamericano.

Y ello, a pesar de lo único cierto, como lo expresaran con firmeza Cervigón y un siglo antes Miguel Antonio Caro. Aquel para decir, con elemental sentido común, que «la historia no vuelve nunca atrás, es indetenible, así como tampoco es modificable la herencia genética». En efecto, para 1810 «los americanos habían adquirido ya todos los defectos y virtudes de los peninsulares, y habían recibido, en cierta medida, el aporte biológico y cultural de las etnias indígena y negra». Caro, a su vez, para recordarnos que «las civilizaciones no se improvisan». «Religión, lengua, costumbres y tradiciones: nada de esto lo hemos creado; todo lo hemos recibido… y lo que constituye nuestra herencia nacional, pudo ser conmovida pero no destruida por revoluciones políticas», como lo ajusta el grande humanista y pensador colombiano del siglo xix.

Pero la mentirá, lo reiteramos, logró instalarse constitucionalmente en el seno de lo iberoamericano y hoy vuelve por sus fueros. Así de simple. 

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La más reciente jurisprudencia de la Sala Constitucional de Venezuela, fijada con su célebre decisión 1013, dice, con audaz heteronomía cómo han de redactar sus crónicas y usar el lenguaje los periodistas para no afectar a la información veraz e imparcial.

El proyecto de Ley de Responsabilidad Social de Radio y Televisión, que debate la Asamblea Nacional venezolana por iniciativa del Gobierno, pretende discernir sobre los elementos de lenguaje que mal podrán ser transmitidos por las emisoras radioeléctricas entre las 5 de la mañana y las 11 de la noche de cada día. Tanto que, además y bajo dicha premisa, será imperativa la transmisión diaria de programas de radio y de televisión supervisados por el Estado y orientados a la defensa de los valores culturales del «bolivarianismo» local.

Esto, dicho así y sin propósito militante subalterno, sitúa sobre el tapete de la reflexión iberoamericana nuevos elementos sociales y políticos que descubren e ilustran la diabólica dinámica sobre la que transita la humanidad de nuestro tiempo y que poco se aviene con el carácter plural y mestizo de nuestra esencia iberoamericana. Los predicadores del pensamiento único, atado a la versión occidental y anglosajona nacida del desmoronamiento del Muro de Berlín, no le dan tregua al conveniente cruce de civilizaciones. Intentan apagar la pluralidad que reside en la condición humana y que, por lo mismo, es asiento necesario de toda cultura.

En tanto que, en un patio no distinto, quienes otrora hicieron del Estado —y de sus manifestaciones institucionales, entre éstas los partidos políticos— centro único para el ensamblaje de la realidad social y el logro de la identidad en la ciudadanía, esta vez, por huérfanos y solitarios vuelven sus miradas hacia las particularidades: hacia la raza, la religión, y el clan. Y no reparan en la recreación de «medievalismos» y del espíritu de intolerancia que les viene anejos. Auspician, temerosos del pensamiento único universal, sus propios «pensamientos únicos» e igualmente excluyentes.

Cabe, pues, preguntar a los medios de comunicación social, depositarios que han sido de la opinión pública en tanto «expresión genuina de la soberanía», según palabras del constituyente gaditano Agustín de Argüelles; articuladores que son —querámoslo o no— de la identidad contemporánea global y antes de que sean víctimas de la insurgencia estatal neototalitaria, si acaso no les corresponde y nos corresponde, al respecto, una responsabilidad y respuesta proporcionales: usar adecuadamente la lengua que se nos legó por España, que es instrumento de información y vínculo de cohesión y de proximidad iberoamericanas, pero a partir y con sentido de lo teleológico; para que la lengua, nuestra lengua, nos ayude a pensar, a relacionar, a crear y a sentir, con legitima ambición de universalidad, sin exclusiones y anegados por el pluralismo que le es connatural.

Lectores, televidentes e «internautas» de esta parte de la humanidad hemos de restablecer, según parece, la fe en nuestra propia historia, aun cuando su hazaña pueda haber sido viciosa. Hemos de retomar la conciencia sobre un futuro que nos será cierto en la medida en que superemos los traumas y complejos que nos hacen presa de causas inciertas y miedos de nuevo cuño. Hemos de rescatar la cultura iberoamericana, hija del mestizaje, en su sentir no triste, vital, con ese gran aliento épico que se le ha observado desde su salvaje amanecer. 

En suma y como lo pedía para su gente Carlos Medinacelli, pensador boliviano, hemos de atrevernos a ser lo que somos y nunca hemos dejado de ser: iberoamericanos.