La escena ocurrió hace más de un siglo en el Congreso Nacional de mi país. En plena presidencia de Sarmiento, su Ministro del Interior, Dalmacio Vélez Sársfield, empecinado en construir las líneas de comunicación que necesitaba la incipiente República Argentina, echó mano de fondos que habían sido votados para obras viales. La oposición reaccionó de inmediato; ante la interpelación, el argumento esgrimido por Vélez Sársfield en su defensa fue terminante: «los hilos del telégrafo también son caminos; son los caminos de la palabra».
En la actualidad, cuando millones de palabras viajan a través de la tierra, el mar y el espacio, la expresión de Vélez Sársfield adquiere una transcendencia y un interés inusitados. Los simples hilos metálicos del telégrafo del siglo pasado se han convertido hoy en cables subterráneos y submarinos de fibra óptica, satélites geoestacionarios y otros de baja altura, antenas de emisión y recepción de todo tipo... Por ellos circulan constantemente ondas de las más diversas frecuencias transportando información, no sólo entre personas y personas, sino también entre personas y máquinas, y entre máquinas y máquinas.
Pero si los caminos cambiaron, también se «transformó» la palabra. Comenzó siendo simples puntos y rayas, en el código Morse. Más tarde tomó la forma de voz humana con la invención del teléfono por Bell; se independizó del sustento de los hilos por primera vez en 1901, con el uso de los enlaces radioeléctricos gracias a Marconi, y pudo transformarse en imagen en la década de los cincuenta con el desarrollo de la televisión.
A esa «palabra», tesoro de nuestra lengua española, que la tecnología presente propala a través de los medios de comunicación y de su influencia en la cultura, es a la que deseo referirme en este encuentro.
En su última versión, la palabra resplandece en las pantallas de computadoras interconectadas por medio de redes de comunicación que trasladan instantáneamente toda clase de información de un lugar a otro del planeta. La red electrónica de comunicaciones que empezara de manera tan modesta con el telégrafo abarca en la actualidad el mundo entero.
Es indudable que existe en los seres humanos una necesidad y un profundo deseo de transmitir a distancia el pensamiento. Incluso con medios precarios como lo hacen los «bocongos», nativos del norte de Angola y del sur del Zaire —donde actualmente campean los horrores de la guerra—. Ellos se comunican con el telégrafo de la jungla: el retumbo codificado de los tambores.
En el desierto llano de la Patagonia de la Argentina, con pequeños desniveles y una vegetación de matas aisladas que rara vez supera el metro de altura, las señales de humo fueron otra forma de comunicación.
Curiosamente, en la selva africana, se oye pero no se ve; en la meseta patagónica, se ve pero no se oye, a causa también de las constantes ráfagas de viento que azotan la meseta.
Y en el asfalto de esta era de supermedios en que vivimos —con centenares de canales de televisión y redes de computadoras— se oye y se ve, pero lamentablemente, se reflexiona poco. Y en este aspecto vital de la «reflexión» me voy a detener al final de mi exposición.
Como es obvio cotidianamente, vivimos en un mundo vastamente interconectado, en el que las proporciones de los sistemas globales de comunicaciones superaron con creces los pronósticos más optimistas. Por ejemplo, cuando Arthur Clarke tuvo la idea de los satélites estacionarios, en 1945, creyó que no sería posible desarrollarla hasta el año 2000. Sin embargo, bastaron dos décadas para que se pusiera en órbita el Early Bird, luego denominado Intelsat I. De modo que cuando Neil Armstrong descendió en la luna (otro escenario cercano a la ciencia ficción) casi todo el mundo pudo verlo apoyar su pie en el polvo que había cautivado las fantasías de escritores y artistas desde hacía siglos.
Ése fue el inicio de las comunicaciones internacionales —de la telefonía y la televisión planetaria— que están transformando en grado sumo la civilización moderna. La abrumadoramente promocionada Internet, la red de computadoras que abraza al mundo, pareciera ser la culminación —por el momento— de todas las variadísimas formas de comunicación que se fueron desarrollando desde los primeros rudimentarios telégrafos eléctricos del siglo pasado. Por otro lado, están avanzando las aplicaciones que hacen realidad las reflexiones de visionarios como Buckminster Fuller y J. C. R. Licklider que, hace ya algunas décadas, teorizaron sobre la posibilidad de desarrollar sistemas automáticos de interacción con el conocimiento.
Todo parece indicar que los nuevos medios están produciendo una mutación en la manera en que nos relacionamos unos con otros. Por ello, resulta interesante que nos detengamos durante unos instantes a observar más detenidamente los claroscuros de estas nuevas tecnologías. Porque, tal vez en un grado mayor a lo que sucedió con otras innovaciones, los nuevos medios irrumpieron en el paisaje contemporáneo con la irresistible atracción de un canto de sirena.
Quienes se adhieren superficialmente a todo lo nuevo y tienen poderosos intereses económicos, por ejemplo, se apresuran a subrayar que Internet es el centro de una revolución que afectará profundamente los modos en que nos comunicamos, aprendemos, trabajamos y nos gobernamos.
Ellos gustan de celebrar que nos encontramos en un momento apasionante de la era de la información y de la comunicación, que estamos en sus albores. Y no dudan en afirmar que la tecnologías de la información alterarán nuestras vidas, harán más gratos los momentos de ocio y enriquecerán la cultura, al extender la distribución de la información. Contribuirán al alivio de las tensiones que sufren las áreas urbanas, al permitir a las personas trabajar desde sus hogares o desde oficinas alejadas de los centros urbanos y aliviarán las presiones sobre los recursos naturales.
Para los más entusiastas, los avances tecnológicos nos permitirán no sólo controlar mejor nuestro bienestar sino que harán que tanto las experiencias como los productos de consumo se adapten a nuestros intereses personales.
Por otro lado, los ciudadanos de la sociedad de la información disfrutarían de oportunidades nuevas para mejorar la productividad, para aprender y divertirse. Y hasta se aventuran a pronosticar que la computadora es una herramienta con la potencialidad suficiente como para servir de palanca a la inteligencia humana en un futuro cercano.
Uno de los enfoques más positivos es el de Nicholas Negroponte, director del Laboratorio de Medios del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que durante más de veinte años se ha dedicado a explorar algunas de las más audaces posibilidades del mundo digital. Negroponte —convencido de sus potencialidades— se muestra entusiasmado. «Mi optimismo viene de la naturaleza poderosa de las máquinas digitales», escribe. «La movilidad, el acceso y la posibilidad de efectuar cambios es lo que hará al futuro tan diferente del presente.
La autopista de la información que hoy avizoramos es sólo un pálido reflejo de lo que veremos mañana. Existirá más allá de las más atrevidas predicciones. A medida que los niños se apropien de las fuentes globales de información y cuando descubran que no necesitan de los adultos permiso para aprender, encontraremos nueva esperanza y dignidad en lugares donde no las había antes».
Para Negroponte, la información no sólo es una clave de la democracia sino también una de las riquezas vitales de la nación. Es un bien acumulado por pasadas generaciones que se invierte en el futuro. Y las tecnologías electrónicas tienen el potencial para transformar la información de un bien escaso y mal distribuido en un verdadero bien público, virtualmente inagotable y perpetuamente renovado y expandido.
Por eso las esperanzas de los más idealistas están centradas en enriquecer los lazos comunitarios a través de la activa participación en redes de computadoras, mejorar la calidad de la educación e impulsar la creación artística haciéndola más accesible a todos y preservando las complejidades y la calidad de la información cultural para el uso de las futuras generaciones.
Pero ahora veamos este asunto desde otro punto de vista. Junto con estas predicciones rebosantes de optimismo, sin embargo, no escapa a la percepción de algunos que, al menos por el momento, mientras las redes electrónicas son ricas en posibilidades de comunicación, son pobres en contenido.
Neil Postman, director del Departamento de Ciencias y Artes de la Comunicación de la Universidad de Nueva York, escritor, crítico y estudioso del mundo de los medios, se ha referido en numerosas obras al nuevo papel de la información a partir de la aparición de las telecomunicaciones.
Postman suele afirmar que se preocupa, más que por lo que las computadoras le «hacen» a la cultura, por lo que ellas logran «deshacer».
Cualquiera que haya estudiado la historia de la tecnología, afirma Postman, sabe que el cambio tecnológico es siempre un trato fáustico: la tecnología da y la tecnología saca, y no siempre en la misma medida. Una nueva tecnología a veces crea más de lo que destruye. Y, a veces, destruye más de lo que crea.
Tomemos como ejemplo la invención de la prensa de tipos móviles. Para Postman, la prensa generó la idea moderna de individualidad pero destruyó el sentido medieval de comunidad e integración social. Difundió la prosa, pero hizo de la poesía una forma exótica y elitista de expresión. Hizo posible la ciencia, pero transformó en muchos casos la sensibilidad religiosa en un ejercicio de superstición.
Otra forma de enfocar estos fenómenos es examinar cómo cada nueva tecnología tiende a favorecer a algunos grupos de personas y dañar a otros. Algunas profesiones podrían desaparecer, del mismo modo en que los herreros de caballos quedaron obsoletos cuando se difundió masivamente el automóvil.
Es innegable que el cambio tecnológico siempre tiene como resultado ganadores y perdedores. Para Postman, en la actual situación, entre estos últimos se encuentra el ser humano común, cuya vida privada es ahora más accesible a las organizaciones comerciales y los gobiernos.
Pero hay otro aspecto aún más inquietante: la tecnología siempre tiene consecuencias no previstas. Los monjes benedictinos que inventaron el reloj mecánico en el siglo doce y trece creyeron que brindaría regularidad a los siete períodos de devoción que debían observar durante el día. Y así lo hizo. Pero lo que los monjes no previeron es que el reloj no era solamente un medio de tener control sobre las horas sino también de supervisar y sincronizar las acciones de las personas.
Cuando el reloj traspasó las paredes del monasterio e introdujo regularidad y precisión a la vida del mercader y el trabajador, también hizo posible la producción regular y en serie. Y he aquí la gran paradoja: el invento que había nacido para entregarse más rigurosamente a Dios, pasó a ser utilizado fundamentalmente en el reino de las cosas materiales.
Retomando el tema de la información, lo que comenzó siendo un bien escaso y muy preciado, en las condiciones presentes no siempre ayuda. Actualmente hay tales cantidades de información y es tal su accesibilidad, que para la persona media tiene poca relación con la solución de sus problemas.
Lo que comenzó como un arroyuelo se ha transformado en un diluvio de caos. El lazo entre información y acción se ha roto. La información es ahora un bien que puede ser comprado y vendido, o utilizado como una forma de entretenimiento, o como una suerte de vestimenta para resaltar la propia imagen.
Como ocurre en otros órdenes de la vida, en este caso, más de lo bueno no es mejor. «Es así como ya no tenemos una concepción de nuestra relación con el resto de los seres humanos —afirma Postman—. No sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos o porqué. No sabemos qué información es relevante y qué información es irrelevante para nuestras vidas. Hemos dirigido toda nuestra inteligencia y energía a inventar máquinas que no hacen más que incrementar el abastecimiento de información inconexa, que no enriquecen nuestra visión del mundo y de nosotros mismos».
Cuando hablamos de la ciencia de la información nos referimos a cómo recoger, almacenar y procesar la información. Se nos dice que con más y más información, más convenientemente organizada, encontraremos solución a nuestros problemas. Sin embargo, enfrentamos un vacío espiritual, de conocimiento sobre nosotros mismos, de concepciones sobe el pasado y el futuro.
Neil Postman lo explica muy gráficamente: él dice que nuestras defensas se han desmoronado, nuestro sistema inmunológico de información se halla inoperante, no sabemos cómo filtrarla, no sabemos cómo reducirla y no sabemos cómo usarla.
¿Podemos echarle la culpa a las máquinas de esto? Por supuesto que no. Después de todo sólo se trata de máquinas que son presentadas con sones de trompetas como mesías tecnológicos. Como afirmo en mi último libro Los caminos de la palabra, lo importante en definitiva no es lo que ellas pueden hacer por nosotros sino lo que nosotros hagamos con ellas.
Llegados a este punto me gustaría reflexionar sobre una tercera posición, alejada tanto del optimismo superficial como de los agoreros del apocalipsis.
Se trata de nuestro recordado filósofo español, radicado por muchos años en la Argentina, Ismael Quiles S. J. En sus obras, Quiles se ocupa de la reflexión como la condición que permite al ser humano un salto a un orden superior.
Él se pregunta cuál es la esencia de la persona, qué es persona, y contesta que es aquel ser humano en el que se da una máxima interiorización a través de la reflexión, que es el «estar en sí», el «replegarse sobre sí mismo».
La trascendencia que daba Quiles a la reflexión en la persona humana encuentra importantes conexiones con el mundo de la comunicación social previsto por dos importantes escritores de este siglo: George Orwell y Aldous Huxley.
Orwell escribió La Rebelión de la granja, en 1945, y Mil novecientos ochenta y cuatro, en el año 1949. En el mundo retratado en esta última novela, las autoridades controlan toda acción, palabra, gesto y opinión de las personas. Es un mundo totalitario.
Junto a la pesimista visión de Orwell se encuentra otra, diferente, pero igualmente escalofriante: Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Se trata de una ácida sátira sobre una sociedad controlada por la tecnología, sin arte ni religión, en la que puso de relieve el optimismo engañoso encarnado en una idea superficial de progreso.
Según Orwell, seremos vencidos por la opresión impuesta exteriormente; para Huxley, en cambio, no se requiere de un Hermano Mayor, para privar a la gente de su autonomía, de su madurez, y de su historia. Según su visión, la gente llegará a amar su opresión y a adorar las tecnologías anuladoras de su capacidad de pensar.
Orwell temía que fuéramos privados de la información. Huxley, en cambio, temía que llegaran a brindarnos tanta que pudiéramos ser reducidos a la pasividad y al egoísmo.
Orwell temía que nos fuera ocultada la verdad, mientras que Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial, preocupada únicamente por sensaciones intranscendentes.
En la novela Mil novecientos ochenta y cuatro, de Orwell, la gente es controlada infligiéndole dolor, mientras que en Un Mundo Feliz es controlada infligiéndole placer.
En resumen: Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser lo que nos arruinara.
Ante la avalancha actual de los medios y las comunicaciones de toda índole, la televisión omnipresente, las publicaciones por doquier, las redes de computadoras que nos atrapan, existe la posibilidad de que sea Huxley, y no Orwell, quien tuviera razón.
Es por lo tanto oportuno —me ha parecido— volver al pensamiento de Quiles y sus consideraciones acerca de la necesidad y la importancia de la reflexión.
Quiles era consciente de que si la sociedad hubiera prohibido todas las tecnologías cuyo uso incorrecto podría haber desembocado en efectos peligrosos, aún no habríamos superado la Edad de Piedra y el descubrimiento del fuego. Pero también insistía en que la ciencia y la técnica requieren de espiritualidad, de interiorización.
En su Antropología filosófica in-sistencial, Quiles dice: «La técnica, por cierto, revela la esencia de la persona. La persona es, sin ninguna duda, el único animal capaz de hacer técnica. Por lo mismo, es el único animal capaz de progreso. Los animales no han realizado un progreso porque no poseen técnica. Ahora bien, la técnica no es otra cosa que una transformación premeditada de la naturaleza. Pero, a su vez, la acción sobre la materia en una dirección, presupone un previo estar en-sí, un entrar dentro de sí, situarse en sí mismo, “ensimismarse”, y ahí hacer el plan de acción con el cual poder ir “hacia afuera” para transformar, conforme a una finalidad, la materia, o dirigir, conforme también a una finalidad, la comunicación a otras personas».
La idea de un progreso sin reflexión que animó a muchos y todavía anima a algunos, es —cuanto menos— peligrosa. Se basa en la creencia de que las innovaciones de la ciencia y la técnica impulsan por sí solas el progreso de la sociedad. Pero las guerras de este siglo, con sus armas cada vez más pavorosas, y los dilemas de los últimos años —como por ejemplo la contaminación ambiental y la amenaza a la biodiversidad— han corroído esa creencia.
El filósofo argentino Victor Massuh respalda esta posición. Él suele decir que «es cierto que las conquistas de la civilización actual permiten imaginar un futuro sin fronteras y una sociedad más armónica... pero también imaginar lo contrario: un mundo de desintegración... La simultaneidad... aumenta la abolición de la distancia, pero también la incomunicación entre los seres... Se acrecienta la información, pero la desinformación es su hija predilecta... Así, junto con las enormes posibilidades que brindan los últimos desarrollos tecnológicos, existe una pérdida de la inmediatez: en lugar de la vida directa se prefiere su simulacro o su copia; cualquier producto se presenta hoy como medio de felicidad. Paradójicamente, los medios de comunicación pueden ser al mismo tiempo los medios de incomunicación».
En mi nuevo libro que pronto se editará, Sarmiento y las telecomunicaciones, he investigado acerca de la lucha de Sarmiento por difundir en la Argentina las primeras líneas de telégrafos, en la segunda mitad del siglo pasado. Sarmiento fue una personalidad fuertemente imbuida de la idea de progreso, y desde esta posición bregó por lograr la comunicación entre todos los pueblos para, como él decía, «conquistar la soledad, la ignorancia y el desorden». Fue presidente de la Argentina entre 1868 y 1874, defensor fervoroso de la «civilización» y luchador incansable contra la «barbarie» de su tiempo.
¿Qué pensaría Sarmiento de la profusión actual de las telecomunicaciones y de los medios de comunicación? ¿Se sentiría complacido del camino que estamos transitando o, por el contrario, lamentaría haber contribuido a sembrar las semillas iniciales?
Creo personalmente que se sentiría fascinado por las inmensas posibilidades de las telecomunicaciones modernas e impulsaría con pasión —como siempre hizo— un uso conveniente.
El lenguaje es el rasgo prominente de la especie humana y su invención cultural más importante. Se halla tan íntimamente ligado a las personas que apenas es posible imaginar la vida sin él, a tal punto que se acepta que el lenguaje es parte esencial del pensamiento.
Preservar nuestro acervo cultural, nuestra lengua y el legado de nuestros más distinguidos artistas y pensadores requiere soluciones innovadoras. En este sentido, iniciativas como el desarrollo de redes en las que el castellano sea la lengua dominante son acciones concretas y trascendentes. Esos sistemas podrán promover, además, la deseada generación de nuevos contenidos en castellano, imprescindible para el fortalecimiento de nuestra lengua y para la vitalidad de nuestra cultura.
Ese es, a mi juicio, el desafío que no podemos soslayar para el futuro y que yo percibo íntimamente ligado al buen uso de la propia lengua. Creo que la «palabra» requiere, hoy más que nunca, de la reflexión adecuada. Y que la tecnología puede y debe ser utilizada sabia y armoniosamente para velar por ella.